Había pasado diez diciembres consecutivos en casa de mi suegra y estaba harto del plan. La vaca no cocinaba mal. El osobuco se le daba y los dulces navideños y era pródiga con las bebidas espirituosas. Pero yo hubiera ayunado como un San Antonio con tal de no aguantar su cháchara insulsa y el baile que bailaba cuando estaba borracha. Ahora pienso que debí quererla. Detrás del mamífero frívolo en que se hallaba convertida perduraban los ripios de la belleza de la juventud y asomaba el toque de inteligencia que en algunas hembras humanas es una deliciosa forma de la perversidad.
Era evidente que habría preferido otra clase de yerno. Que yo decepcionaba las expectativas que había presupuesto para su hija. Y el sentimiento negativo nos alejaba con un abismo amargo que se acrecentaba en mí con el fastidio que me proporcionaba su danza, pues me llenaba de vergüenza ajena. Entonces la anciana arrastraba la ola doble de sus posaderas, agitaba unas panderetas invisibles sobre su cabeza cana, rebullía los hombros e impostaba una sonrisa beata que lastimaba a su edad. Y yo llevaba diez años asistiendo al triste espectáculo de la viuda cuyos invitados, un montón de aprovechadores, miembros conspicuos de la aristocracia de la provincia de cielos húmedos y casas de bahareque con olor a ceniza y a mal de tierra de la colonia, estimulaban la pantomima.
Muchas veces quise imponer mis derechos de macho, pues también tenemos, pero mi mujer era inflexible y fui vencido siempre por los arcaicos recursos femeninos: suspiros, mohines y francas protestas, y las acusaciones de egoísmo, y acabé detrás del timón rumbo a las llanadas al cabo de las cuales estaba situado el establo de la señora. Hay males que duran cien años como ella. Pero mi cuerpo dejó de resistir esa navidad y contra las manipulaciones de mi mujer me mantuve en mis trece. Propuse que nos quedáramos disfrutando la casa que yo acababa de construir en esa montaña empinada y silenciosa; pregunté por qué una pareja no puede darse una navidad lejos del telarañero de las familias y gastar su diciembre ajustando una biblioteca, oyendo unos discos recién comprados y disfrutando de la ciudad vacía. Y añadí una ironía: este año voy a privarme del gusto de ver a tu mamá. Lo cual provocó la reacción esperada. Puertas azotadas por el viento de unos gemidos y un plato roto. Pero aunque todos los héroes homéricos me hubieran retado armados hasta los dientes yo hubiera mantenido en mi decisión. Y mi mujer partió sola después de arrojar con rencor un maletín dentro del automóvil. Y me dispuse a vivir un 24 de diciembre distinto en una década.
Como ninguno de los amigos que llamé para que me ayudaran a celebrar mi viudez transitoria estaba disponible y pienso que comer solo se parece mucho a la miseria invité a mi vecino Benito. Un hombre misérrimo que vivía con una hija afásica en las lindes de mi granja en el páramo. Bajé a Bogotá, me aprovisioné de quesos, jamones, salamis, pimientos encurtidos, aceitunas rellenas, un par de botellas del mejor brandy y otras gollerías, y le compré un sombrero a Benito y a su niña una muñeca de fique.
El era un muchacho descarnado, lleno de pecas, de veinte años. Jamás había pisado la escuela ni había visto una ducha funcionando a juzgar por la costra de tierra y sabía montones de historias de aparecidos y fantasmas. Benito desdeñó los quesos, saben a jabón, me dijo, las carnes resultaron impenetrables para sus dientes podridos, calificó las aceitunas y los pimientos de vomitivos, pero le hizo el honor al brandy. Al primer trago sus ojos grises alumbraron con una alegría nueva. Pero al segundo brilló una luz malsana en su mirada y al tercero se lanzó a una diatriba contra la vida con mucho esparcimiento de saliva y mucho manoteo. Y al cuarto se entregó a una espantosa expresión del autodesprecio.
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Jamás había conocido una persona que se sintiera tan poca cosa, sin porvenir, sin un pasado que valiera la pena recordar. Al quinto brandy, Benito se puso francamente malo. Y descargó su alma de siervo de la edad media sobre mí. Confesó que se odiaba a sí mismo, y dijo que él valía menos que un gato, que detestaba el nombre que le habían puesto en la pila y que su padre le daba asco tanto como su madre de quienes conocía sus detestables secretos. Solo quería morirse. No se había matado por temor de Dios. Y por eso andaba armando camorra los domingos por las tiendas veredales, con la ilusión de que alguien le hiciera el favor de acabar con su vida. Sus ojos daban vueltas en las órbitas cuando me rogó con serenidad. Usted debería hacerme el bien. Si no se siente capaz, puedo decirle lo que pienso de usted y usted decide. Su actitud me aterró. Y di por terminada la fiesta con su amenaza.
Le dije que mejor fuera a ver a su niña que quizás se había despertado. Y él se incorporó tambaleando y sacó fuerzas para llegar a la puerta. Allí, en el umbral le agradecí su compañía y lo abracé compadecido. Sentí que pesaba como una piedra del paisaje. Y él se arrodilló lentamente y se marchó gateando bajo las estrellas de diciembre que en el páramo parecen diamantes incendiados. Lo seguí con la mirada hasta que llegó a su casa. Y allí rasguñó la puerta como hacen los perros. Y arrastrando la lengua por el piso, clamó: Hermencia. Abra que me estoy muriendo.
Eran las tres de la mañana en el reloj de la cocina cuando entré en la casa. Me serví otro trago. Y puse al tocadiscos el Oratorio de Navidad de Juan Sebastián Bach. Y me sentí culpable por tanta belleza y tanta piedad en nombre del autodesprecio de Benito, que maldecía su suerte comenzando por el nombre que le pusieron, siguiendo por su cuerpo descarnado y su lugar lleno de desventajas en este mundo, y que había amado a sus padres, según me dijo, hasta cuando descubrió que se convertían en ratones por las noches para saquear las despensas del vecindario.
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