Tres disparos acallan la voz de Ignacio Paniagua.
— ¿Eso es pólvora?
Se levanta de la silla con agilidad, pese a sus 74 años, y guiña un ojo contra la rendija de la puerta.
— No. Eso es bala —responde mientras retoma su lugar en la sala, a un costado de la radiola que compró en 1977 y en la que suena un porro con nitidez—. Es que esto ya no es como antes.
Tiene buen oído. A la edad de 25 años —ya un poco mayorcito, dice— , se dedicó a tocar trompeta, integró orquestas, amenizó fiestas y fue director de banda. Por ello sabe bien que los estallidos que acaba de escuchar no pertenecen a alguna celebración pirotécnica promovida en la parroquia San Vicente Ferrer, a unas cuadras de su casa. Son otro más de los enfrentamientos que las bandas armadas de Medellín pactan constantemente en La Loma, una de las 17 veredas del corregimiento de San Cristóbal.
Desde allí Medellín se ve como una postal, los sonidos tienen un eco particular y buena parte de sus habitantes un oído agudo. Esa cualidad fue heredada de generación en generación a los integrantes de la familia Paniagua, la estirpe de Ignacio.
— Aquí, antes, los únicos sonidos de esos que escuchábamos eran los de los voladores en las fiestas parroquiales —recuerda.
Cuando apenas era un adolescente veía la romería que los rezanderos de la Loma hacían cada enero. Tras el sol inclemente de fin de año, que secaba las tierras de los agricultores, el cura de entonces llamaba a los fieles a una peregrinación que atravesaba media ciudad y que invocaba las lluvias de febrero.
Desde las siete de la mañana, la pólvora anunciaba la rogativa. Adelante se abría paso, entre la creciente Medellín, el pesado cuadro de San Cristóbal, magullando los hombros de los cargueros. Atrás, la Banda Paniagua o la Colón América —ambas integradas por primos, tíos y hermanos—, amenizaban con pasodobles, pasillos o marchas el largo recorrido del santo hasta el barrio Belén, a varios kilómetros de distancia.
Por aquel entonces, Medellín era apenas un proyecto de ciudad, apacible aún. Así que quienes se quedaban en sus casas le seguían la pista a la procesión gracias al sonido de las trompetas, los clarines, el bombo y la pólvora. A eso de la una de la tarde los rezanderos llegaban a su destino final; allí dejaban el santo hasta días antes del Miércoles de Ceniza. Entre la romería de fieles se les veía llegar a la veintena de músicos, exhaustos tras horas y horas de interpretar sus instrumentos.
Más de seis décadas después, un automóvil rojo parquea a un costado del Hogar de los Desvalidos, allí mismo en Belén, en el suroccidente de Medellín. La treintena de ancianos observa con misterio a los cuatro hombres vestidos de negro que descienden del vehículo. Luego, cuatro más se les unen y en plena acera descargan el bombo, sacan de la funda los platillos, centellea con el sol de la tarde el bombardino y suenan las primeras notas de la trompeta y el clarinete.
Casi todos los de negro son descendientes de los músicos que acompañaban a San Cristóbal en su recorrido. Raúl Paniagua, primo segundo de Ignacio grita "uno, dos, tres", y los músicos cruzan el portón del ancianato y llegan hasta la sombra que ofrece el mango del patio. Los aplausos de los viejos se confunden con el sonido de la trompeta. La Vaca Vieja, el tradicional porro de Rufo Garrido y su orquesta.
Aunque hoy Raúl le saca sonidos a los platillos, siempre le huyó a la música y se dedicó, durante 26 años, a la locución en la emisora de música popular Voz de las Américas. No en vano, con sus consignas "¡happy show!", "¡Revuele mija que la mata mendo!" y su giro tipo Don Francisco, presenta eventos y anuncia músicos y grupos de baile en La Loma.
Con su tono protocolario, propio de sus años frente al micrófono, cuenta que su estirpe proviene de un grupo de esclavos propiedad de una familia de colonizadores que se asentó en las tierras donde hoy es La Loma. Por allí, agobiadas por la lejanía de Santa Fe de Antioquia y otros municipios del occidente antioqueño, se cruzaban permanentemente las recuas de mulas cargadas con productos agrícolas que abastecían la Villa de la Candelaria, como se llamaba entonces Medellín.
Lo escuchó él de sus abuelos: los españoles alimentaban a sus antepasados con pan y agua y de ahí salió su apellido. Según cuenta el locutor, hoy jubilado y manager de La Paniagua, a los esclavos les dio por formar una chirimía: en el monte cortaron cañas de guadua con las que fabricaron flautas; y con la piel templada de animales muertos construyeron tambores y revivieron sus ritmos africanos. Así nació una tradición que se mantiene viva en La Loma.
