Fue su última navidad... Ese año pasamos las fiestas en la costa y tu abuelo, estrenando nieto, no iba dejar su numerito de papá Noel en la casa, “así se me escalde el culo, me pongo mi vestido rojo, me emborracho como siempre y le doy regalos a todos mis nietos” me dijo cuando le insinué que no empacara el disfraz,que por esta vez hiciéramos como todo el mundo, que dejáramos los regalos al pie del pesebre o del árbol y listo... Yo tan boba... ¡Cómo si no hubiera vivido con él más de cuarenta años! Metí mis manos de esposa amorosa en su maleta, desdoblé su uniforme rojo y ahí sí la furia se hizo hombre... “Si no volvés a poner eso ahí, mujer, te juro que el veinticuatro me fajo la barriga, me consigo un taparrabos y no pongo a entregar regalos a papá Noel sino a Cristo loco, ¿Qué preferís, un esposo quemado por las barbas y el algodón o un esposo sacrílego?”, bueno, allá vos con tus niñerías, le di la razón haciéndome la sentida, y me fui para el baño a reírme, a imaginarlo como un luchador de sumo con un atado de regalos a la espalda.
El veinticuatro ya tu tío Pablo había devuelto a una de sus novias para Medellín, tu prima Catalina se había insolado, las mellizas habían descubierto sus regalos y se pasiaban por todas partes con sus muñecas entierradas, tu abuelo se había amarrado dos borracheras de padre y señor mío, y vos, su primer nieto varón después de diez ponedoras, como le gustaba decir, te revolcabas en la cuna y llorabas por culpa de ese calor infame.
Como te podrás imaginar, con tanta cosita, con tanta nuera junta entrando a mi cocina, me olvidé por completo de papá Noel, pero esa noche, después de despachar a esa recua de gente y sentarme a rezar la novena, me acordé de golpe de tu abuelo, me lo imaginé poniéndose las barbas al revés, buscando el gorro por todas partes, echando los regalos en mis fundas de almohada... pero no, estaba de lo más juicioso, con su vestido de gala impecable, su atado de regalos a un lado y un ron en la mano, lo único extraño fue que cambió sus botas por un par de abarcas. Me dio un beso en la mejilla y bajó todo ladiado a repartir regalos, a reírse con su risa navideña y a empinar el codo.
Yo me dormí temprano como siempre, arrullada por retazos de chistes, por malas palabras, por las carcajadas de todos.
“A mi papá le está doliendo mucho el pecho... me dijo que te llamara”. Tu tío Mario, arrastrando la lengua, pálido como un muerto, me dio la noticia. Pensé que eran mimos del viejo que se valía de uno de sus hijos para despertarme. Pero no... El pobre estaba acostado en el mueble de la sala, respiraba con dificultad y sudaba a chorros. En el carro, cuando íbamos para el hospital, tuvo fuerzas para hacerme reír por última vez: “llegué aquí con mi disfraz, y si no les parece el chistecito en el cielo... me calcino en el infierno, o en la costa, que es lo mismo, pero hoy amanezco con vos de la mano, o en un ataúd, vestido de rojo y sin corbata” y me cogió la cara con las dos manos... y se murió.
Por eso, y no por una petición mía, tu abuela loca, como cree la familia, tu abuelo fue enterrado con su disfraz de papá Noel.