Sensaciones de mostrador
Silvio Bolaño Robledo. Ilustración: Elizabeth Builes
Al fondo del mostrador del granero de Miguel hay un par de sillas y una mesa con periódicos viejos. Darío y Julio César comparten unos rones en la barra.
Rayando la aurora / al son de la luna / canoíta, adiós / Ay pá Beté…
—Nosotros veíamos a las muchachas cuando salíamos a vacaciones, el resto del año nos tocaba en la parroquia.
—Qué época le tocó, Julio César: nuestras parroquias en los años noventa eran las discotecas y los bares. Después vinieron los burdeles, con su perdón. Quién sabe a dónde van los muchachos ahora.
—A Marina la conocí en la parroquia, con ella íbamos en tren a Santa Marta embellacados desde acá. No se imagina el baño de verdes que nos metíamos entre las montañas.
—¿Cómo serían los ríos en esa época? El Cauca, el Magdalena.
—Por Dios y por la Virgen, Alberto.
¿Y esos panes pa’ qué son? / Adiós canoa / Ay, rayando la aurora…
—Buenas noches, Julio, ¿cómo va todo?
—Acá le contaba a Darío cómo conquistábamos a las muchachas en mi época.
—Denme un minuto que otro ron me espera al lado: estoy jugando a dos bandas.
—Adelante, Darío, nos debemos un chico de billar.
Arremolina su tabaco / y se va a vender fruto maduro / Zenaida, camina duro / Zenaida, la chancletera…
—Don Julio, le pregunto a usted que sabe tanto de comida tradicional: ¿cómo se hace un regio hígado encebollado?
—Muy bien dicho, joven, muy bien dicho. A nosotros lo que nos gusta es la comida tradicional. Tra-di-cio-nal. Con Marina, mi señora, cocinamos sancocho, mondongo, frisoles, garbanzos, lentejas.
—Ayer hice lentejas, mañana prepararé un regio hígado encebollado.
—A nosotros nos gusta toda la comida tradicional. Qué pizzas, qué hamburguesas, qué perros calientes, qué sushis. Hemos viajado mucho con Marina, mi señora, así que hemos probado la comida italiana, francesa, japonesa. Todo eso es muy bueno, claro que sí, pero lo que a nosotros nos gusta es la comida de acá, que sepa a tierra, que uno quiera lamerse los dedos, sacar el pegao de la olla.
Ey, negrita del manglar / hormiga de ciudad: / Tu fruta me sabe a cumbia / cumbia, cumbia de mi playa…
—Para mí, óigame bien, hay una trinidad sagrada en la comida tradicional. De primeros los frisoles, infinitamente. Segundo: las lentejas.
—De acuerdo.
—Y terceros los garbanzos. Esa es la pirámide, por así decirlo, de las leguminosas principales en nuestra alimentación.
—Correcto, Julio, pero entonces: ¿cuál es el secreto de un buen hígado? Salud.
—Alberto, más agua por favor. Un buen hígado encebollado tiene su cuento, como dicen: su método y su misterio. Mire le explico: lo principal es cortar las cebollas en rodajas, cebolla blanca, y ponerlas en una sartén con aceite. Cuando las cebollas estén brillantes, porque no puede dejar que se le quemen, usted echa el hígado y lo tapa. Tres minutos, óigame bien, lo deja tres minutos por ese lado, y luego dos minutos por el otro. No más.
Y zapote / mango y papaya, Zenaida / mango y papaya, Zenaida / y melón…
—¿Solo dos minutos por el otro lado don Julio?
—Sí porque ese lado ha recibido calor un minuto más que el otro, que es lo que necesitamos, Alberto. Al final los dos lados terminan recibiendo el mismo calor.
—Yo no me explico, seré muy bruto, don Julio: si son tres minutos por un lado y dos por otro.
—Es la termodinámica, Alberto.
—Lo que diga señor don profesor don Federico.
