Viaje a los nidos vacíos
Mateo Ruiz Galvis. Ilustraciones: Camila López
Graciela Arcaya es una mujer bajita, livianita, de manos del tamaño de merengues, pies ligeros, apenas perceptible. Vive con el reloj atrasado una hora. Las noches de apagones son difíciles, el calor y la angustia le amargan las doce horas de oscuridad. Cuando llega la mañana, puede recorrer la solitaria Maracaibo y distraerse con los vecinos. Más de mil kilómetros, una zona horaria y una frontera la separan de sus tres hijos.
Es una de tantos hombres y mujeres que se niegan a abandonar Venezuela. Las madres de nadie, como ella misma dice que se sienten las mamás de los emigrantes. Habita en un barrio con la horizontalidad perfecta, todas casas de un piso. Pintadas con colores pastel y desgastadas por el salitre. Su casa tiene unos sesenta metros cuadrados, dos habitaciones, un baño, una cocina y un patio con plantas bien cuidadas. Uno de los 1 300 000 nidos vacíos en el país. La cifra de familias que tienen emigrantes, según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida 2018.
La trocha
Para encontrarnos a esta mujer de sesenta años, tres compañeros y yo hicimos el viaje inverso al de sus tres hijos, quienes han emigrado escalonadamente desde diciembre de 2016.
En la terminal de transportes de Maicao, a novecientos kilómetros de Medellín, unos jóvenes músicos venezolanos nos advirtieron lo tantas veces repetido sobre las trochas. Esperaban con sus maletas y guitarras. Parecía que hubieran estado allí desde siempre. Tenían alrededor de veinticinco años, eran guapos y pálidos. Contrastaban con una familia de haitianos que esperaban a sus espaldas: una mujer, un hombre y cuatro niños. Una horda de moscas los sobrevolaba. Todos acababan de cruzar la trocha.
Guitarrista (con la guitarra recostada en las piernas): Yo, de pana, les digo que no pasen por la trocha. Eran unos camperos llenos de gente, gasolina y mercancía.
Cantante (poniéndose verde): Nos habían dicho que nos traían directo hasta la terminal, pero en varias partes del viaje nos hicieron bajar y coger otro carro. En cada cambio nos cobraban cinco o diez mil pesos más.
Guitarrista: Eso está lleno de guajiros armados que estiran cuerdas a lado y lado de la vía. Son muchos retenes. Se nos acabó la plata y el conductor nos iba a sacar del carro.
Cantante (quitándose la arena anaranjada que le cubría los zapatos): Me tocó sacar el MP3 y dárselo. Le alcancé a quitar la tarjeta SD, pero me reclamó los audífonos y el cargador.
Señora (una vendedora de dulces que había escuchado la conversación): Muchas veces atracan a la gente. No se vayan a meter por allá. El mundo está loco. Todos queriendo salir y ustedes entrando.
Para no quedarse estancados allí, los músicos ofrecían su guitarra por 180 mil pesos. Sin embargo, era seguro que no importaba cuánto dinero les ofrecieran, aceptarían. En Maracaibo dejaban a una esposa con una bebé de meses, familiares y el recorrido artístico. Les esperaba un bus sin ruta definida.
Dos veces emigrante
Cuando finalizó la conversación, la familia de haitianos ya se había perdido entre la multitud que entraba a la terminal. En 2004, Haití atravesaba una guerra civil y un golpe de Estado contra Jean-Bertrand Aristide. En aquel entonces viajaron a Venezuela el padre y la madre. Allí tuvieron a sus hijos. Ahora apenas empezaban el camino de regreso a su país de origen. Un enorme bus con trompa chata se los tragó. Llevaban la segunda patria en la espalda, maletines con la bandera estampada en ellos.
Después de la Segunda Guerra Mundial, españoles, portugueses e italianos fueron acogidos en Venezuela. Con el inicio de la explotación petrolera en los setenta, uruguayos, argentinos, chilenos, colombianos y ecuatorianos encontraron trabajo. Venezuela era una tierra de inmigrantes.
