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Número 24 - Junio de 2011   

Artículos
Anzuelo
Javier Gil Gallego. Ilustración Verónica Velásquez
 

La primera aproximación entre los sexos es igual en todas las etapas de la historia: el hombre avanza desorientado y la mujer aguarda. Él siempre da los primeros pasos, y ella muestra, de manera soterrada, el camino para poder guiarlo: una mirada, una sonrisa, una "voliadita" de cadera, etc. La mujer todo lo calcula.

En asuntos de mujeres, los hombres siempre somos unos incautos y el mercado se aprovecha de ello, apoyado en la publicidad. Mirada o mostrada de una mujer con poca ropa, nos están vendiendo algo, hipnotizados por una sonrisa en el más pueril de los casos, o por los senos y el trasero en el más común. En todas partes lo podemos ver, pero es muy notorio en las ferias que se realizan con regularidad en el Palacio de Exposiciones. Estaba yo desparchado en una de estas ferias, mirando las niñas que anuncian o sirven de gancho para vender cuanta bagatela existe y, de pronto, de frente, casi chocando con ella, me encuentro con un monumento a la carne, de uno con ochenta y cinco centímetros de estatura —de esas viejas que le quedan grandes a uno—, mirada de enamorada y sonrisa coqueta. Totalmente anestesiado, no me enteré cuando me sentaron, y me encontré de frente con una vendedora persistente, que no es la misma que me llevó hipnotizado —ella volvió a salir a pescar ingenuos, sirviendo de carnada—. Trato de levantarme pero la vendedora no se da por vencida, ofreciéndome un método de lectura rápida. Me puso a leer un párrafo, me pidió un resumen, me sentía como en el colegio, para luego soltarme esta cantaleta: Tenés problemas de comprensión, ya que son las mariposas las que sueñan con el paraíso, no los hombres… además leés muy despacio: apenas doscientas cincuenta palabras por minuto, tenés que leer tres mil, hay que leer en bloque, el mundo moderno no da tiempo… Nuestro método es el más famoso del mundo, es americano, probado en las mejores universidades del orbe, las grandes personalidades como Kennedy leían, con nuestro método, tres periódicos mientras desayunaban… podés pagar el millón y medio que vale nuestro curso con tarjeta de crédito, cheques posfechado… Media hora después me estaba levantando putísimo y jurando no volver a pararle bolas a ningún anzuelo vestido de minifalda.

Ilustración Verónica Velásquez

 
Me monté al bus aburrido y empecé el lento camino hacía la casa, jarto, mirando por la ventanilla, cuando de pronto, ¡oh! sorpresa, la niña hermosa, la de adelante; me ha mirado varias veces con sus ojitos angelicales. Ella toda es como una aparición: con gafitas que le hacen marco a esa carita virginal, pelo largo que le cubre la espalda, amplia falda; es una hermosa combinación entre hippie e intelectual. Inmediatamente me olvido de que estoy aburrido, que vengo de padecer a las mujeres. Me entusiasmo, me pongo nervioso. Cada vez es más persistente su mirada. Cuando se baja mi compañero de viaje, ella se viene directamente hacía mí. Se sienta en la silla recién abandonada. Estoy turbado. Mis manos están frías. Estoy sudando. Hago cábalas, busco en mí "disco duro" de qué hablar: la universidad, el clima… me mira. Mi cuerpo tiembla. Cierro los ojos y que haga de mí lo que quiera. Ella creyendo que duermo, me toma suavemente las manos, me siento como una quinceañera debutando. Ella me baja suavemente de mi ensoñación, hablándome bajito, mientras mira mis ojos: ¿has escuchado la palabra de Dios? Y desenfunda sin ningún pudor una Biblia. Lo que me faltaba, una vendedora de fe.
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