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Show da bola
 
En las entrañas del Gigante
David E. Guzmán. Fotografías: Por el autor
 
 
 

Un puntazo de la presidenta Dilma Roussef reinauguró el Beira Rio de Porto Alegre después de dos años de trabajos. El atraso en la entrega de los estadios ha sido un dolor de cabeza para la Fifa. A punta de amenazas con eliminar sedes puso a correr a las constructoras y aseguró sus millones. Una visita guiada al Gigante de Beira Rio en el culmen de las obras. Segunda entrega de nuestro corresponsal en Brasil.

 
Imagen: David E. Guzmán
 

No sé si sus ojos son verdes o grises. Vino hasta la mesa y me preguntó en un dulce portugués qué quería tomar. Con este calor pegajoso atiné a pedirle una botella de agua. Hace un rato me serví la comida en el bufet. Zapallo gratinado, carne de res en salsa roja, ensalada y arroz. Desde aquí puedo ver dos láminas blancas e inmensas en forma de hoja que hacen parte de la cobertura que le están poniendo al estadio del Inter de Porto Alegre. En marzo de 2012 lo empezaron a remodelar para el Mundial de Fútbol y aunque faltan cuatro meses para que ruede la bola, las obras se ven bastante crudas.

La avenida que me separa del Gigante de Beira Rio está en construcción y tiene los accesos restringidos. Aún no sé por dónde voy a cruzar para llegar a las oficinas del estadio. A las dos quedé de verme con Alexandre Correa, del departamento de prensa del "colorado", como también le dicen al Internacional, rival acérrimo de Gremio, el otro equipo de la ciudad. La botella de agua llega helada y bañada en gotas como si estuviera sudando.

Es seguro que la mesera no había nacido cuando el Beira Rio fue construido, entre 1959 y 1969, a orillas del lago Guaíba, sobre un terreno inundado que la municipalidad había cubierto con tierra. Miles de hinchas colorados aportaron ladrillos, hierro y cemento sin imaginarse que medio siglo después sería uno de los escenarios del máximo evento futbolístico del planeta: la Copa do Mundo.

La mesera vuelve, esta vez para recoger los platos y el billete de veinte con el que pago los quince reales que vale el almuerzo. Tiene unos chicles que moldean y resaltan sus nalgas indiscutibles. Su pelo oscuro y sus cachetes enrojecidos, producto del bochorno, la hacen ver como una muñeca. Solo le faltan las pecas. Tenía razón mi primo Felipe cuando me dijo que las mujeres de Porto Alegre eran hermosas. "Fernanda es de allá", me dijo la última vez que lo vi, refiriéndose a una modelo de Leonisa que había sido su novia. La única vez que vi a Fernanda tampoco supe de qué color tenía los ojos.

***

Salgo del restaurante y camino hacia un extremo de la avenida. Allí hay un semáforo por el que voy a cruzar hacia una de las entradas del estadio. Paso por algunos locales que ahora tienen poca clientela. Todos ofrecen comida y cerveza. Durante el Mundial, cuando se esperan unos 300 mil visitantes en la ciudad, subirán sus precios y gozarán del ambiente festivo, de hinchas y turistas extranjeros con cornetas y gorros de bufón.

La reja está entreabierta. El portero, sentado bajo la sombra de un árbol con un rictus sostenido, se esfuerza por entenderme. Le pregunto por Alexandre y me explica cómo llego a las oficinas principales. Hasta el momento el idioma no ha sido barrera pero en cada conversación dejo pelos en el alambrado. Los alrededores del estadio lucen en obra negra. Retroexcavadoras, grúas, tierra amontonada, huecos y escombros componen el panorama. Resulta difícil imaginar cómo será el tránsito por estas vías, dónde estará el nuevo edificio de parqueaderos o hacia qué lado funcionará la extensa zona comercial que la Fifa le exige a cada estadio mundialista.

A las dos en punto llego a las oficinas. Estoy en el segundo piso del Gigante, a un metro de la recepcionista, agazapada en su escritorio, ensimismada en su computador, con papeles membreteados que revuelve una y otra vez. No me atrevo a desconcentrarla, mucho menos con mi tímido portuñol. En la sala de espera está un señor inexpresivo con aspecto de árbitro árabe. Después de unos segundos en los que soy completamente ignorado, me decido a preguntarle a la recepcionista por Alexandre, que eu tenho uma cita com ele, eu sou do prensa.

La señora, de brazos generosos como si lavara ropa a mano todos los días, agarra un teléfono y marca, cuchichea, cuelga y me dice que "Alexandra" no tiene ninguna cita. Entonces le repito: Alexandre Correa, de prensa do Inter. Es el árbitro árabe quien se aguza y dice que él también lo está esperando. En su regazo veo una poderosa cámara fotográfica. La señora vuelve a lo suyo mientras yo me siento frente al fotógrafo que más tarde me contará que es carioca, nacido en Rio de Janeiro, y que está recorriendo los estadios del Mundial para nutrir su blog deportivo.

