Con el nombre erróneo del lugar pero con unas indicaciones que parecían no tener pierde (que por la 45, al frente del supermercado, un bar muy viejo y tradicional), mi padre, Carlos su infaltable amigo e integrante de las “tardiadas” y yo llegamos a la carrera 45 en Manrique no sin antes admirar la transformación que ha tenido el sector, antaño rumbiadero de la ciudad, y después de la perdida en carro por no saber que tan famosa vía cambió de sentido pues será dentro de poco exclusiva del Metroplús.
No fue difícil reconocer que el lugar que estábamos buscando era el Café Alaska, en la 45 con la 79, uno de los últimos templos del tango en la ciudad y que por más de setenta años ha conservado la tradición de un buen bar, un buen tinto, buena música y un buen chico de billar con los amigos de siempre. Bueno, me distraje bajo la lluvia mirando el letrero del Café y cuando entré vi que mi padre, que aunque jubilado conserva intactas sus dotes de periodista, ya estaba conversando con el dueño y que, además, ya me esperaba una Águila fría en una mesa chiquita de esas de bordes metálicos típicos de las heladerías viejas, frente a una pared repleta de cuadros de Gardel. Me senté y me di cuenta de que aproximadamente cada minuto pasaba a centímetros de mi nariz el taco de billar de un concentrado jugador que ni se inmutaba al esquivarme.
Adornado con numerosas fotos de cantantes y orquestas de tango, visitantes ilustres y un altar del Poderoso en el que sobresale un aviso que dice: Cuidado con hablar mal del DIM, el Alaska es un tradicional bar de pueblo incrustado en la metrópoli, de esos en los que, como dije antes, el tiempo parece detenerse, menos en el cuerpo de la mayoría de sus clientes, cada día más encorvados por los años. Yo no soy alto, pero para entrar al único orinal del Alaska hay que agacharse; puede ser que mientras más se doble el codo más bajito se vuelve uno, por mirar cada vez más el suelo de descoloridas y viejas baldosas verdes y amarillas.
Hoy por hoy, el café más tradicional de Manrique se destaca a simple vista por preservar la memoria colectiva del barrio, y es conocido por los que saben y les interesa, como el foco de una larga tradición de tango, de arrabales y milongas. Si usted es de los que dice que en Medellín se escucha mucho tango pero no tiene ni idea por qué ni en dónde, no es sino que se monte próximamente en un Metroplús, se baje en la 45 y sin necesidad de preguntarle a más de dos cristianos, se tope con la esquina de Alaska, entre tacazos de billar, ruidos de maquinitas tragamonedas y risas que se escapan de alguna partida de cartas y disfrute, así sea por una noche, de una porción de la ciudad que no se debería perder nunca.
Aparte de conocer el lugar y su historia, otro de los motivos por los cuales nos dirigimos con curiosidad a Alaska es que allí se encuentra una especie de museo de los más famosos y reconocibles, al menos para el café, sus clientes regulares, y algunos locos y borrachos furtivos. Todos ellos han sucumbido al alcohol y en brazos de Morfeo, presos de las risas de clientes y amigos, son víctimas del ojo periodístico de Gustavo Rojas Zapata, dueño del lugar, quien se apresura a sacar su cámara Olympus para tomarles una delatadora fotografía que irá a formar parte de la colección de cabizbajos y boquiabiertos.
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Narizones, cumbambones, de cachucha, calvos, bigotones, barbudos, muecos, desquiciados y hasta un perro hacen parte del patrimonio del Café Alaska que, de día o de noche, se dejaron pillar en flagrancia mientras dormitaban. Bajo frases como Soñar no cuesta nada o Bienvenidos al festival del sueño pasan a formar parte de la historia del lugar, que es la misma del barrio, o si se quiere, de la ciudad.
Gustavo, que desde hace catorce años quedó en poder del café tras la muerte de Luis Eduardo Cardona Giraldo, el fundador y administrador por más de 54 años, comenta que como dice la canción, vallenata por cierto, “al que se duerma lo motilamos”, que en este lugar todos son amigos o conocidos y que al son de los exactos 38.457 tangos repartidos en discos y mp3, todos se la pasan felices los 7 días de la semana hasta altas horas de la noche, exactamente cuando, según él, se ve solo y llega la hora de cerrar.
Mientras yo me entretenía recorriendo el pequeño lugar, mirando cuadros, viendo a los clientes degustar un aguardiente o jugar billar y tomando mis fotos, mi padre se dedicaba a hablar con Carlos y con Óscar, un colega conocido que casualmente se encontró allí y que jura que el Alaska es casi su oficina y que pasa las noches en este bar aunque no se toma un trago casi nunca, lo que es fácil de creer porque saboreaba una aromática a pesar de ser un lluvioso viernes, idóneo para cualquier excusa que justifique unos tragos.
Regresé a la mesa tras admirar un cuadro en el cual uno de los clientes, al parecer experto billarista, hace un acrobático “tacado escorpión”, pues así dice el pie de foto. No sabía que el hombre se encontraba allí jugando cartas hasta que uno de tantos, que me vio enfocar la cámara hacia el cuadro, le dijo en broma que se iba a hacer famoso.
Carlos, que a diferencia de mi padre y yo, cerveceros hasta el cansancio o mejor hasta el embuche, ya se había pasado para un aguardiente de esos que se toman de a traguito (inconcebible manera de ingerir para mi gusto y estómago), me dijo algo que me llamó mucho la atención: que era evidente el ambiente amable y cálido del lugar, puesto que a pesar de ser extraños, llegar haciendo preguntas y disparando la cámara, todos nos trataron con amabilidad; que por ejemplo, al tomar una única foto con flash, uno de los jugadores de la partida de billar se distrajo por un segundo mirándome mientras sin darse cuenta hizo una carambola y su contrincante en señal de juego limpio le preguntó: ¿No la viste? Cualquiera habría aprovechado la ocasión para sacar provecho.
Al preguntarle a Gustavo si había escuchado algo sobre Patrimonio Cultural, extrañamente nos contó que no conocía sobre el tema, pero que alguna vez estuvo el actual secretario de Cultura Ciudadana con una comitiva grande y le dijo que el lugar era digno de conservarse. Nos pareció curioso, teniendo en cuenta que era ése el principal motivo de nuestra visita.
Antes de irnos, pensé en cuántos de mis amigos estarían allí inmortalizados en el museo de borrachos famosos, de haber tenido allí una tarde de cervezas, de esas que se pasan para aguardiente y que terminan con degustación de chucherías mientras se resopla fuertemente un tufo que espantaría a cualquiera de los locos de la foto al lado del orinal no apto para altos. Hasta yo podría figurar allí. Pienso hacer por lo menos el intento.
Luego de tomarnos el arranque, es decir, la última cerveza y el último aguardiente, nos despedimos de Gustavo, quien amablemente me dio su teléfono por si necesitaba algo respecto a esta crónica que acaban de leer y que, si les interesa, puede servir de motivo para conocer esta maravillosa esquina que evoca tiempos lejanos, que sabe a tinto o a trago dependiendo del gusto o de la hora del día, y que exhibe un simpático letrero arriba del mostrador lleno de discos arrumados, y que reza en lunfardo: Café Alaska, disfrute de un gotán.
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