Cuatro viñetas con cocaína
Luis Antonio Montaña. Ilustración: Hansel Obando
1.
Hace unos meses tuve la suerte de asistir a una extraordinaria exhibición de orfebrería precolombina de las Américas en el Museo Metropolitano de Nueva York. Me había llamado la atención la imagen del afiche de promoción que había visto en el metro: un gran pendiente de oro con la forma de un hombre-jaguar y la cola bifurcada; una joya magnífica y elegante, emblemática de los antiguos pueblos indígenas de Colombia, mi país natal.
Mentiría si dijera que no fui a la exhibición acicateado por la esperanza de ver un poporo. Y así fue, entre las asombrosas piezas de esmeralda, jade, platino y oro de pueblos mesoamericanos, andinos y caribes, encontré un poporo colombiano, o, mejor dicho, un poporo Calima-Yotoco. Permítanme describir su forma y luego exponer su función. Este poporo muy peculiar, tiene el tamaño y la apariencia de un sapito dorado compuesto de pequeñas láminas de oro. Tiene colmillos de gato, y de la nariz le guinda un aro de platino. También tiene garras, una cola, y un orificio en el lomo de donde sale un palillo fino de metal.
Esta explicación se leía en su etiqueta:
“Contenedor de cal en forma de Jaguar. Este recipiente para cal (poporo) está hecho de muchas piezas de láminas metálicas unidas por aros de alambre. La delgada cucharilla con un puntal que se aloja sobre los hombros del Jaguar era usada para sacar polvo de cal”.
Un poporo es pues un recipiente para acarrear cal. Y se preguntará el lector crítico: ¿por qué necesitaban los calimas cargar con polvo de cal y por qué, además, en una vasija de oro tan espléndidamente labrada? La respuesta se encontraba en la etiqueta del objeto contiguo al poporo, un palillo delgado de oro, de unos veinte centímetros de largo y con un mango o puntal tallado en la forma de un hombrecito:
“El polvo de cal, obtenido de las conchas marinas, es un catalizador de los alcaloides que contiene la hoja de coca, la cual produce un efecto psicoactivo moderado cuando se mastica, una práctica ritual en los Andes. Este extractor de cal o palillo se usaba para sacar el polvo de su contenedor”.
2.
En octubre de 1914 The New York Times publicó un reportaje que hoy, más de cien años después, es un hito en la historia de la lucha contra las drogas. He aquí su encabezado: “Demonios negros cocainómanos, la nueva amenaza del sur”. Más abajo en el subtítulo se lee: “Asesinato y locura aumentan entre los negros de las clases bajas, aficionados a inhalar cocaína debido a la ausencia de whisky desde la prohibición”. El autor comienza hablándonos de las noticias que llegan desde Tennessee, Misisipi y Georgia donde las historias de asesinatos perpetrados por consumidores de cocaína son cada vez más frecuentes y alarmantes.
Nos cuenta la historia del jefe de policía Lyely, de Asheville, Carolina del Norte, quien tuvo que enfrentar la furia de uno de estos enajenados que, según escribe el reportero, andaba “corriendo amok”. El jefe de policía Lyely recibió la noticia de que un negro, hasta entonces conocido por su mansedumbre, había amenazado con apuñalar a un tendero en medio de un frenesí de cocaína, después de haber azotado salvajemente a los habitantes de su propia casa. Cuando el sheriff intentó arrestarlo, el endemoniado cocainómano se precipitó sobre él blandiendo un cuchillo con el cual lo hirió de gravedad en el hombro. Al verse en una situación de vida o muerte el jefe Lyely no tuvo otra alternativa más que propinarle un disparo a su oponente. Sin embargo y para su sorpresa, no bastó con un tiro en el pecho para detener al energúmeno, sino que fue menester un segundo disparo en el abdomen. El autor relata que a continuación, el jefe Lyely, que se había quedado sin balas, remató al negro con su macana.
El resto del artículo consiste en una severa admonición ante los peligros de la cocaína, que los negros obtienen no se sabe muy bien si de los hospitales o de las farmacias, y que consumen como sucedáneo del alcohol. A manera de corolario el autor estima que la diferencia fundamental entre la locura del whisky y la de la cocaína, es que la cocaína no solo vuelve a los negros más fuertes y agresivos, sino que además les otorga resistencia a las balas y los dota de una puntería mucho más certera.
3.
En el nororiente de Colombia, en los Andes tropicales, corre un río caudaloso de copiosos afluentes llamado Catatumbo. Las personas que habitan en su ribera están entre las más pobres y olvidadas de Colombia, lo que es mucho decir en este país pródigo en inequidades. La única fuente de subsistencia que han encontrado los campesinos de esta región es el arbusto de coca, una planta lustrosa y pertinaz que se siembra allí, a pesar de la prohibición, desde hace más de veinte años.
Hoy en día hay 28 mil hectáreas de coca sembradas en el Catatumbo (una hectárea equivale al tamaño de dos canchas de fútbol), que se disputan guerrillas, narcos, paramilitares y el ejército colombiano en la guerra que se libra por el control de los cultivos y las rutas de exportación (como si fuera poco, en el último año también se han sumado a esta vorágine los carteles mexicanos).
