Una llamada al noticiero informó que las familiares del Presidente Virgilo Barco, secuestradas unos días atrás, habían sido liberadas en un barriecito del oriente. Fue uno de los primeros secuestros de “los extraditables”.
En el sitio indicado había un pequeño furgón y de su interior salían voces de mujeres que pedían ser rescatadas; nadie se anima a acercarse al carro pues tememos que sea una trampa y esté cargado con explosivos. Por un momento dejé de ser periodista y me concentré en la angustia de las personas encerradas en el furgón, sin saber dónde estaban, ni cuál sería su destino. Unos pocos curiosos se arremolinaban cerca al camioncito, impávidos, meros espectadores. En este pueblo siempre hemos sido morbosos, nos gusta ver la muerte, el dolor de los otros, pero además de morbosos, indolentes.
Empecé a pedir un tubo o una varilla para reventar el candado que aseguraba la puerta del furgón. Alguien, no sé quién, me pasó una pequeña barra y sin pensar si ese día sería el último, avance y reventé el candado. Un joven nunca cree que va a morir.
Las dos mujeres, una ya de edad, otra apenas una niña, salieron del carro y lloraban y me abrazaban, mientras los camarógrafos de televisión que ya habían llegado grababan lo que ocurría: así me convertí en héroe, pero desde ese día quedé marcado y planillado para ser testigo de primera fila del horror que vendría. Por azar, León Jairo Saldarriaga, a quien habían mandado conmigo para hacer el cubrimiento informativo, en medio de las carreras y el susto, dejó la grabadora prendida en una acera. Teníamos el registró sonoro de todo lo que había pasado: cinta sin fin que se repitió una y otra vez en la cadena, tremenda chiva y de pura chimba.
Ese día entendí que los héroes surgen de circunstancias fortuitas, son hijos del azar.
En esa época sabíamos que había noticia por el estruendo. Insensibilizados ante la muerte preguntábamos entre risas, “será Pablo o será Pedro”.
Hasta el sitio del estallido nos guiaba la columna de humo que subía hacia el cielo. Recuerdo, durante el mundial USA 94, cerca de la una de la tarde, la ciudad está sola, todo el mundo quiere ver el partido de la Selección que se juega a esa hora. El estallido estremeció esta villa de 21 grados de alcohol e inequidad y la columna de destrucción se elevó por las alturas, el hongo negruzco nos llevó hasta el sitio. Habían puesto una bomba en la estación de policía de El Poblado. Apenas estaban llegando los organismos de socorro, la calle estaba desierta: hierros retorcidos, vidrios rotos regados por todas partes, olor a pólvora, carros destruidos, y cerca de un teléfono público, el cuerpo destrozado de un hombre a quien la explosión sorprendió cuando seguro llamaba a su casa, a su esposa, a sus hijos, a una novia, a un amigo. La onda explosiva le había arrancado la cabeza. No recuerdo cómo se llamaba, pero ese es uno de los muertos que aún cargo a cuestas.
Una historia donde el leiv motiv era el mismo: matanzas en los barrios, bombas, jóvenes sacados de las discotecas y tirados en Las Palmas, bombas, matanza en Oporto, bombas, matanza en Villa Tina, bombas, entrega de laboratorios en las selvas de Urabá, bombas, entrega de un falso helicóptero de la policía en Urrao, bombas, llegaron Los Pepes, bombas, atentado al Mónaco, bombas, la cacería de Pablo, bombas, un abogado y su hijo asesinados en la Cola del Zorro, bombas, un prestante empresario y su hermano acribillados, bombas, Miriam Nassa, locutora del noticiero, destrozada cuando venía hacia el trabajo, bombas, 40 kilos de dinamita en una caja a la entrada de la emisora, bombas, dos periodistas amigos enredados con la mafia y muertos según su ley, bombas.
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Cuando la montaña de muertos era tan alta como el cerro Pan de Azúcar empezó a rumorarse la entrega de Pablo. Un día a las nueve de la noche supe de la cárcel de La Catedral y subí por una trocha que muy pocos transitaban. Nos topamos con un retén de hombres armados que preguntaban por radio qué hacer con unos “sapos periodistas” que habían llegado hasta la reserva La Miel, averiguando por la cárcel que se estaba construyendo; fui el primero en ser devuelto a punta de fusil... por sapo.
Desde ese día viví casi dos meses en la montaña, al pie de donde se construía el penal para Pablo, sin bajar a Medellín, sólo viendo la ciudad a lo lejos, durmiendo en un carro, levantándome a las cinco de la mañana a bañarme desnudo en una quebrada, desafiando el frío, antes de que llegaran los periodistas, que no se creían el cuento de que alguien estaba viviendo en medio de la nada, como asceta, esperando la llegada del santorum.
Ironías de la vida. De nada sirvió la larga espera y los sacrificios. El Patrón llegó en helicóptero y solo pude verlo desde lejos con unos binoculares, cuando barbado, envuelto en una ruana y usando una ushanka —un gorro de cuero que sólo había visto en las fotos usado por los líderes rusos— fue recibido por guardianes en posición de firmes. Una imagen que le dio la vuelta al mundo.
Después de la entrega, muchas veces vi subir el furgón donde le llevaban reinitas, modelos, trovadores, futbolistas… amigos y enemigos que acudían a La Catedral a una celebración o a confesarse antes de que el señor ordenara su partida al otro mundo. Estando allí me nació la idea de preguntarle al todo poderoso qué se sentía ser padre, hijo, espíritu santo, hermano, amigo y, sobre todo, ser señalado como un carnicero por su guerra contra el establecimiento. Con quienes subían en el furgón le envié una carta cargada de cierto temor e inquietudes sobre el horror que había tenido que presenciar en los últimos años: cómo se convierte uno en ángel y demonio, cómo puede uno dormir con tantos muertos a cuestas, qué esperaba del futuro quien convertido en un Dios decidía el destino de las gentes.
Y en el furgón me llegó la respuesta que nunca creí que llegara, con su firma y huella digital para que no quedarán dudas, carta testimonio de una historia negra cuyo final quedó trunco. Qué sería de este país si Pablo Escobar hubiera hablado ante los tribunales de sus cómplices entre militares, policías, políticos y empresarios. La carta nunca fue publicada hasta hoy, por que no era la carta del público, sino mi carta para intentar entender tanta destrucción y desquicio. Ya es hora de ir liberando los fantasmas.
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