Ambos nos impacientamos porque pasan los minutos sin que aparezca Alexandre; no entiendo por qué el árabe carioca no le pregunta a la recepcionista si el tipo va a venir o no. Si estuviéramos en Colombia yo ya hubiera preguntado un par de veces, o habría exigido que lo llamaran; pero al estar en un país ajeno, en un idioma que no domino, me siento cohibido y acobardado. Los ruidos de la maquinaria pesada llegan en segundo plano y parecen masticar el silencio incómodo de la sala.

Estoy por pensar que la recepcionista intimida más al carioca que a mí, así que tras una larga hora de espera me paro y le pido que nos resuelva la situación. Son más elocuentes mis gestos que mis palabras. Ella reacciona y consigue el teléfono de Alexandre, lo llama y habla con él. El hombre nos manda a decir que nos está esperando en la sala de convenciones, a unos cien metros de las oficinas. Antes de salir, miro a la secretaria y pienso en lo negligente que puede llegar a ser quien tiene un mínimo de poder. Afuera, un obrero nos pide esperar a que el brazo de una grúa baje del cielo. El piso es de tierra y está caliente. Todos los trabajadores tienen alguna prenda roja y un casco protector con el escudo del Inter.

***

En la sala de convenciones nos recibe un moreno macanudo. Su puesto de trabajo se ve infantil al lado de su cuerpo macizo. Después de saludarlo, fija algunos segundos su mirada en mi pecho; no me cabe duda de que reconoce el escudo del Atlético Nacional. El hombre se pone rápidamente de pie, como para pegarme un puñetazo, y con esa fraternidad que solo genera el fútbol, me recrimina que perdimos la final de la libertadores del 95 contra Gremio. A modo de confesión me dice que nos hicieron fuerza pero que Higuita se dejó meter tres goles. "Treis goles", repite ahora parado frente a mí. Yo le digo que esté tranquilo, que le vamos a ganar a Gremio los partidos de Copa Libertadores de este año. El carioca sonríe pero no dice nada, sigue retraído como si de verdad fuera un árbitro árabe en Suramérica.

La encargada de seguridad me advierte que no puedo ingresar al estadio porque estoy de bermudas y chanclas. Las normas exigen piernas vestidas y pies cubiertos. Después de los accidentes que terminaron en muertes de obreros en otros estadios se han puesto más exigentes con el tema. Entonces, mientras otro empleado del Inter busca una sudadera, unas botas y un casco, sigo en la conversa con el macanudo. Aquí recuerdan con alegría la jugada del escorpión que hizo Higuita contra Inglaterra en Wembley. El carioca, que ahora está retrasado por mi culpa, goza con el tema y recuerda la jugada de René contra Camerún. Al final de su intervención, para asegurarse de que yo entienda, baila como Roger Milla. El fútbol elimina todo tipo de fronteras. Ya todos parecemos los mejores amigos. Felipe Perfeito, quien trae mi atuendo, se une a la conversación y dice que en la Copa Libertadores de 1993, América y Nacional le dieron duro al Inter.

En ese momento aparece Marcelo Medeiro, el vicepresidente de fútbol del club. El macancán me lo presenta y le cuenta que soy hincha del Nacional. Después de un estrechón de manos, recibo una orden para los partidos contra Gremio: "¡Madeira nelles!", dice Marcelo, dándose golpes en la palma de la mano. Lo que quiere decir es "¡Palo pa esa gente!". La rivalidad entre los dos equipos de Porto Alegre es muy fuerte. Felipe dice que para trabajar en el Beira Rio hay que ser sí o sí hincha del Inter.

Las botas son talla 43 y la sudadera es tan inmensa que me la puedo poner encima de la bermuda. El casco lo debo ajustar en la talla más pequeña para que no se me caiga. Todo está listo para la expedición mundialista. Antes de entrar al estadio, Marcelo nos entrega al carioca y a mí botones, calcomanías y revistas del Inter. Seremos hinchas pasajeros del colorado, ambos llevamos además el escudo en la frente.

***

Después de pasar una reja retorcida por el calor y dejar mis enormes huellas en la tierra amarillenta, ingreso a las entrañas del Gigante. Voy con Felipe y el carioca. Lo primero que sobresale es un bulldozer en el acceso al campo de juego. En dirección hacia allá veo, aún sin desempacar, los molinetes electrónicos que controlarán el ingreso de los espectadores; están en fila y envueltos en plásticos, conectados a la luz porque tienen unas equis rojas encendidas. En junio, estas equis dictarán si un boleto es falso.

