Número 100, septiembre 2018

La consolidación anímica
Yuri Herrera. Ilustración: Cachorro
 

Los heroicos burócratas a cargo de la retirada planetaria, cada vez con menos cosas que hacer (o cada vez con más claridad de las cosas por hacer), inventaron la Dirección de Catastro Anímico cuando repararon en los rayos, centellas, guturaciones, supuraciones, chillidos y temblores que se esparcían de manera cada vez más silvestre por las ciudades desiertas. Aunque hubiera países enteros despoblados, las ánimas no habían venido a buscar pisito sino a errar eternamente, pero ahora las distintas eternidades se concentraban en este tiempo preciso de este planeta finiquitado. De algún modo, había ocurrido una consolidación anímica.

Uno de estos héroes de la retirada fue el señor Bártelbi, un varón de dolores que justo cuando el mundo parecía dejado a su suerte había decidido que su intervención era fundamental.

Bártelbi anotaba a mano las ocurrencias de cada día:
“Riña ectoplásmica en el número tal de la avenida tal”.
“Duelo de alaridos satánicos en la vecindad fulana, interior ocho”.
“Levitación ininterrumpida de muebles por cinco semanas en el domicilio equis”.
“Madre errante en busca de sus hijos se queja de fenómeno poltergeist estorbosamente ruidoso sucediendo en todos los televisores de mansión ye”.
Y después acudía al domicilio.

Pero Bártelbi era especial. El método de otros funcionarios que atendieron la consolidación anímica había sido, como de costumbre, tratar de negar el fenómeno. Iba el burócrata y enfrentaba a cada ánima, como quien mansplica condescendientemente: describía el ánima de pies a cabeza o de cuello cercenado a extremidades flotantes y decía cosas como: “Esto no debe suceder porque esto no puede suceder, no es más que un espejismo producido por la refracción de la luz y los cambios atmosféricos, cuantimás en una época como esta en la que el aire se ha enrarecido con tal o cual elemento químico”, y si algún ánima rugía a sus espaldas, se volvía hacia ella y decía: “Y esto, claro, es una conjunción de vibraciones debidas a microsismos sucediendo en la corteza terrestre a una frecuencia insólita”. Algunas ánimas sí desaparecían, aunque más sintiéndose ofendidas por la vulgaridad del funcionario en cuestión que por sus conjuros racionales. Las que se quedaron eventualmente comenzaron a impacientarse y un número estadísticamente notable de aquellos funcionarios terminó adornando con sus entrañas las paredes. El método no tuvo gran duración.

Ilustración: Cachorro

El señor Bártelbi, en cambio, se plantaba en la ubicación poseída con cuaderno y lápiz en mano y estoicamente prestaba testimonio silencioso de las contiendas anímicas. Miraba a uno y otro lado mientras ánimas de diverso carácter se manifestaban en reclamo de su espacio embrujado. Ululares terroríficos, escurrimientos de sangre por las paredes, coloridas vibraciones sincopadas, conciertos pépticos. Bártelbi se limitaba a asentir profesionalmente, tomaba alguna nota de vez en cuando, nunca se distraía. Luego se cruzaba de brazos y decía:
—Bueno.
Y las manifestaciones anímicas seguían un poco más hasta que paulatinamente arreciaban y se quedaban ahí, flotando o escurridas o centelleando calmadamente en espera de lo que Bártelbi dijera y entonces este continuaba:
—Lo que tenemos aquí es un problema de horarios.
Bártelbi procedía a diagramar tablas en las cuales asignaba bloques de espanto a cada ánima:
Usted puede maldecir de tal hora a tal hora.
Usted puede acomodarse entre las grietas de la madera mientras tanto y penar hasta las cinco.
A las cinco, usted puede expandirse a placer tan terroríficamente como le plazca.
Usted no tiene por qué limitarse en su ectoplasmosis sangrienta, pero considere dejar las paredes tal y como las encontró para la siguiente ánima.
Usted, rece a gritos, pero en el ático, en lo que le desocupan el cuarto de los niños. Etc.

De los funcionarios fueron quedando pocos, los pocos se fueron muriendo, y el último fue Bártelbi. Murió como una rama que se dobla de ápice en ápice, imperceptiblemente, sentado a su escritorio.

Fue ahí mismo donde comenzó su segundo, eterno contrato, pero ahora de este lado de la existencia.

Bártelbi lo asumió con la naturalidad con que se asumen esas cosas, gracias a su nueva lucidez de alma en pena.

Su oficina sobrenatural era una combinación de las diversas oficinas que había ocupado, o más bien de las diversas glorias parciales ante las que había comparecido como burócrata. Aquella cafetera de tal tiempo, aquella fotocopiadora de tal bonanza, aquel verano en que el aire acondicionado por fin funcionó. Y el efluvio alcohólico del papel fresco y el tecleo de las máquinas de escribir, su elegante contundencia analógica estacatiando el ambiente.

Ahí descubrió que lo que él pensaba que era un trabajo útil y necesario, el amansamiento de las ánimas, había sido tan solo una concesión, porque las ánimas no necesitaban orden, ni horarios ni convivencia racional. Sus horrores compaginan, sus estruendos armonizan, nunca han necesitado un sistema. Lo habían necesitado a él, a Bártelbi, al buen oído buen testigo. Pero ahora ya lo tenían entre ellos y para ellos. Ahora espantaban con más gusto que nunca, penaban impúdicamente flotando de cielo en cielo, conmovían de terror los cimientos de mansiones centenarias.

La tierra podía haber sido abandonada, pero el vacío de materia había sido reemplazado no solo por gusanillos, telarañas, cochambre, moho: la naturaleza aborrece también el vacío de ojeriza y estupefacciones. Ahora todos estos estupefactores venidos de tantísimas eras se hacían cargo y Bártelbi tomaba nota de cómo se apelotonaban las ánimas que venidas de tragedias distintas coincidían en un mismo alarido y a veces, por ejemplo, resolvían casarse para un centenario segundo después separarse y uno después volver a casarse; o el célebre concierto de regurgitaciones que por única ocasión fue interpretado desde todos los sótanos y áticos de la ciudad.

Bártelbi tomaba notas una tras otra y tras otra y tras otra solo por el placer de tomarlas; en cuanto las había pergeñado, ya fuera con carboncillo espiritual o con tinta ectoplásmica, las arrojaba sobre su hombro, pues prefería no archivarlas, y los papeles se alejaban flotando por los siglos de los siglos, como nadando en un agua que no moja. UC