Encoñe literario
Andrés Delgado. Fotografías: Juan Fernando Ospina
I
Hace unos días Carlos Cebolla me preguntó quién era mi autor favorito, mi dios literario. Carajo, ¿un dios?, pensé en silencio, no tengo la menor idea. Estábamos al pie de una quebradita, cerca de su cabaña jipi, sentados a la sombra de un pino mirando bajar el agua por la montaña como si la vaina fuera de lo más entretenida. Y lo era. Mirar y escuchar sin decirnos nada. Pero se nos acabó la dicha del silencio y de lo que corría por el agua.
¿Mi autor favorito? Le dije tratando de ganar tiempo. Otro plon y otro empuje. ¿Mi encoñe? A ver, hoy por hoy, mi encoñe podría ser el señor Enrique Vila Matas.
Carlos Cebolla me miró sin creerlo. Pues, pero he tenidos otros amoríos, le dije y me adelanté para salvar mi pellejo de una cantaleta segura.
Carlos alzó las cejas como un reto. A ver ¿quién? Me ha gustado Montaigne, Henry Miller, Bolaño. Muchos. No, diga uno solo, corrigió Carlos. Está bien, pero, pues, no es un dios, dije pensando en el lodazal en que me hundía, es para mí un semidios: Fernando Vallejo, dije para salir del aprieto. ¿En serio? Carlos arrugó la frente. De la literatura colombiana, digo, me adelanté para limitar la vaina. Bueno, está bien pues, accedió él, hablemos solo de literatura colombiana. Bien, dije yo, un semidios de la literatura colombiana es Fernando Vallejo.
Otro plon y otro breve silencio. Menos mal dije semidios, pensé, porque así me daba un poco de margen de discusión. No sé por qué, pero pensé en Giral cuando decía que acá nos falta crítica, medios, escritores que comenten, lectores de ensayo, ensayistas, nos falta un ecosistema de comentaristas artísticos. Y no sé por qué también me puse a pensar en Val-Ardi- Lo. Otro empuje. Otro plon. Deseé que volviera, que hubiera valido la pena haber intentado ser un romántico, como en la canción del Barón Rojo, “la magia no se romperá”, y sentí que me cayó encima el efecto, no importa, “todo está bien si estás aquí”.
También agradecí haber salido del tema dios literario y haber entrado a algo más concreto como la literatura colombiana. Bueno, tampoco es un semidios, le dije a Carlos. Digamos que es un patrón que frecuento, me da por seguirle la pita una semana, una semana cada año.
Carlos Cebolla se quedó callado y más adelante seguimos comentado el canon de la literatura colombiana. Decía que le gustaría revisarlo, al menos, volverlo a leer. Cuando me lo dijo me pareció un poco pretencioso, pero luego me pareció muy razonable. Siempre es bueno no tragar entero y verificar por cuenta propia. A Carlos le gustaban las listas, los top five, los top ten, enfrentaba en el ring escritores y armaba desafíos entre equipos y escuelas literarias. Por eso su pregunta por el dios literario no me sorprendió. El hombre era de esa talla. Otras veces me había preguntado por la escritora favorita o por la mejor novela erótica.
Hace unos años el hombre cambió su vida. Pasó de peligroso pistolero a ser parte vital de una biblioteca pública en el corregimiento de Santa Elena. Allí tenía un taller de escritura creativa ecológica. Pasó, no sé cómo, de sicario a jipi-abraza-árboles. Lo conocí en uno de los talleres de escritura que dirigí en la cárcel, donde era uno mis alumnos, aunque lo que más le sedujo fue la lectura, prueba de su inteligencia. Por cuenta de sus lecturas acumuladas en el camarote de la prisión tal vez creyó que mi encoñe literario era Stendhal, Cervantes o Víctor Hugo. Pero no. Por su puesto que me gustaba mucho Wilde, Poe, Stevenson y Montaigne, y sufro un encoñe anacrónico cervantino. Y aun así, yo tampoco iba a ser tan altanero como para contestar con semejantes nombres.
