El pasado 7 de noviembre en París, Colombia fue elegida en la asamblea de la Unesco para hacer parte del Comité Mundial de Patrimonio. Mientras la página del Ministerio de Cultura rebosaba de mensajes de felicitación por este hecho, unos pocos se sorprendían de una coincidencia: los únicos países de América que hacen parte de dicho comité son ahora México y Colombia. Los más fustigados por las guerras del mercado de la droga tienen ahora que velar, junto con otras naciones del resto del mundo, por la custodia de los bienes culturales.
Ellos pueden poner o sacar de la lista los objetos que consideren dignos de protección para el legado cultural de la humanidad: una mezquita de Tombuctú, una mazmorra en Jamaica, un dialecto perdido del Amazonas. Esto habla bien de esos dos países, quiere decir que en ellos hay gentes expertas e interesadas en preservar las obras que recuerdan el paso de los pueblos por esta tierra. También quiere decir, de algún modo, que en México y Colombia hay conocimiento en el asunto. Pero además hay otras coincidencias en sus historias; muchos de sus tesoros culturales han sido destruidos, robados o simplemente arrasados por las ideas modernizadoras o la voracidad de los gobernantes en fila.
México tiene que exhibir una copia de mentiras del penacho de Moctezuma, que el último emperador azteca le entregó a Cortés, porque el original aún no ha sido devuelto por el gobierno austriaco. Colombia perdió el 85 por ciento de los tesoros de la cultura Malagana porque los mafiosos del Valle los exportaron a Europa, aunque dejaron algunos “muñecos de oro” para que sus queridas los lucieran. Los anteriores son ejemplos sueltos de la pérdida del patrimonio cultural material, pero los que saben de esto nos recuerdan que hay otro, el inmaterial: una receta de cocina, una técnica artesanal, una jerga callejera pueden ser dignos de preservar.
En Medellín nos vemos en aprietos cuando un turista nos pregunta por el casco histórico, que se resume en unos rieles oxidados del viejo tranvía y la iglesia de La Candelaria. Parte de nuestro patrimonio arquitectónico fue lo que el Metro se llevó; pero mucho antes, con el plan territorial del cincuenta, ya se habían desplomado y lamentado otro tesoros: el Teatro Junín, el Palacio Arzobispal, el Hotel Europa.
Quedan sus postales y unas pocas lágrimas de historiadores como Byron White que recuerda calles invisibles para lectores desmemoriados. Algunas escenografías, como el Pueblito Paisa y Tutucán, son apenas el remedo de patrimonio que se construye para reemplazar, de modo culposo, lo que se ha destruido.
Se supone que la consigna de proteger lo que aún perdura está en manos de entidades como la Unesco, que en sus asambleas generales llaman la atención a los estados sobre esta necesidad. Los países a veces toman nota y entonces nacen programas como el que se montó en Medellín con el nombre de Vigías del Patrimonio.
Según nos cuentan los funcionarios del proyecto, una de las cosas más difíciles ha sido justamente hacer entender cuál es el patrimonio cultural de Medellín. Se puede ser elocuente al decir que el ladrillo patrimonial de las iglesias se lo consumen noche a noche los drogos callejeros que lo mezclan con bazuco, por ejemplo. Pero es difícil que en algunos sectores se logre aceptar que el patrimonio de una ciudad no son sólo los bienes materiales y la riqueza (“…aquí no hay nada de eso, aquí apenas tenemos la Biblioteca y el Metrocable”). En el otro extremo de la confusión están los que piensan que patrimonio cultural puede ser algo que ni a un director de cine surrealista se le hubiera ocurrido: El Museo del Buñuelo.
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Unas damas de El Poblado piden que se remueva el pavimento de la Calle de la Buena Mesa y se vuelva a poner el empedrado que había antes, cuando aquella vía se llamaba La Calle del Carretero, y andaban por ella los tranvías de mulas hasta Copacabana. Otros han clamado para que se destape la Quebrada Santa Elena que pasa, como muchos saben, por debajo de la Avenida La Playa: un paraje solariego en su época, sin duda; pero también un foco de infección que ayudó a difundir la fiebre tifoidea en la Bella Villa de los años veinte. La idea del patrimonio se torna en ambos casos un empalago melancólico que parece cantar con Jorge Manrique: “Todo tiempo pasado fue mejor”.
Esta idea del patrimonio como amor despechado por el pasado hace ver coherente el hecho de que las calles, los bares y cantinas de la vieja bohemia sean muy valorados como riqueza cultural. Será porque en ellos se fraguaron las grandes ideas del progreso que acabaron con el otro patrimonio, o porque como dice el filósofo de Envigado: “Casi nada importante puede hacer un antioqueño sin un aguardiente al lado.” Dicho a palo seco, no podemos ignorar que este patrimonio etílico ha hecho posibles obras como el Puente de Occidente o la poesía de León de Greiff.
Lo inmaterial puede ser tan largo de enumerar como de preservar. En el mismo cajón cabe un ritmo folclórico, una fiesta popular, la ceiba del parque, una verja de hierro, la arepa de huevo. Se entiende que todos son saberes y sabores que viajan en el tiempo de una generación a otra y que en ellos los pueblos recuerdan su origen, su atuendo y sus máscaras propias. Ellos nos dicen cómo han vivido su historia con minúscula en cada esquina del barrio.
Los entendidos aseguran que hay cosas más importantes que otras a la hora de salvaguardar el patrimonio. Y es por eso que a los objetos menores los han llamado patrimonio prosaico. Sólo que hemos visto cómo en los desastres del país, alguien prefiere salvar una glosinia sembrada en una lata de galletas, una foto, a todos sus enseres juntos. Lo que permite reconstruir toda una época, puede ser un objeto de apariencia inservible. En la tragedia de Machuca un hombre reconoció su casa por el hallazgo de un botón. Y Borges, el memorioso, recupera su barrio a partir de cosas nimias.
A la hora de definir lo inmaterial podemos entrar en el mismo berenjenal en el que se enzarzan los eruditos para definir qué cosa es cultura, hasta que rendidos de conferencias, nos conformamos con la vieja y buena máxima: “cultura es lo queda después de haberlo olvidado todo”.
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