Desde allí han viajado los músicos para presentarse en el Hogar del Desvalido, contratados por una vecina del lugar para recrear a los ancianos. La última de sus presentaciones fue hace dos meses en la Parroquia de Nuestra Señora de Las Lajas, en el barrio Castilla.
—Una presentación de nosotros es como la muerte: llega cuando menos pensamos. La gente ya no contrata bandas —dice Gustavo Paniagua mientras toma aire después de la primera tanda de porros. Es hermano de Raúl, interprete del saxofón y director de la agrupación.
En una de las paredes de su casa cuelga una imagen de aquella época en que La Paniagua era la única banda musical de Medellín. En la fotografía, tomada en el barrio La América, el padre Nicolás Ochoa está custodiado por dieciséis hombres, perplejos mirando el lente. Todos ellos descendientes de José María Paniagua —pariente de Narciso, el esclavo fundador—, quien junto a Dolores Pizarro, dieron origen a más de una cincuentena de músicos.
Pedro Pablo, el que sostiene el requinto en la fotografía como si estuviese petrificado, fue el director hasta 1948 de esa generación de hermanos, primos y tíos que se llamó Banda Paniagua La Grande. De ella, así como de sus antepasados, poco se conoce. Tal vez sea la fotografía la única pista que da fe de que en 1926, cuando fue tomada, la banda celebró su primer centenario. Por eso ahora Gustavo, Raúl y los demás llevan en sus camisas estampado el memorable año: "1826".
Sin embargo, su estatus de exclusividad en la ciudad terminó con la muerte, en 1930, de Faustino Paniagua, hermano de Pedro Pablo. Tres años después de que el músico sucumbiera, su hijo Faustino, quien también pertenecía a La Grande, decidió aventurarse y montar su propia banda. Sin compromisos ya con su padre, y aún con el riesgo de que sus familiares se resintieran no sólo por su deserción sino también por convertirse en su competencia directa, Tino —como era conocido—, montó la Banda Colón América.
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Carmen Paniagua aún no cumplía un año de vida cuando Daniel, su padre, fue fotografiado; era apenas un muchacho. Él y dos de sus hijos también desertaron de la legendaria banda y se unieron al emprendimiento de Tino. A la casa de Carmen —de 86 años de edad—, se llega por un sendero estrecho y con una seña sencilla: "¿dónde es la casa de Las Paniagua?" Fue construida hace más de cien años en el corazón de San Gabriel, el sector encumbrado de La Loma.
Tras el pelo encanecido, recogido a la altura del cuello, y el traje negro que honra la memoria de su marido, se esconde la adolescente que escoltaba a los músicos durante las procesiones, tarareando la Marcha Zacatecas. Confiesa que le hubiera gustado pertenecer a la banda o al menos tocar un instrumento. Pero esa fue siempre una posibilidad remota para las mujeres de los Paniagua.
Parada en el corredor de su casa, traza una línea imaginaria sobre la carretera que conecta al Corregimiento de San Cristóbal con la ciudad. Por allí, cuando aún era un camino de herradura, bajaban más de una docena de tíos, hermanos y primos con sus instrumentos al hombro. Luego tomaban el tranvía que los llevaba al centro de la ciudad.
Fortunato —tío de Carmen y padre de Ignacio—, algunas veces hacía el recorrido tocando el redoblante y los noveleros salían de sus casas a mirar al músico, quien también dejó a la tradicional Banda Paniagua para embarcarse en La Colón América, llevando consigo a tres de sus hijos.
— Mi papá era Fortunato y mi hermano José Fortunato —explica Ignacio mientras se repone de los disparos que acaban de sonar a unas cuadras de su casa—. Un día José puso la trompeta sobre la cama para fumarse un cigarrillo y yo intenté sacarle un sonido, pero no fui capaz.
—Oís Ignacio, ¿y vos por qué no aprendés a tocar? —dijo José.
A pesar de sus 25 años, Ignacio, bendecido con el apellido musical, estuvo preparado para el público dos años después.
Esposa de Fortunato y madre de cinco hijos, cuatro de ellos músicos, Mercedes conocía como nadie las buenas y malas notas de la música. Por ello cuando Ignacio le pidió su bendición para irse a la primera presentación, la mujer puso el grito en el cielo: "te vas a perder en el licor", dijo. Para entonces, la Colón América ya cumplía casi tres décadas y sus miembros habían terminado por buscar el sustento para sus familias a través de la música.
Así que además de tocar marchas en fiestas patronales en los pueblos de Antioquia, el padre y los hermanos de Ignacio salían cada noche a "buscar vida". Lovaina era entonces "el barrio de mujeres públicas de lujo de ese delicioso Medellín de los decenios 30 a 50", como lo describió el escritor Jorge Franco Vélez en su novela Hildebrando, conocida también como La biblia de los alcohólicos. En ese sector de la ciudad, donde se concentraban las casas de prostitución — varias de ellas de alta alcurnia e intelectualidad—, también se reunían los serenateros.