Algunos borran fronteras dos veces para sobrevivir. Tal como Yessenia Vargas, una joven colombo-venezolana de veinte años que estudiaba Periodismo en San Antonio del Táchira. Ahora trabaja vendiendo dulces en Medellín. Es flaca, morena y con unos ojos acaramelados extrañamente grandes. Cuando era una niña, los papás se la llevaron a Venezuela en busca de oportunidades en el sector petrolero. En 2017 regresó a Colombia. Dejó a su hijo Christopher, de un año, al cuidado de la abuela.
En la terminal de San Antonio del Táchira había tantas personas que tuvo que montarse por una ventana del bus. Tenía unos cuantos meses de su segundo embarazo, así que aplastó su vientre contra el armatoste. No sabe cómo su hijo no fue expulsado a presión.
Llegó a Cúcuta, la segunda ciudad de Colombia con más venezolanos. Durmió con su esposo Darío, de 48 años, tres días en la calle. Allí les dijeron, “a todos los venezolanos hay que encerrarlos en una jaula y devolverlos a la frontera”. Entonces viajaron a Ocaña donde trabajaron tres meses recogiendo tomates y cebollas, hasta juntar lo suficiente para traer a Christopher. Se acercaron hasta la frontera con Táchira y, con ayuda de la abuela, cruzaron al niño por la trocha. En Ocaña la cantidad de compatriotas era menor y la empatía por ellos, mayor. Les regalaron nevera, lavadora y estufa. También compraron una cama. Pero llegaron rumores de amenazas a venezolanos.
Así que viajaron a Pamplona en el carro de un desconocido, que además les dio dinero. En el suelo de un colegio, los tres extendieron una colchoneta que les regalaron allí mismo. Por dos días sufrieron el frío más lacerante que han sentido. Al tercer día, Darío consiguió un trabajo haciendo mantenimiento a televisores y computadores en un hotel. El pago era una habitación a la noche por cada televisor. Esa misma noche, en la cama del hotel, nació Jesús Alberto. Luego, viajaron a Medellín buscando una oportunidad laboral para Darío, que se correspondiera con sus estudios en electrónica. No la han encontrado, pero seguirán recorriendo Colombia hasta lograrlo.
Hay casos en los que se borran tres veces las fronteras, como con Sandra Ruiz. Siendo niña también fue llevada a Venezuela, aunque nació en Barranquilla. Con sus padres se estableció en Maracaibo. Tiene unos 38 años. Es rubia, alta, y alguna vez fue musculosa. Entrenaba karate, pero ahora, con su segundo hijo en camino y una emigración en proceso, la piel quemada por el sol le cuelga. Vende chupetas en el Centro de Medellín.
Iniciando 2017 cruzó la frontera en La Guajira. Junto a su esposo e hija de dos años se quedaron a vivir en Uribia. El hombre consiguió trabajo descargando barcos con mercancía que venían de países asiáticos. Las jornadas eran arduas y extensas, pero bien pagadas. Pudieron recoger algo de dinero y alquilar una habitación.
Estuvieron cuatro meses viviendo al ritmo de Puerto Bolívar. Hasta que una tarde, mientras estaban sentados a la entrada de la pensión, un guajiro se les acercó.
Guajiro: Ustedes tienen una niña muy linda, por cuánto me la venden.
Sandra (enojada y de pie, enfrentando al hombre): Por nada, nosotros no vendemos a nuestra niña.
Guajiro: Les doy un millón de pesos.
Esposo: Nada, ya váyase.
El guajiro hizo caso. Pero una noche, una vecina le dijo a Sandra que su esposo había escuchado, en medio de cuchicheos de bar, que a la niña se la iban a secuestrar al día siguiente. Esa misma noche, la familia cogió un bus para Santa Marta. Llevaban a su hermosa niña rubia de porcelana, las maletas y ni un solo peso.
Desde eso, recorrieron muchas ciudades. Para sobrevivir, incluso han robado. Sandra fue masajista y prostituta por un tiempo. Ahora están en Medellín, pero piensan seguir bajando hasta llegar a otro país. ¿Cuál? No saben, no importa. Para ellos las fronteras se han borrado y son simples gajes del camino que sortean por las trochas.
La Guardia Nacional Bolivariana
Eran las 10 a. m. del 15 de diciembre de 2018. Decidimos cruzar por la frontera legal. Contratamos carro en la terminal de transportes de Maicao, uno de la flota de oxidados Chevrolet de los sesenta. El de nosotros, uno blanco del 67, iba alrededor de los cincuenta kilómetros por hora mientras el aire se colaba por los agujeros del piso y las puertas. Lo conducía Caraota, un guajiro joven que conoce las rutas y maneja como si tuviera anexado el carro al cuerpo.
