Usar la razón contra las razones de un policía es un ejercicio dialéctico de dudosa utilidad. La discusión termina casi siempre en el baño de un CAI en condiciones de franca inferioridad argumentativa.
Se pierden el tiempo y la paciencia y se arriesgan las piezas dentales. Los prejuicios insalvables son necesarios para la aplicación de algunos códigos y sirven como estrellas en los hombros de los oficiales. Es lógico, entonces, que Uribe haya elegido al “mejor policía del mundo” como nuestro embajador en Viena, sede de la oficina de Naciones Unidas contra la droga y el delito. El general Serrano aseguraba la postura inquebrantable del cruzado, la certeza invencible que entregan el uniforme y los años de jugar al agente del bien. Y sin embargo parece que la corbata y la terquedad de los hechos han comenzado a confundir al embajador.
En una reciente entrevista con María Isabel Rueda, al ser preguntado por la legalización de las drogas, el general respondió con palabras inquietantes: “Creo que eso es una utopía. No lo veo posible. Aquí en Europa, en los años que llevo en reuniones, en seminarios, nadie se atreve a poner el tema”. Mientras que para el presidente Álvaro Uribe la simple despenalización de la dosis mínima se ha convertido en una obsesión, un despropósito libertario, una negligencia burguesa, un peligro para la juventud y una contradicción evidente frente a nuestras batallas contra el narcotráfico; para su embajador en Viena la legalización es una utopía sin mucho eco, una idea para la que faltan defensores arriesgados. Uno se va al diccionario para entender las declaraciones de Serrano, porque los policías son amigos íntimos de la literalidad, y se encuentra con una definición de utopía que convierte al embajador en un frustrado activista por la legalización: “Nombre de un libro de Tomás Moro, que ha pasado a designar cualquier idea o plan muy halagüeño o muy bueno, pero irrealizable”.