Alfonso Paniagua —trompetista, mariachi y ex integrante de la Banda Paniagua—, recuerda que en las madrugadas de los lunes, cuando los músicos volvían de una noche de trabajo y pasados de copas, se encontraban en el camino de La Loma con los albañiles y obreros que madrugaban a sus trabajos. El encuentro resultaba catastrófico, pues ni los músicos retornaban a sus casas, ni los empleados a sus trabajos: ambos se quedaban tomando licor.
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Así que la preocupación de Mercedes de que su hijo cayera en el licor empujado por la música, no eran para menos. Sin embargo, esa noche Ignacio cumplió la cita con los Bachilleres del Jazz, una nueva orquesta que se conocería luego como el Combo Di Lido.
Tres años después el músico se unió también a la Colón América, la banda de la familia. Por aquella época, recuerda Ignacio, "Medellín era la meca de la música". En los albores de la década de los sesenta, la ciudad se había constituido en el centro de la industria musical del país gracias a Discos Fuentes, la reconocida disquera que abrió en 1954 el cartagenero Antonio Fuentes.
La presencia de Fuentes en Medellín provocó que agrupaciones costeñas como la Sonora Dinamita y los Corraleros de Majagual, trajeran sus ritmos a la ciudad, compitiendo con las rancheras y el tango, géneros que se habían ganado un lugar en los tocadiscos paisas. Además, los cuatro años que el compositor e intérprete musical Lucho Bermúdez vivió en la ciudad, inspiraron una oleada de nuevas orquestas como los Teen Agers, Los Golden Boys, Los Black Stars, Los Hispanos y el Combo Di Lido. La Colón América y La Paniagua no se quedaron atrás e incorporaron en su repertorio el ritmo costeño.
Por esa época aprendió sus primeras notas el trompetista más prolijo de los Paniagua: Ramón Darío Paniagua Álvarez. Es el hijo pródigo de la división de los Paniagua: su madre era descendiente de Brígido Paniagua, del linaje que mantuvo viva la legendaria banda; su padre era Ramón, uno de los desertores que conformó la Banda Colón América.
Cualquiera podría decir que esa combinación hizo de Ramón Darío un predestinado. La hipótesis podría reafirmarse si se tiene en cuenta su trayectoria como músico, que abarca 46 de sus 54 años. Es conocido como uno de los mejores trompetistas de Medellín, hace parte de la Orquesta Filarmónica de la ciudad y fue fundador del Quinteto de Bronces.
Cuando apenas tenía ocho años su papá lo puso a repasar el pentagrama hasta que su dentadura estuviera en el lugar que ocuparía el resto de su vida. Luego lo envió a vivir a La Loma para que Ignacio, su tío, le enseñara a tocar trompeta. A los 14 años, su padre lo llevó a la Banda Sinfónica de la Universidad de Antioquia en la que, poco tiempo después, Ramón Darío ocupó el lugar que dejó el trompetista que se fue de gira a México con los Corraleros de Majagual.
Ramón, que ha recorrido el mundo sacándole sonidos a su trompeta, descubrió que el apellido Paniagua no es exclusivo de La Loma. Su origen es castellano y según registros heráldicos es originario de León, uno de los reinos medievales de la Península Ibérica. Allí donde los caballeros hidalgos, favoritos del rey, eran llamados "paniaguados". De ellos surgió el apellido que luego llegó al Nuevo Mundo.
Según el trompetista, los amos de sus antepasados esclavos no sólo les dejaron sus tierras, sino que también les dieron su apellido, del que dice, tiene un poder musical. No en vano, su prontuario como intérprete incluye a los grupos Galé, El Tropicombo, Fruko y sus Tesos, el Combo de las Estrellas, Frenessí y, por supuesto, las que fueron su escuela: la Colón América y la Banda Paniagua.
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A diferencia de los músicos de la Colón América, que se dedicaron a buscar el sustento con serenatas y animando fiestas, para los integrantes de La Paniagua la música siempre fue una "entrada extra" y un gusto personal.
—Nosotros siempre nos dedicamos al trabajo independiente, como los papás de nosotros que cultivaban la tierra. En cambio ahora ni podemos ensayar, porque ya todos trabajan en empresas y no les dan permiso —dice Gustavo, minutos antes de clavar la mirada en la partitura de la Feria de Manizales, el pasodoble que pone a dos ancianos a dar vueltas en patio.