El sector de La Raya es el territorio donde se ubican las oficinas de Migración Colombia y del Servicio Administrativo de Identificación Migración y Extranjería (Saime). Hace parte de Paraguachón, un corregimiento que queda a ocho kilómetros al oriente de Maicao, y que es apenas distinguible en la visión satelital.
Alrededor de unos cien venezolanos tramitaban la entrada a Colombia. Sellamos la salida del país. Cruzamos unas cuantas barricadas, los gritos de los vendedores y transportadores, y los emigrantes que, según Migración Colombia, van por el millón doscientos mil.
En el Puesto Fronterizo Paraguachón nos hubiéramos demorado diez minutos. Eran unas ocho personas más sellando la entrada a Venezuela. Nos tocó el turno y miramos a través de una abertura en una ventana polarizada. Era un hombre al que se le alcanzaban a ver únicamente los labios. El cuerpo parecía tenerlo encorvado y la luz de una pantalla le brillaba en la piel.
—Pásenme los pasaportes —dijo el hombre.
Se quedó unos segundos revisando.
—¿Y las cartas de invitación o la reservación en el hotel?
—En el consulado de Venezuela en Medellín nos dijeron que solo necesitábamos el pasaporte.
—Hablen con mi superior —nos devolvió los papeles y señaló una reja azul frente a un busto dorado de Simón Bolívar.
Después de explicarle al superior la situación por media hora terminamos hablando sobre Medellín y Pablo Escobar. Las conversaciones se suavizan tal como se suaviza la carne. Un buen mazazo de realidad y todos pueden concordar por lo menos en un aspecto. Es un punto en común, un equilibrio. Con Caraota también terminamos hablando del capo de la mafia y logramos un acuerdo para que nos acercara hasta la casa donde nos iban a recibir. Luego, la droga volvía como un tema, una voz desde el fondo de una mina de carbón.
Finalmente el jefe soltó:
—Dejen veinticinco mil pesos cada uno en la estatua y espérenme acá. Pasen los pasaportes.
—No tenemos tanto dinero.
—Entonces pasen rápido sesenta mil entre los cuatro.
Se perdió en la oficina. Adentro, unos funcionarios tomaban café y charlaban. A los cinco minutos regresó con los pasaportes sellados.Saliendo de ese lugar, unos metros más adelante, sintonizamos en la radio música intercalada con intervenciones de Nicolás Maduro, alguna cita bíblica y luego una voz con aires de solemnidad daba un mensaje amenazante a la burguesía venezolana: “Esta es una revolución pacífica pero no desarmada”.
A los pocos kilómetros, en una alcabala (puesto de control o retén), dos guardias se acercaron y observaron los pasaportes, miraron dentro del carro y abrieron las puertas. A Caraota era la primera vez que le requisaban a los pasajeros. Uno de los guardias, de espalda gorda y baja estatura, nos hizo pasar a un cuarto anexo. Entramos uno por uno, mientras el otro guardia, más flaco y hostil, nos preguntaba las razones para hacer el viaje.
—Visitar a unos conocidos. Vacacionar, por qué no.
—Vacacionar adónde si en Maracaibo solo hay aguas negras y basura. ¿De dónde son?
—De Medellín.
—Ah, de allá era Pablo Escobar.
En el cuarto anexo, la requisa comenzaba con:
—Sáquese todo de los bolsillos y póngalo sobre el mesón. Quítese la ropa y extiéndala ahí mismo. A los tenis quíteles la suela —dijo el guardia, cruzado de brazos y sosteniendo la puerta con la espalda regordeta. Rogué en silencio para que no me hiciera bajar los bóxer.
—Bájese los interiores.
Yo era incapaz de mirarlo a los ojos. Traspasa la frontera y te convertirás en país. Y con el mismo despliegue de poder, como exhibiendo todo el armamento, dijo: —Súbaselos y desbloquee el celular.