Carlos tenía la biblioteca en el segundo piso de su cabaña, un lugar que consideraba sagrado, o al menos eso creía yo porque nunca me había invitado a conocerla. Eran las seis de la tarde cuando me despedí. Caminando por entre bosques, antes de la carretera, me quedé pensando en Roberto Bolaño. El hombre decía que Borges era un dios. La hora de venir a acordarme de esto. Pero entonces: cuál sería un buen criterio para seleccionar uno entre una docena, uno solo, como dios personal, un encoñe literario.
Bajaba por la loma de la finca de Carlos, con el riesgo de pegarme un resbalón, cuando caí en cuenta de una obviedad. Es muy diferente un dios a un encoñe. Un dios es una religión, un encoñe un capricho. La pregunta de Carlos Cebolla estaba errada. Como decían los abuelos, había mezclado peras con manzanas. Una cosa es preguntar por el dios y otra por los encoñes literarios. Lo que pasa, y me fui por las piedritas, es que una historia de pasión puede volverse muy fácilmente una historia de amor, así como un encoñe muy fácilmente puede volverse una religión.
Encoñes literarios se tienen de manera continua, fantasías, novelas que solo atrapan un fin de semana, un mes, y luego chao que te vi. Pensé en Stieg Larsson, y su saga Millennium. La historia resiste un recuerdo, una opinión positiva, pero jamás una relectura.
¿Pero un dios? ¿Cómo saber si uno tiene un dios literario?
Ya en la ruta de bajada, en el carro, no dejaba de pensar en el asunto. Para saber si uno tiene un dios literario, mínimamente debe tener todos los títulos del autor en la biblioteca personal. Haberlo leído todo por lo menos dos o tres veces. Y lo más importante, creo, lo irreductible, con lo grande que es esa palabra, es que a pesar del tiempo a un autor se le conserve la fe.
Bajando me antojé de chocolate con arepa y quesito. Esperando en la mesa mi pedido, me dio por ponerme a calcular un indicador en una servilleta. A ver, número de libros por autor, es decir: libros/ autor. Y el número de lecturas por libro, así: lecturas/ libro. La ecuación de dios literario podría quedar así:
Por ejemplo, de Truman Capote he leído siete libros. Y he leído por lo menos tres veces Plegarias atendidas. Me quedé pensando. No solo he leído tres veces Plegarias atendidas, sino, por lo menos, dos veces Otras voces otros ámbitos. Carajo, maldije con el lapicero en la boca. Entonces tengo que hacer una sumatoria.
Menos mal llegó mi chocolate y mi arepa con quesito y ya no hubo tiempo de seguir con el bendito indicador. Aun así, seguí echando cabeza. La sumatoria no me daba. La conclusión: con razón me fue tan mal estudiando ingeniería.
II
Al mes volví a visitar a Carlos Cebolla. Esta vez vi un revólver 38 que brillaba en la barra de la cocina. Carlos mantenía una vida de estrato medio alto, un jipi bien bañadito y tomando whisky. El hombre tal vez seguía con algún negocio de los bajos fondos. Cuando notó mi cara de imbécil mirando el revólver, me dijo que de vez en cuando practicaba tiro. Para no perder mis propiedades, dijo.
“Para no perder sus propiedades”, pensé, propiedades de gatillero creo que quiso decir.
Entonces me invitó a subir a su biblioteca. Me explicó que practicaba tiro al blanco con sus libros. Sus ejemplares de La Vorágine y Cien años de soledad exhibían un par de perforaciones. Todos estos libros tenían algo en común: pertenecían a nuestra idea de literatura, al patrón que hemos seguido para leernos, para escribir ficción. A Carlos le gustaba disparar con especial interés al canon de la literatura colombiana. Con razón nunca me había invitado a subir a su biblioteca.