Su hermano Norberto también perteneció a la banda desde los años cincuenta, cuando el bombero de entonces se reveló y no quiso reparar el tambor. Hace cinco años, tras sufrir una infección le amputaron la pierna derecha, por lo que no puede participar en las presentaciones. Hasta principios de los noventa la banda recorrió buena parte de las fiestas patronales del departamento y acompañó las procesiones de Semana Santa en El Santuario, Marinilla, Rionegro, la Ceja, El Peñol y Santa Fe de Antioquia. "Aguardiente es el que nos aventaban los alférez", recuerda Norberto. Hasta entonces los músicos lograron mantener un grupo de al menos 15 integrantes.
— Ahora es muy duro que salgan presentaciones. Y si salen, lo que pagan no alcanza para repartirlo en más de diez músicos —advierte Norberto.
Tiene razón, el decaimiento de hoy de la Paniagua y la Colón, no solo tiene que ver con la evolución del contexto musical, con que a los curas ya no les alcancen los diezmos para contratar este tipo de agrupaciones o que, sencillamente, hayan pasado de moda en medio del reggaetón, los conjuntos vallenatos, las chirimías y los mariachis. En esa cruenta competencia están también las bandas municipales, que desde 1978 fueron promovidas como mandando departamental en más de 100 municipios antioqueños. "Si tienen su banda, ¿para qué nos van a llamar a nosotros?", dice el músico.
Ahora, además de Raúl y Gustavo — hijos del platillero Marceliano Paniagua— solo cuatro miembros de la familia tocan sus instrumentos en el patio del Hogar del Desvalido. Ramón Ángel Paniagua, plomero de oficio e intérprete del redoblante, llegó a la banda en 1975 para ocupar el lugar de su padre Julio Paniagua, quien perteneció a ella durante 58 años.
Ramiro Paniagua aprovecha el descanso para ofrecer sus servicios en pintura, estuco y yeso de inmuebles. Su padre perteneció a la banda durante 42 años en los que interpretó el clarinete. "Yo en tres meses, cuando arregle el clarinete que me dejó mi papá, les entrego el bombo. ¡Eh!, ese instrumento es un monstruo: en Semana Santa, cuando se moja, pesa como cien kilos. Y cargar eso en las procesiones es muy duro", señala.
El encargado del saxofón es Iván Paniagua, quien carga en su billetera un recorte de prensa que exalta sus años de servicio en los Bomberos de Medellín. Durante treinta y un años se enfrentó a los incendios y desastres de la ciudad: "me tocó la época dura, cuando las bombas de Pablo Escobar", dice. Tras su jubilación, una sicóloga le recomendó que buscara un hobby que lo mantuviera distraído. "Yo le dije que entonces me iba a meter a la banda de la familia", cuenta, mientras acaricia el instrumento de viento con el que su papá, Jesús Paniagua, mantuvo a catorce hijos.
— ¡Gracias! No por abrirnos las puertas de su casa, sino por abrirnos las puertas de su corazón. La Banda Paniagua está para servirles—, dice con vehemencia Raúl, para darle paso a la pieza de despedida: Salsipuedes, el tradicional porro de Lucho Bermúdez.
El encargado de seleccionar la última tanda es Carlos Mario Cano Álvarez. Con veintitrés años de edad, es el "muchacho" de la banda y hace parte de la descendencia Paniagua: es nieto de Luis Ángel Álvarez Paniagua, quien fue director de la banda por 40 años. En medio del bullicio de sus tíos, sus palabras son pocas. Mientras esculca en la carpeta de partituras cuenta que pertenece a la Escuela de Vientos de La Loma, una de las 27 que tiene la Red de Escuelas de Música de Medellín, el programa de la Alcaldía.
Allí, en la Escuela de Música, 124 jóvenes y niños de La Loma le sacan sonidos a los instrumentos de viento como lo hicieron sus antepasados desde hace 185 años. A su cargo está Daniel Muñoz Paniagua, de veintidós años y prodigioso con la trompeta. Él, debe asegurase que los sonidos de los clarinetes, saxofones y tubas, suenen más fuertes que esos estallidos que acallaron las palabras de Ignacio Paniagua al inicio de este relato. Él, además, tiene un segundo apellido que le endosa una responsabilidad familiar: mantener el pulso musical de los pequeños Paniagua.
Es la misma responsabilidad que parece tener Carlos Mario. Mientras los otros músicos se apeñuscan en el automóvil rojo y les volean la mano a los ancianos, Gustavo señala al muchacho:
— Este es el encargado de seguir con la tradición de la banda — dice.
La afirmación la hace mientras le apunta con su clarinete, como si se tratara del rito de la Edad Media en el que los reyes le conferían la dignidad de caballeros a sus subalternos poniendo su espada sobre su hombro. El de Gustavo, es un acto digno de los "paniaguados".
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