“Lo hubiera dejado en el carro”, me repetí varias veces. Dibujé el patrón en forma de V y fue como un mantra inverso que me empujaba a la crudeza de ese momento. Los más de treinta grados centígrados, el cuarto enrojecido por unas cortinas empolvadas. Mis compañeros afuera, esperando bajo la vigilancia de otro soldado de la Guardia Nacional Bolivariana. Éramos frágiles y solitarios como cuatro globos acercándose al sol. El paisaje desértico a lado y lado de la carretera, los cactus y arbustos bajos y delgados. Los perros famélicos y los gatos inexistentes. La patria en un pasaporte. Abrió Whatsapp y revisó conversaciones al azar. Deslizó la pantalla hacia abajo. ¿Buscaba encontrar un chat con mensajes codificados o uno que dijera “mañana mataremos a Maduro, venceremos la amenaza socialista en América Latina”? Iba en la mitad y empecé a asustarme con la posibilidad de que alcanzara a llegar hasta las conversaciones archivadas que hablan sobre el viaje a Maracaibo.
—Tengo una vida poco interesante.
—¿A qué se refiere? —dijo, y cada palabra salía entre los dientes apretados como una ristra de susurros guturales.
—A que busca y busca, y no encuentra nada relevante.
—¿Hay algo por encontrar?
—No, no hay nada.
—Igual prefiero revisar, por seguridad. Nunca se sabe.
Temía por el dinero. Llevábamos cada uno de a 7600 bolívares soberanos, unos cincuenta mil pesos colombianos. El cambio lo hicimos en una de las casetas de la terminal. Cuartos con baja iluminación, donde señoras malhumoradas por el calor hablan de las variopintas cualidades del camino y de los carros, y cambian pesos colombianos por bolívares soberanos y dólares. El soberano a seis y medio. En algunas casetas a siete y en otras a siete y medio.
Entonces recordé a Yormaris Moreno, una de los más de 105 mil inmigrantes venezolanos que viven en Antioquia. La pararon más de diez veces en el viaje, así que se cansó de cooperar. Es una mujer que ronda los cuarenta, imperturbable, de temperamento rudo. En una de las alcabalas hacia San Antonio de Táchira, la Guardia Nacional le había quitado seis millones de bolívares fuertes. Era lo único que llevaba en esa moneda, el ahorro de algunos meses.
El resto del viaje comió pan con queso crema. Los 150 dólares que consiguió vendiendo su ropa, alhajas y algunos electrodomésticos antes de partir, no le sirvieron de mucho. De allí sacó para los pasajes y lo que le quedaba era poco.
—Ajá, ¿y a mí por qué me tiene que requisar?
—¿No quiere? Vamos para allá entonces —le dijo una soldado mientras la llevaba a los baños del restaurante frente al que el bus se detuvo. Le quitó la blusa y los pantalones se los bajó hasta los tobillos, luego la tanga—. Salta (no salta). Salta (no salta). ¡Saaalta! (salta).
De la vagina no le salió nada. Sin bolívares para sobrevivir, se le ocurrió que lo mejor era pegarse los dólares que le quedaban en la planta del pie. Los metió en una bolsa y los pegó con cinta. En aquel baño sucio, a la mujer con uniforme verde y arma oxidada no se le ocurrió hacerle quitar las medias. Afuera el bus la esperaba para continuar un viaje que duró cinco días. Salió del Estado de Guayana al suroriente del país, atravesó Venezuela a lo ancho y salió a Cúcuta. A Medellín llegó el 2 de julio de 2018. La última vez que supe de ella, quería traer a sus dos hijos por la trocha.
El guardia me devolvió todo y me dijo que me vistiera. Abrió la puerta y el sol de mediodía aturdía. Entró el último de mis compañeros y nos regresaron los pasaportes. Nos esperaban veintidós alcabalas más. En unas pocas nos volvieron a pedir los documentos. Solo una vez un soldado abrió el maletero y, como aperezado por el calor y el peso del fusil, metió la mano a uno de los bolsos y nos dejó continuar.
Celia Cruz sonaba en la radio cuando llegamos a Maracaibo. Ciento veinte kilómetros recorridos. Nos acercamos a unos viejos maracuchos. Uno de ellos llevaba un gorro de tela blanco, camisa polo y pantalones cortos. El otro llevaba una camiseta de béisbol. Habitaban aquel pedazo de acera como si fuera un trozo de su casa. Recostados a un árbol, sonrientes, nos ubicaron el barrio Los Mangos.