—¿Cómo le va, Jeiner?, ¿ya se pasó de apartamento?
—Esta mañana.
—¿Donde la señora?
Déjenme irme que es muy tarde ya / el sendero de la noche que muy negra está…
—Llega en buen momento, Jeiner: les contaba cómo conquistábamos a las muchachas en mi época o cómo se prepara un hígado encebollado, una de las dos o las dos, ya ni me acuerdo, de igual manera son cosas que todos debemos saber, ¿o no, Darío?
—Así es, Julio César, usted sabe que yo siempre estoy llegando, con el perdón de todos por entrar de esta manera a la conversación. Llegando y yéndome, yéndome y llegando o viniéndome, que viene a ser lo mismo.
—Esa es la condición humana: vamos constantemente, en este mismo instante, por caminos que conocemos pero también por otros que no sabemos de qué van. Son cosas del intercambio de energías, pero también caminos de la conciencia que no hemos activado.
—Eso está muy profundo, pero se dará cuenta de que también de eso trata mi película Apocalipsur, profe: un viaje con una iguana, parece descabellado, no le digo más, alegría.
—Ustedes parecen masones que hablan en código, ¡y yo que contribuí contándoles el gran secreto!
Mary Belemba, cuando yo voy para la ciudad / siempre me embalo, regresó a la madrugá…
—¿Qué secreto, Julio?
—El del hígado, Jeiner, porque el de las muchachas no existe. A nosotros, con Marina, después de cincuenta años, nos unen los viajes, los recuerdos, las historias de los hijos o las cosas que uno inventa para pasar el tiempo, como el parqués; pero sobre todo la comida. En mi casa la cocina es un ritual sagrado de cada día, exacto, cuidadoso; nos ponemos a cocinar como si fuéramos un reloj. Hoy ella es la que lleva la batuta, mañana yo. Salgo a hacer las compras en la bicicleta y vuelvo a casa a cocinar con doña Marina. Eso es lo que estoy haciendo ahora, aunque parezca otra cosa: estoy comprando las verduras.
Hay otra marioneta que está llorando / porque ha quedado sola en un rincón…
—Yo le creo, Julio César, porque acá en el granero de Miguel todos estamos haciendo lo mismo siempre: comprando las verduras.
—Yo vine a mostrarles la obra.
—¿Qué obra, Jeiner?
Sobre los diarios viejos de la mesa del fondo del granero hay un pequeño guacal que Jeiner abre para mostrar su obra: dos lajas de piedra finamente lijadas con sendos retratos hiperrealistas, más nítidos que una fotografía.
No lloren, no lloren / marionetas de cartón / las penas del alma hacen mal al corazón…
—Esto está hermoso, pero, perdonen mi ignorancia: ¿quiénes son?
—Charles Baudelaire y Arthur Rimbaud, dos poetas malditos franceses.
—Qué berraquera, hombre, ¿cómo lo hizo?
—A mano, don Alberto.
—Se debió haber demorado meses.
—Años, Darío.
—¿Por qué malditos? —Rimbaud decía algo así como: “Cuando la tarde cante azul, en verano, herido por el trigo iré a pisar la pradera…”. ¿Cómo seguía? “Sin hablar, sin pensar, iré por los caminos, pero el amor sin límites me crecerá en el alma”.
—Ese poema se llama Sensaciones, profe: “Me iré lejos, dichoso, como con una muchacha, por los campos, tan lejos como un gitano que vaga”.
—Pero eso es bendito, no maldito.
—Y merece otra ronda, Alberto.
—¿Para tomar? —No, nos vamos a untar los tragos.
El escenario tiene de decorado / calles, parques y playas llenas de sol / y muchas marionetas por todos lados / que ríen, aman, sienten, igual que yo…
—En la piedra grabamos nuestros retos al olvido.
—Brindemos entonces por las piedras y los hígados.
—Por las piedras y los hígados.
—Salud.