Me desperté de repente, sintiendo una presencia en el cuarto. Por la ventana (cerrada) se filtraban los acordes del Jingle bells, en versión de Frank Sinatra. Me incorporé a medias, y vi, sentado al borde de mi lecho, la figura de un visitante. Aunque soy ateo confeso, no pude evitar reconocerlo, a pesar de que su aspecto no era el de un niño; lucía casi adolescente, vestía un chaquetón de dril, camisa a rayas, jeans, y calzaba tenis marca Nike. Su aparición me intimidó, temiendo lo peor.
—No temas —me dijo, como si leyera mi pensamiento—. No he venido a llevarte. Yo estoy al margen de esos asuntos.
Tranquilizado respecto a ese punto, cobré ánimos para preguntarle:
—Y entonces, ¿qué te trae a mi casa, Joven Jesús?
—Solamente quiero que me dediques un libro tuyo —respondió. Y, sacando un libro del bolsillo de su chaqueta, me lo tendió sin añadir palabra.
Escribí una dedicatoria convencional, y firmé con mis iniciales, F. V.
—Pero —alcancé a musitar—, se trata de un libro muy anticlerical...
El Joven Jesús sonrió. —Esos son mis favoritos —dijo.
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CODA
En sus bellos cuentos de Navidad, Charles Dickens nos entrega el sabor y el olor de su Londres del siglo XIX. Yo, que estoy leyendo a Jaime Jaramillo Escobar, quisiera leer un cuento suyo sobre la Navidad, con olor al suroeste antioqueño, a su río Cauca, a sus pastizales de Yaraguá (los de Jaime). Qué linda historia le saldría, a este yerbatero que no vende nada, ni siquiera belleza, porque la regala. Juan Carlos Orrego. Elkin Restrepo. Fernando Mora Meléndez.
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