Más adelante, al pasar por el espacio estrecho que deja el bulldozer, aparece el Gigante, imponente, haciendo honor a su apodo. Los obreros que instalan el techo se ven como hormiguitas en canastos sostenidos en lo alto por los brazos de las grúas. La cobertura consta de 130 membranas de po-li-te-tra-fluo-re-ti-le-no, un material resistente a todo tipo de clima. El diseño, que intercala una lámina opaca y una traslúcida, está inspirado en los estadios del Mundial de Alemania 2006. Felipe nos cuenta que en este momento hay 700 personas trabajando pero que en la época de mayor agite hubo dos mil. Las pocas mujeres que hay ahora se dedican a los acabados y pintura.

El área técnica acaba de ser tapizada con una grama sintética que en estos días de verano alcanza los 69 grados en su superficie de caucho. Pliegos enrollados y decenas de recortes están arrumados en varios puntos. Es emocionante estar a tan pocos metros del terreno de juego, ese sí de césped natural. Si no se lesionan, lo van a pisar Messi, Ribéry, Robben. Este será el césped testigo del partido más tétrico del Mundial: Corea – Argelia. Hasta el momento solo se ve un arco instalado, aún sin piolas; Felipe nos cuenta que fue colocado en el mismo lugar donde quedaba la portería en la que un tal Claudiomiro marcó el primer gol en la historia del Gigante, en un partido entre Inter y Benfica, el 6 de abril de 1969.

Por fin llegamos a donde Alexandre Correa, que conversa con una pareja de realizadores argentinos y un periodista francés. Están cerca al túnel que comunica la cancha con los vestuarios. El calor allí es despiadado, veo a Alexandre como con la cabeza dilatada, despelucado, sudado. Luego de saludarlo e identificarme voy a tomar unas fotos hacia la tribuna pero cuando estoy obturando por tercera vez, escucho un grito de Alexandre con tono de regaño: "¡Colombia, ven aquí!". No sabía que nos iba a dar unas indicaciones entre las cuales están no tomarle fotos a los empleados y no ubicarse debajo de las grúas. No sé si fue algo que le dijo la recepcionista, pero siento a Alexandre un poco tosco conmigo, es como si hubiéramos entablado una relación profesor cascarrabias–alumno travieso.

 

Sin embargo, me siento libre para hacer mi trabajo. Es lo mínimo después de que nos hicieron esperar una hora en vano. Me siento como en un parque de diversiones. No sé para dónde mirar. Recorro los bancos de suplentes; la silletería está protegida con plásticos y huele a nuevo. La argentina, de ojos azules como el cielo, se hace tomar una foto sentada en una de las sillas y yo hago lo mismo ante la mirada de Alexandre. Me siento violando la intimidad del Mundial. Los cincuenta mil asientos rojos ya están en todas las tribunas. La cobertura del estadio y el aspecto del Gigante son majestuosos. En medio de la visita, instalan altoparlantes, luces y reflectores. En total son 404 proyectores de dos mil vatios de potencia que prometen una iluminación con características próximas a la luz del día. A cada cosa que veo, le tomo foto, me siento privilegiado.

"¡Colombia!", vuelve a llamarme Alexandre, esta vez para decirme que el recorrido continúa en los vestuarios. Hacia allá nos dirigimos todos los periodistas. El sector estaría listo si no fuera por la zona húmeda que tiene pilas de losas, bultos de cemento y el piso empolvado. Voy hasta el fondo del vestuario, no quiero dejar virgen ni un solo centímetro. Allí veo un jacuzzi y una bañera, también unas duchas múltiples que empiezo a fotografiar. De repente, otro regaño de Alexandre: "Fotos no, está feo ahí". El carioca me mira cómplice, en el fondo entendemos que Alexandre quiera cuidar la imagen del Gigante.

El brazuca, el balón oficial del Mundial, rueda suavemente por la grama sintética. Los argentinos lo graban en video mientras el carioca y yo esperamos a que lo desocupen, queremos intentar la 31, tenerlo en nuestras manos, patearlo al menos una vez. Alexandre, con el encéfalo cada vez más expandido, al parecer por el calor y el viento que le despeja las entradas, nos cuenta que el costo de la remodelación del Gigante, bajita la mano, fue de 183 millones de dólares. El estadio, que ha sido visitado constantemente por funcionarios de la Fifa, será entregado oficialmente a finales de abril cuando las obras en los alrededores hayan concluido.

Bajo una sensación térmica de 45 grados, la visita llega a su fin. Los periodistas hacen las últimas preguntas y nos tomamos las últimas fotos jugando con el brazuca. Con su deber cumplido y mientras nos acompaña a la salida, Alexandre se torna amable y divertido. Hasta en la despedida me trata de "Colombia", como si este cuerpo enclenque pudiera contener la geografía, la fauna, la gente, la historia y las desgracias del país.

Salgo del estadio conversando con el carioca. Mientras él va a hacer unas fotos panorámicas, yo iré a tomarme una cerveza al chuzo donde almorcé. Quizás ahora pueda saber de qué color son sus ojos. UC

Imagen: David E. Guzmán

Imagen: David E. Guzmán

Imagen: David E. Guzmán

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