Noté que cuando un plomo entraba en un libro no dejaba un hueco, rasgaba las hojas como si las hubiera cortado un bisturí en forma de V. Si el libro era delgadito, el disparo lo traspasaba. Si era grueso, el plomo avanzaba hasta un punto y quedaba atrapado entre las páginas. Pensé que los libros, puestos en chaleco podrían funcionar como antibalas. Carlos me dijo que otra cosa que afectaba al canon colombiano era la distancia de tiro y el calibre del cartucho. No sé por qué pensé que ya no estaba hablando de él, sino de los críticos y revisionistas. Si se trataba de un buen tirador, dijo Carlos, si está bien parado y tiene una buena arma, un calibre 38 y a unos diez metros de distancia las hojas de los libros no quedan tan mal. Un Cien años de soledad baleado se puede seguir leyendo. Y pues, la verdad, otros títulos del canon de la literatura colombiana soportaban bien el plomo, dijo Carlos. Esto siempre y cuando no haya recibido tres docenas de disparos como La otra raya del tigre. Al parecer, Carlos odiaba con saña a Pedro Gómez Valderrama. Su libro estaba jodido y destrozado. Ilegible. Yo no le hice nada a don Pedro, dijo Carlos, don Pedro nunca se ha dejado leer. No entendí del todo la metáfora, pero creí que todo esto tenía que ver con lo dicho la otra vez, sobre su lectura al canon literario colombiano. Carlos Cebolla también era un revisionista, uno armado y disparando a diestra y siniestra.
A las tres de la tarde volvimos a la quebradita de la montaña, y al bosque, y nos llevamos el revólver. Me dejó disparar un tambor donde nadie escuchara las detonaciones. La diana fue la portada de un libro que Carlos sacó de su biblioteca. Era Que viva la música, de Andrés Caicedo, otro título que según Carlos ya era parte de nuestro canon. Caicedo es nuestro Truman Capote, dijo, todo jovencito y ya con un estilo, con una voz propia, leerlo es una experiencia nueva con el lenguaje. En el bosque leímos unas páginas y las comentamos. Ya íbamos a darle plomo cuando nos antojamos de seguir leyendo. Nos echamos en las agujas de pino, a un ladito de la quebrada, y leímos el resto de la tarde hasta que comenzó a levantarse la noche. Todos encoñados. No supimos si esa tarde Andrés Caicedo fue un dios o un capricho, o las dos cosas a la vez. Como fuera, nos íbamos a quedar sin luz. Pusimos el libro paradito sobre un tronco y tomamos distancia de tiro.
Dispararle al canon con certeza es muy difícil. Cuando terminé la ronda, sin coronarle un solo tiro al libro, Carlos me dijo que tenía que afilar la puntería. A ver si les da con tino a las vacas sagradas, me dijo, y luego cuando no quede cabeza, siguió diciendo, entonces darles a las otras novelas que vienen por el camino. Tenía que aprender a disparar, según Carlos, de lo contrario iba a seguir considerando a Vallejo un santón de la literatura colombiana, cuando en realidad es un dios, dijo. Tenía que seguir practicando, ganar criterio porque de lo contrario seguiría considerando tan solo un encoñe a Vila Matas.
Yo ya estaba cabreado, y a punto de mostrarle mi ecuación del dios literario, pensando si sería una buena manera de ganarle un punto, pensando, con la necedad de todo ingeniero, que todo se puede medir. Mejor dejar preguntas que respuestas. Ya iba a preguntarle entonces cuál era su escritor favorito, pero era una pérdida de tiempo. Yo lo sabía. El hombre amaba un mes a Kafka y el otro a Borges. Y de ese encoñe no salía, así leyera a otros autores todo el tiempo. Eran sus vicios, sus dioses, sus encoñes. Su pregunta, mezclando unos y otros, ahora tenía sentido. Estos autores pueden funcionar como dioses, caprichos, antojos o simples excusas. Para zanjar la vaina, y con sentimiento de culpa, le dije que ya había leído a Jorge Isaacs pero que honestamente no era capaz de pasar más de cuatro o cinco páginas seguidas. No sea pendejo Delgado, me dijo, en la literatura como en el amor uno no escoge de quién se enamora, ni de quién se encoña.
Era verdad. Le entregué el revólver casi con devoción. El hombre sabía disparar y yo todavía tenía mucho por aprender. Y por leer. Más tarde nos fuimos a comer unas lentejas que él había preparado. Cebolla era un verdadero especialista en lentejas: le quedaban espesitas, jugosas, con salchicha picada, arroz y tajadas de maduro fritas. Todo en el mismo plato, como si estuviéramos acampando. Bajamos el almuerzo con un jugo de mora y estuvimos muy concentrados, ni los plones nos dimos para no correr el riesgo de volver a hablar de libros. El postre fue el silencio.