Hace un mes esta página se ocupó de los bailes solemnes en las quintas enrejadas de Robledo y las guachafitas de solar en el Barrio Guanteros. Eran fiestas del siglo XIX, cuando Medellín estaba crudo y apenas comenzaba a espantar sus fantasmas enruanados con el grito de los borrachos. En esta nueva entrega volvemos a nuestros días para seguir las caminadas y el estruendo de un combo de esquina, billar y ensayo en la plancha de una casa baja en un barrio alto. No se preocupen, no estoy hablando de Rodrigo D. Los protagonistas son los personajes del libro de cuentos Perros bravos, publicado hace pocos meses por Rodrigo Mora e ilustrados por Fredy Serna.
Comencemos por el paseo de los más jóvenes, los pelaos de séptimo grado que todavía son mirados como moscas en los billares. El viaje en busca de peces en los charcos de Girardota es más una escapada que una fiesta. Un primer viaje, digamos. La profesora de biología entregó el pretexto exigiendo un acuario a cada grupo de compinches de salón. Los primeros baretos acompañan a los dos colegiales hasta el charco donde descalzos y sin camisa mueven un costal de fique a lado y lado. "Nos metimos al agua, pero antes nos metimos el humo de medio bareto muy adentro en la cabeza".
Vistos de lejos, recortada su silueta sobre el agua brillante por el sol de la media tarde, podrían ser dos muchachos de un pueblo de pescadores en la orilla de uno de los grandes ríos del mundo. Pero no. Son dos pelaos paranoicos de una barriada de Medellín que oyen asustados el ruido de la maleza alta que mueve el viento y recuerdan fríos las historias de ahogados: "Tenía el miedo metido en la cabeza, quería salir del agua y correr por el camino polvoriento. Correr. Correr por la autopista y llegar rápido a mi casa". La tarde termina con el pequeño vacío que deja la traba y un frasco grande de mayonesa donde nadan dos bailarinas rojas, dos cíclidos enormes y negros, otros dos más pequeños y un brillante barbus azul.
En el siguiente cuento los jóvenes de Perros bravos ya han abandonado el rollo rosado y la gaseosa como sobremesa del barillo. Ahora están ensayando con la banda después de una noche larga de vino barato. "Los ojos enrojecidos por la falta de sueño, los labios resecos, la lengua pegada al paladar que parecía un pedazo de icopor". La banda sonora se ha ido puliendo a punta de reventar muro rindiendo honores a una destartalada Silver de pilas: "Sabbath bloody Sabbath, Paranoid, Razamanas, Black dog, Women parachutist, Breaking the law".
Los partidos de fútbol no son ahora gran cosa. "Sobre todo desde que el vino y la cerveza habían entrado de lleno a nuestras venas". Y el amor es una rareza para estos jóvenes que viven en una especie de limbo. Lejos de la moto y la mecha visajosa de los pillos y lejos de la camisa de contrabando, la loción Helston y la cadenita Gold filled de los obreros jóvenes.
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Así que "las noches de cerveza y crispetas saladas en una taberna oscura" no están en sus cuentas. No hay plata ni oídos que aguanten esa caspa. Además, el trago a pico de garrafa plástica no es para enamorar sino para afilar el gruñido contra sus parejas de todos los días: los policías que rondan en la Chevy Van.
También los billares tienen su protagonismo en los parches del combo Perros bravos. Entraron al Tres Tigres, con sus bluyines bota tubo, sus chaquetas y sus botas sucias, por una razón más simple que las fantasías del paño verde: la cerveza era más barata en el billar. Ahí están compartiendo mesa y rancheras con los choferes, los policías en descanso, los jubilados, los obreros y los habituales vagos de tinto y periódico. Cerveza helada y miradas de recelo con los tombos en la civil y uno que otro gordo altanero. Niños pulidos entre los feos, feos del barrio. Todo termina en trifulca de botellas contra Cañizales, "un carabinero que todos los días llevaba la manada de caballos de la policía a pastar a las mangas que todavía rodeaban Barrio Nuevo, Las Brisas y Boyacá". Un maldito llanero que caminaba por el barrio con la actitud de un Sheriff viejo. Era normal entonces que más de una vez la fiesta terminara con un paseo en la Chevy Van 419: "Allí sentados, cabizbajos, escuchábamos por la radio de onda corta toda la crónica roja de la ciudad. En vivo y en directo… cuatro sospechosos en un Mazda verde, varón chaqueta vino tinto, huye hacia el sur en una Yamaha blanca…".
Pero las fiestas de Perros bravos evolucionan, si se me permite la expresión. No todo puede ser tirar esquina, plancha y billar detrás de la terminal. La fiesta de fin de semana es en un apartamento. Viernes, sábado y domingo en compañía de varias botellas de vino, largas líneas de perico sobre la mesa de vidrio, espaguetis con salsa napolitana muy roja y espesa y pan francés con mantequilla y ajo. Parece que uno de los jóvenes andrajosos se levantó una chica interesante llamada Rebeca. Sus amigas están medio idiotizadas por el vino y la coca. La pareja de arañados se aburre con los regueros de las dos tontas y los oficios del anfitrión. Es hora de montarse en el Datsun gold 75 y buscar la autopista. "Richie Stoss puntea su guitarra dentro del pasacintas y el viento golpea cada vez que Rebeca aceleraba y dejaba atrás otro auto. Los parlantes escupían Masterplan, Plasmatics, Live in Milan, un demonio suelto sobre el escenario". Es noche cerrada de domingo y la fiesta de Perros bravos termina amenazando una tragedia. No habrá lunes para sufrir el guayabo.
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