El fin del glifosato:
una historia personal
Alejandro Gaviria U.
Where is the love. Pedro Ruiz, 2006.
Voy a escoger un momento arbitrario, caprichoso, para iniciar esta historia, una historia de final incierto, una historia de nunca acabar.
No recuerdo la fecha con exactitud. Pero sí el mes y las circunstancias: noviembre de 2014 en las horas previas a un debate parlamentario sobre las fumigaciones aéreas con glifosato. Me reuní con los expertos en salud ambiental del ministerio y del Instituto Nacional de Salud (INS). Oí atentamente sus presentaciones, la manera como resumían una literatura compleja, a veces contradictoria, a veces inaprensible.
No soy un experto en el tema, pero conocía en detalle un estudio reciente, realizado por algunos de mis antiguos colegas en la Universidad de los Andes, el cual mostraba, a partir de una comparación ingeniosa entre la salud de los residentes en una franja a diez kilómetros de la frontera con Ecuador (donde no se fumigaba) y la salud de los residentes por fuera de la franja (donde sí se fumigaba), que las aspersiones con glifosato estaban asociadas con más abortos espontáneos y una mayor prevalencia de enfermedades dermatológicas y respiratorias.
Expuse las conclusiones del estudio, defendí el método estadístico del artículo de marras ante la mirada escéptica de los epidemiólogos de medio gobierno. Comprendí, entonces, que la defensa del glifosato hacía parte de la inercia institucional, del discurso oficial; que los técnicos llevaban mucho tiempo defendiendo una postura y no iban a dejar que un sucio dato arruinara una narrativa precisa que había tomado muchos años en construirse.
El debate parlamentario no salió bien. Apelé a la ambigüedad estratégica, a la tibieza para conciliar mis convicciones con las recomendaciones de los expertos. Los congresistas señalaron con razón que el glifosato, para el gobierno de Colombia, parecía afectar la salud de los ecuatorianos, pero no de los colombianos. “Somos el único país del mundo que fumiga, que para matar la mata que mata, mata a su gente”, dijo uno de ellos. “La evidencia no es definitiva”, era la línea oficial. Pero cualquier epidemiólogo sabe que la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia.
Cuatro meses después del fallido debate, recibimos una noticia inesperada. La Agencia Internacional de Investigación sobre Cáncer (IARC) acababa de publicar los hallazgos principales de una monografía sobre las propiedades carcinogénicas de varios herbicidas. La conclusión principal era clara: “La exposición al principio activo glifosato está relacionada con: linfoma no-Hodgkin en humanos y carcinoma tubular renal, hemangiosarcoma, tumores en piel y adenoma pancreático en animales de experimentación (ratones)”.
Recuerdo que el viceministro de Salud entró de manera intempestiva a mi oficina y me dijo: “Ya no tenemos excusa, no hay forma de defender las fumigaciones”. Entendí, por supuesto, que ya no había espacio para posiciones dubitativas, que el escepticismo estratégico (la posición oficial por décadas) era insostenible, pusilánime casi. “Tengo que hablar con el presidente”, dije.
Tres días después, en Cali, al final de un día atareado, en medio de una charla informal, le mencioné el asunto al presidente Santos. “Yo quiero tomar esa decisión”, me dijo. “Hagan todo lo que tengan que hacer”, insistió. El general Naranjo hizo parte de la conversación, escuchó los argumentos con atención y sentenció sin reservas: “Estoy de acuerdo, es una decisión inaplazable”. Lo decía un oficial que había estado al frente de las fumigaciones por años, que había fumigado, digámoslo así, más de un millón de hectáreas.
Me tomé en serio la voluntad presidencial. Reunimos el equipo del ministerio. Repasamos la monografía (fuimos el primer gobierno del mundo en conocerla). Revisamos los argumentos técnicos y jurídicos. Escribimos un breve artículo (gobernar también es escribir) y nos lanzamos al agua. O mejor, al fuego (amigo y enemigo).
Tres días después los noticieros de televisión anunciaban con estruendo que el ministro de Salud iba a pedir la suspensión inmediata de las fumigaciones aéreas con glifosato. Esa misma noche, alrededor de las diez, me llamó el entonces ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón en tono airado, quejumbroso, ministerial. “Me enteré por las noticias”, me reclamó. “Mi jefe es el presidente”, respondí con el peso que a veces tienen las obviedades.
Semanas después se reunió el Consejo Nacional de Estupefacientes (CNE) en medio de un frenesí mediático, de cámaras y reflectores: la civilización del espectáculo ha olvidado que “la historia suele ser pudorosa, esconde sus fechas esenciales”. El fiscal Eduardo Montealegre hizo una larga disquisición jurídica en favor de la suspensión de las aspersiones. “Creo en la eficacia de las aspersiones, pero, en cualquier ponderación razonable, primero debe estar la salud de la población”, explicó con elocuencia. Había olvidado un detalle fundamental: las aspersiones se habían tornado ineficaces y eran, además, ineficientes: había que fumigar treinta hectáreas para erradicar una sola de forma definitiva.