Nos perdimos entre las calles, hasta que llegamos a una urbanización conocida. Caraota, de mal genio, giró a la derecha, de nuevo a la derecha y finalmente a la izquierda.
Maracaibo y los nidos vacíos
La señora Graciela nos recibe en su casa a las 5:00 p. m. (hora en Venezuela). Su casa es la primera a la izquierda en un solitario callejón estrecho. El sol pega como uno de mediodía.
Desde por la mañana la electricidad se había ido y tampoco había señal de telefonía. Nos explica: “Hace unos meses que la electricidad se va y la señal de celular también. Como que no hay quiénes les hagan mantenimientos a esas plantas de energía”. Tampoco se puede utilizar el agua de manera usual, pues una tubería está suelta y deja correr líquido entre las paredes. No la puede mandar a arreglar, “ya no tenemos plata para eso”. La última vez que hablé con ella por redes sociales, el agua ya no llegaba al barrio y debían comprarla en pipetas a ochocientos bolívares fuertes.
El calor adentro es insoportable. Pero en la calle es asfixiante, pues se le suman las montañitas de basura quemada que cubren algunos andenes. El servicio de recolección de basuras ya no pasa. Para salir del callejón hay que cruzar una reja metálica de la que solo los propietarios tienen la llave. Unos niños juegan fútbol frente a sus casas. Unas cuantas cuadras después nos encontramos con seño Beatriz Pérez, una amiga de seño Graciela. Ayudante en la parroquia del barrio y madre de una monja, tiene un hablar pausado y caminar levitante.
Son las 6:00 p. m. y está encerrada en su casa con un amigo. Ambos rondan los sesenta años. Aunque hace calor y los ventiladores no funcionan por el apagón, prefieren quedarse en casa a estar afuera arriesgándose a un atraco. Nos sentamos en el rellano de la entrada y cada vez que pasa una motocicleta dejan de hablar.
La Navidad está perfectamente construida en la sala de seño Beatriz. “Cuando la estaba armando se me salían los lagrimones. Mis hijos están en Perú. A mi amigo se le murió la esposa hace poco y los hijos están también por fuera. Se volvió un poquito loco”.
Seño Beatriz (corre a desconectar la nevera porque vuelve la electricidad sobrecargada): Mis hijos me hacen mucha falta. Y uno no sabe a ciencia cierta cómo están ellos por allá. Como ellos tampoco saben nada sobre nosotros. Mandan dinero cada quincena, lo que logran recoger. Se le suma a lo que uno tiene de la pensión. Pero cuando voy a mirar lo que compro para la quincena... a veces me quedo sin qué comer. Pero bueno, uno siempre se rebusca.
Mario, el amigo (un hombre-sombra casi catatónico, sentado con sus piernas largas retraídas y hablando serena y cadenciosamente): Yo quiero irme donde mis hijos, para Perú.
Seño Beatriz: Yo no quiero. Toda la vida hemos vivido aquí. No veo una pronta solución a este problema. No creo que Maduro y el régimen caigan rápido. Pero no importa, aquí tengo mi casa.
Seño Graciela: Además, con eso de que cualquiera puede ocupar la casa de uno si la abandona, nadie la quiere dejar sola.
Mario: No me voy porque no me han querido entregar el pasaporte. Van dos veces que hago las vueltas.
Vamos a comprar comida para compartir. La tienda es el banco de la desconfianza. Una puerta de vidrio antecede a una ventanilla polarizada por donde se piden los alimentos. No nos quiere vender una gaseosa de tres litros pues tiene envase de vidrio. Debemos llevar nuestro propio recipiente: “Ya no confío en nadie, la gente se queda los envases”, dice el tendero. Entonces compramos una plástica de litro y medio. Vitrinas con austeridad, con tarros de Mayonesa Mavesa y paquetes de arroz de una libra exhibidos como celulares, artículos de lujo.
