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La hija del escritor
Ignacio Piedrahíta. Ilustración José Sanín
Rio de Janeiro. Sede de la Academia Brasilera de Letras. Homenaje al escritor João Guimarães Rosa, quien celebra desde la tumba más de cien años de haber nacido. Preside la mesa el señor Cícero Sandroni, máximo representante de la ABL. A su lado derecho se encuentra el palestrante de la reunión, el profesor Adriano Espínola, y a su izquierda el coordinador del presente ciclo de conferencias, Ântonio Carlos Secchin, de unos cuarenta años, afeminado y sonriente. Los tres esperan, al igual que el público, a que la señora Vilma Guimarães, hija del homenajeado escritor, haga el corto recorrido que hay entre la primera fila de butacas del auditorio y la única silla vacía que queda en la mesa, junto a Secchin.
Doña Vilma, menuda y entrada ya en años, da un beso a su esposo, el señor John Reeves, y se encamina hacia el estrado. Su andar es suficientemente lento como para que el público pueda observar el esplendor de su vestido en rojo y oro, tipo sastre, cuyas solapas están hechas de esa piel usada antiguamente por los reyes: blanca, felpuda, con puntos negros —que en su versión original correspondían a las patitas del animal que la había enajenado—. Los ojos de los presentes la siguieron con admiración, tal como mira un hombre a los hijos de su amigo de infancia: buscando encontrar en ellos rasgos inciertos de su padre.
Más llamativa que el vestido, sin embargo, resulta ser la cartera de piel de onza de doña Vilma, que viene a cobrar protagonismo cuando ella la pone sobre la mesa, justo delante del rótulo de cartulina con el nombre del señor Secchin. Este, que ha corrido la silla a la hija del escritor con gestos fluidos y elegantes, intenta arreglar las cosas con disimulo. El público sonríe condescendiente ante el descuido de la mujer y la habilidad del anfitrión, sonrisa con la que se encuentra doña Vilma cuando levanta la vista al auditorio. Sin importar el origen de las caras alegres, una empatía inmediata e inquebrantable se crea entre ella y los lectores de su padre.
El acto comienza con una presentación por parte del anfitrión, luego el presidente pronuncia un discurso simple pero comprensivo, y finalmente el profesor lee una ponencia que algunos expertos mezclados entre el público felicitan o critican en voz baja, pero que ninguno se atreve a calificar de breve. Pero es a doña Vilma, la misma sangre del escritor, la joya de la corona, a quien todos hemos estado observando con una mezcla de devoción y ternura. Hemos visto cómo ha escuchado a cada quien con la atención sentimental del que sabe las raíces más hondas de los temas que se van tocando en la obra y vida de su padre. La hemos visto, ante una frase elogiosa, parpadear de emoción como si se le secaran los ojos; en los momentos solemnes, tomar agua y enderezarse; en los difíciles, crispar sus dedos entrelazados que descansaban sobre la mesa. En algunos instantes, sin embargo, la mente de doña Vilma se ha ausentado, quizá recordando lo que no se puede recordar de un padre en esos momentos —o un pendiente en la lista del mercado—, pero pronto ha vuelto a su papel con una amplia sonrisa, como excusándose.
Entonces, llega el momento esperado: las palabras de la hija del escritor. Todos queremos escuchar al autor del Gran Sertón por medio de su hija más querida, la que leyó y corrigió sus manuscritos, la que fue su secretaria y consejera.
Doña Vilma arranca con una promesa loable: que no tardará más de diez minutos. Sin embargo, en el minuto cinco, cuando ya debería estar promediando su intervención, solo ha mencionado el proceso de fundación del pueblo de sus abuelos y está entrando en una ardua descripción de la pila bautismal en la que fue ungido su padre a principios del otro siglo.
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El público, sin embargo, se muestra comprensivo y trata de encontrar en aquel largo panegírico los adorables detalles de la vida del genial escritor que se revelan de tanto en tanto. Sonríe por ejemplo ante la respuesta del padre a su hija cuando esta le pregunta cómo ha podido escribir sobre ciertas partes del Sertón que no llegó a conocer: "Hija, mi Sertón es metafísico". Y, así mismo, ese público se declara admirado cuando cuenta una experiencia que tuvo Guimarães como embajador en Alemania durante el inicio de la Segunda Guerra mundial: …un día, cuando ha salido de casa a comprar cigarrillos, arrecia sobre la ciudad un bombardeo. Debe entonces entrar a un refugio antiaéreo y permanecer allí hasta que pasen los aviones. Al regreso, encuentra su propia casa destruida. "Hija mía", cuenta ella que le dijo su padre, "el cigarrillo ciertamente puede matar, pero esta cajetilla me salvó la vida». Los asistentes, agasajados, reímos ante esa muestra de inteligente humanidad.
La persistencia del más bello paisaje también llega a cansar: a más de media hora de haber comenzado, la hija del escritor levanta casualmente de la mesa su discurso impreso y deja ver el enorme mazo de folios que todavía le resta por leer. El público murmura, y el presidente, sobrecogido, le da la orden al joven anfitrión de pasarle un aviso.
Secchin, de una delicadeza inalterable, hace que toma nota mientras escribe el recado. Y luego, con un pase de prestidigitador, coge con una de sus manos el vaso de agua que le corresponde y con la otra le alarga el papel a doña Vilma. El público, que no ha perdido detalle, suelta una cariñosa carcajada, que se interrumpe cuando la mujer, avergonzada, se hunde en su propio asiento sin levantar la vista.
Apocada dentro de su vestido rojo —que ha quedado como una armadura, más grande que su cuerpo—, doña Vilma comienza a leer no solo de manera apurada, sino fuera de micrófono, saltando descuidadamente de folio en folio. Con esto, el paciente público pierde los últimos restos de concentración.
Los asistentes pronto se ven superados por su propio cansancio y comienzan a conversar unos con otros, incapaces de distinguir una sola palabra pronunciada por la mujer desencajada, oculta detrás de su cartera de piel felina. Desentendidos de la devoción que antes parecían mostrar por la hija del escritor, ahora parece que les estuvieran hablando de cualquier fulano. Incapaces de controlarse, algunos bostezan, otros tosen, muchos hablan casi en voz alta.
Sin embargo, doña Vilma continúa y a su modo llega por fin a la última página de su discurso, y lo que era una mujer pequeña y achantada, se trasforma ante el gran aplauso general en una dulce dama, menuda pero tierna, sonriente y feliz de estar allí compartiendo con los lectores de su padre. El presidente aguarda que cesen los aplausos para clausurar la sesión, pero le es imposible hacerlo, pues todo el mundo se pone de pie para ir a darle un abrazo a la hija del escritor y tomarse con ella una foto.
Ella, sabiendo lo difícil que ha sido poner de manifiesto esos amables recuerdos de su padre, llora y se deja fotografiar con quien desee. La fila es larga pero hay tiempo. En una esquina, con una sonrisa orgullosa, la espera su esposo el señor John Reeves, extranjero de nacimiento, para llevársela de vuelta a casa.
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