Seguidamente habló el procurador Alejandro Ordóñez, hizo una larga intervención, circular, repetitiva, por momentos exasperante, a veces fascinante en su grandilocuencia, en su santanderismo exaltado. Habló más de una hora sobre el imperativo ético de combatir el narcotráfico por todos los medios disponibles.
Juan Carlos Pinzón pidió disculpas (sutilmente) por la posición del gobierno, por la renuncia o el abandono de un instrumento imprescindible en una guerra inaplazable. A los pocos días, cabe recordarlo, dejaría el ministerio en medio de una controversia que aún no termina. Yo expuse los argumentos ya insinuados. Me los había aprendido de memoria. Los había repetido tantas veces que sabía, incluso, adornar el alegato con silencios dramáticos y énfasis retóricos.
De un lado, dije, están los argumentos científicos, la presencia de un hecho científico nuevo: 17 expertos de 11 países revisaron 403 estudios y concluyeron que existe una “asociación positiva” entre glifosato y cáncer en humanos, y un “nexo causal” en animales. De otro lado, enfaticé, están los argumentos jurídicos, la jurisprudencia repetida de la Corte y la misma admonición de la ley estatutaria en salud: “El Estado tiene la obligación de abstenerse de afectar directa o indirectamente el disfrute del derecho fundamental a la salud […] y de no realizar cualquier acción u omisión que pueda resultar en un daño en la salud de las personas”.
El CNE decidió el fin de las aspersiones. Desde octubre de 2015 no se ha fumigado una sola hectárea. En el Congreso, en muchos foros, en varias entrevistas y programas de televisión, tuve que explicar repetidamente, con un exceso de pedagogía, las razones por las cuales se suspendían las aspersiones aéreas, pero continuaban los usos agroindustriales del glifosato. La aplicación del principio de precaución, argumenté, es compleja, depende del contexto social e institucional: en el caso de las aspersiones de cultivos de coca hay varios agravantes: las hace el Estado y afectan una población pobre, sin medios alternativos de sustento y que no puede gestionar el riesgo.
Un jardinero, por ejemplo, puede, mediante normas conocidas de seguridad laboral, disminuir ostensiblemente el riesgo asociado a la exposición. Un campesino no, el glifosato cae del cielo en grandes concentraciones, de manera intempestiva, azarosa.
Estos argumentos nunca convencieron a los ya convencidos de lo contrario, a quienes señalaban que los argumentos de salud pública eran un barniz conveniente para una decisión política en favor de las Farc. Tres años después del fin de las fumigaciones, los críticos siguen levantando el índice acusador y elevando sus voces: “Lo dijimos”, dicen. “Estamos inundados de coca”, señalan con cierta satisfacción perversa.
El debate es complejo. Las causas del aumento de los cultivos de coca son múltiples, incluyen la devaluación (que siempre impulsa las industrias exportadoras), las expectativas de una compensación a quienes erradicaran (una consecuencia indeseable de una política razonable) y la misma caída del precio del oro (que aumenta la rentabilidad relativa del narcotráfico). El fin de las aspersiones pudo haber incidido, pero los expertos coinciden en que no ha sido el factor preponderante.
Sea lo que fuere, el tema se ha vuelto a poner de moda. El nuevo ministro de Defensa ha mencionado, nuevamente, la inocuidad del glifosato: “Yo les voy a contar mi experiencia como agricultor, yo no he conocido un mejor herbicida que el glifosato, no existe (…) El herbicida que se usa en Colombia es glifosato, usted entra en cualquier almacén y ahí está”. El empirismo vulgar ha sido recurrente en este debate. Casi veinte años atrás, Néstor Humberto Martínez, hoy fiscal, había amenazado con bañarse en glifosato, con echarse un baldado frío del herbicida en la cabeza.
Adicionalmente, la fumigación con drones ha surgido como una alternativa. Participé en los debates al respecto. Nadie lo decía explícitamente, pero muchos pensaban que esta opción era marginal, infructuosa, casi desesperada, un intento no por resolver el problema, sino por aparentar que se estaba resolviendo, pura retórica de la acción.
Al final de una de las últimas reuniones le oí a un militar curtido en la lucha antinarcóticos una frase que resume el problema: “Esta guerra hay que seguirla dando, pero por el camino largo, esto es, con respeto a los derechos humanos y a la salud de la gente”.
Quisiera pensar que este principio terminará prevaleciendo, que las estampas del pintor costumbrista Pedro Ruiz —la estela blanca de glifosato suspendida sobre una selva abigarrada— son el símbolo de una época que quedó atrás para siempre, una época en el cual la soberanía, la salud y el medio ambiente estuvieron tristemente supeditadas a las urgencias sin sentido de una guerra imposible.