Con 4500 bolívares soberanos (29 250 pesos colombianos en el mercado negro), que gana un asalariado promedio mensualmente, podría comprarse cuatro Maltín Polar de litro y medio. O dos cervezas. O nueve botellas de agua de un litro. O treinta huevos y siete paquetes de espagueti. O dos platos de ovejo y una Coca-Cola. U ocho piezas de un pollo apanado con desnutrición. O dieciocho conos helados de McDonald’s. O nueve Nucitas. O un tercio de la muñeca plástica de moda para el regalo navideño de los niños. O una camisa en un centro comercial. O dos bolsos usados. O los pasajes de dos padres de familia para ir hasta el trabajo y volver por un mes, electricidad, wifi y telefonía.
Comprar o vender es un galimatías. En algunos supermercados ahora solo reciben dólares. Hasta para comprar un queso se utilizan las tarjetas bancarias, pues las personas no usan mucho el efectivo. Tendrían que cargar bolsas de billetes. El billete de dos bolívares soberanos ya no se recibe, no vale nada. Los precios aumentan tanto, que algunas empresas quiebran porque no se anticipan a que las ganancias de hoy no alcanzarán a cubrir los gastos de mañana.
El salario mínimo no cubre lo del mes y solo a algunas personas con el Carné de la Patria, un objeto creado por Maduro para identificar a quienes están a favor del régimen, reciben algunos bonos extra y beneficios especiales. Así que, como cuenta seño Graciela, “la gente decidió ponerse a sembrar yucas en los patios”.
Son las 7:00 p. m. Nos montamos en un bus rojo, de ventanas amplias, moderno. Hacía parte de la flota de buses del Estado. Le falta una ventana al lado izquierdo y una parte del parabrisas lleva una bolsa negra cubriéndolo. Con el poder adquisitivo de la moneda venezolana, las importaciones de repuestos se dificultan. El pasaje cuesta cincuenta soberanos.
El aire entra violentamente por la no-ventana. Hay una gran cantidad de pasajeros. Atravesamos el mercado, chazas expuestas en la calle con algunos productos básicos de alimentación. Arden los ojos por las fogatas de basura. Maracaibo es un árbol, lleno de nidos sin polluelos, bajo la tenue iluminación del alumbrado público. En los parques se ven pocas personas y donde antes había fuentes, ahora hay charcos estancados, burdeles de zancudos.
En un muro, con carboncillo reteñido se lee:
EE.UU.
Y LA OPOSICIÓN VENEZOLANA
LE RENDIRÁN CUENTAS
A DIOS POR LO MALO
QUE ESTÁN HACIENDO AL PUEBLO
A la noche, seño Graciela nos confiesa: “Yo los recibo en mi casa y los invito a quedarse, porque nuestros hijos también estuvieron en la situación de ustedes y otra mamá les ofreció su ayuda”. Nos hace arepas con harina-pan. Ella no come, porque, dice, no tiene hambre. Nos sirve chocolate en agua en los vasos de sus hijos. “Qué bueno que me hacen compañía, porque ahora nosotras somos las madres de nadie. Los hijos están muy lejos”.
A septiembre de 2018, según Migración Colombia, del total de migrantes tan solo dieciocho por ciento superaba los cuarenta años. Los menores de veinte años sumaban el 52 por ciento del flujo migratorio. Los hijos son los que emigran, pues son ellos quienes tienen la posibilidad de conseguir trabajo y enviar remesas. Los padres y abuelos se quedan en su país, mientras este se balancea entre una intervención militar estadounidense, la posibilidad de una guerra civil o un golpe de Estado. Las grietas entre el régimen y sus opositores se alargan y profundizan.
A seño Graciela le entristece su país y se lo encomienda a su dios. A veces se trasnocha esperando que sus hijos terminen sus jornadas laborales. Otras veces, esperando que llegue la señal para mandar mensajes y desatrasarse. “Y a veces me paro en el rincón de la puerta, porque allá recibo la señal. Y recuerdo que ahí mismo se hacían mis tres hijos para chatear con sus amigos. Entonces me pongo a llorar”. Seño Graciela no vive en Maracaibo, vive en Medellín.
Antes de dormir, reza con su voz azucarada:
Señor Jesús,
te doy las gracias por este buen día,
por mantener a mis hijos con bien.
Te pido que los guíes por un camino de luz, que con quienes se tropiecen puedan ofrecerles cosas buenas.
Aléjalos del mal y protégelos.
*Los nombres fueron cambiados por petición de algunos
de los protagonistas.