Albeiro Celis es un labriego que vive en la vereda Mesitas, a dos horas del municipio de Tibú. Es un caserío aislado al que solo se puede llegar en moto por un camino de herradura. La finca de Albeiro es poco más que una cabaña ruinosa con una empalizada, una cocina de concreto, cuatro hamacas y un galpón de gallinas. A un costado del lote se alza “el laboratorio”, es decir, el cobertizo donde se procesa la pasta base de cocaína a partir de la hoja de coca triturada.
Los narcos compran la pasta de coca a campesinos como Albeiro y las guerrillas cobran un impuesto de “protección” a los cultivos, lo que equivale a una extorsión para los pequeños cultivadores. Con las dos hectáreas de coca que tiene a Albeiro apenas le alcanza para subsistir, alimentar a su familia, pagarles a los sobrinos que le ayudan “cocinando” y comprar los insumos necesarios para producir la pasta base: cal, gasolina, ácido sulfúrico y soda cáustica, entre otros.
Hace seis meses Albeiro recibió una visita inquietante: cuatro hombres armados con pistolas y machetes llegaron a su finca antes del mediodía. Lo primero que le dijeron al llegar fue que no se preocupara, que sus hijos, una niña de trece años y un niño de siete, estaban muy juiciosos en el colegio, y que así seguirían en tanto él les colaborara. Luego le explicaron que desde ahora ellos le iban a comprar la producción de pasta base porque don Chucho, con el que antes negociaba, les había vendido a ellos. Albeiro comprendió la situación y les dijo que a él no le importaba quién le comprara siempre y cuando no hubiera problemas y se cancelaran las cuentas a tiempo. En prenda de buena fe los hombres le dieron un generoso adelanto de 220 mil pesos y acordaron visitarlo en un mes para recoger el producto: dos arrobas de pasta de coca.
A la semana siguiente llegaron rumores de que un nuevo capitán del ejército de la trigésima brigada de Cúcuta se había propuesto erradicar, no se sabe si por iniciativa propia o por órdenes del gobierno nacional, la coca que pudiera encontrar en Mesitas. Ese domingo al rayar el alba, veinticinco soldados y un sargento llegaron a la finca de Albeiro, le arrancaron todas las matas y le quemaron las dos hectáreas de coca: todo lo que tenía en el mundo lo perdió en un santiamén. Para que no se lo llevaran preso Albeiro le dio al sargento cien mil pesos, prácticamente lo único que le quedaba. A continuación, hizo las maletas, su mujer tomó a los niños y huyeron hacia la ciudad.
4.
Este último verano tomé cocaína dos veces. Podrían haber sido más, pero el verano se pasa volando y me tocó trabajar sin parar todos los fines de semana. Un viernes de finales de agosto mi amigo Graham (a quien conocí hace un año cuando trabajábamos en el mismo restaurante) me invitó al apartamento de un amigo suyo en Greenpoint. El apartamento era espacioso y tenía una terraza amplia en el último piso donde se podía gozar del bálsamo nocturno y del cielo estrellado. Compramos cervezas, Graham me presentó a Sam, el dueño del apartamento, y luego nos sentamos a conversar. Me comentaron que Sam conocía un dealer que comerciaba con una cocaína de magnífica calidad y que si me interesaba podíamos comprar un gramo entre los tres esa noche. La idea me pareció espléndida.
Cuando llegó el jíbaro con el perico bajamos a la cocina. De repente mis amigos hicieron algo que me pareció extrañísimo: pusieron una olla con agua a hervir sobre la estufa, y cuando el vapor empezó a emanar, uno después del otro se cubrió la cabeza con una toalla y se inclinó sobre la olla inhalando el vapor. ¿Qué carajos están haciendo?, les pregunté asombrado, ¿acaso ambos sufren de neumonía? Con serenidad de profesor, Graham me explicó que se aspira el vapor de agua para dilatar los alvéolos y los conductos respiratorios y de esa forma estimular la absorción de la cocaína. Yo, que creo firmemente en que a donde fueres haz como vieres, también me puse la toalla en la cabeza y aspiré el vapor de agua; acto seguido, me huelí dos líneas del distinguido polvo.
El resto de la noche la pasamos muy bien, un poco más tarde llegó Camila, una amiga de Graham que vive en México, y a propósito de la cocaína nos contó que acababa de ver en el Whitney una exhibición de Hélio Oiticica, el artista brasileño del neoconcretismo conocido por su afición a la coca, y quien murió a los 42 años de un ataque cardiaco. La velada transcurrió tranquila, entre copiosas cervezas y generosas líneas de aquel producto de irreprochable calidad.
Asaetados por el clorhidrato de cocaína y su feliz concilio con el alcohol, conversamos sobre música, política y filosofía. Por ser provocativo se me ocurrió decir que el azúcar era más adictivo y mataba más gente que la cocaína. Graham estuvo en franco desacuerdo conmigo, pero finalmente admitió que la guerra contra las drogas es un despropósito criminal que tiene las cárceles de Estados Unidos llenas de negros y latinos.
Después de un par de horas me fui para la casa porque, aunque la noche era fresca y yo gozaba de una sensación de triunfo y clarividencia, en seis horas tenía que irme a trabajar. Al día siguiente me sentía tan reposado y de buen grado que le envié a Graham este texto: “Hola, me siento leve e inopinadamente feliz esta mañana, si no lo supiera, diría que la cocaína es incluso buena para la salud, ¿tienes el número del dealer de Sam?”. A lo que me respondió: “No, no lo tengo, esa coca es tan buena que deliberadamente he evitado guardarlo entre mis contactos”.