Vitrina de novedades
Pascual Gaviria

Vano el motivo
desta prosa:
nada...
Cosas de todo día.
Sucesos
banales.
Gente necia,
local y chata y roma.
Gran tráfico en el marco de la plaza.
Chismes.
Catolicismo.
Y una total inopia en los cerebros... Cual
si todo
se fincara en la riqueza,
en menjurjes bursátiles
y en un mayor volumen de la panza
.

León de Greiff, Villa de La Candelaria.
 

La plaza mayor fue una especie de célula primigenia que se dividió poco a poco hasta formar la villa. Lotes, solares, mangadas que cambiaban de dueño y de extensión para intentar un orden donde solo había intereses dispersos. Cuando se atendió la cédula real que mandaba erigir la villa en el llamado sitio de Aná, había tres mil habitantes en el valle. Pasaron cerca de cien años desde la fundación en 1675 antes de que los naturales obedecieran las mínimas normas e hicieran posible el trazo de un cuadrado digno de llamarse plaza. No en vano el corregidor Mon y Velarde, quien la adornó con una fuente de piedra y bautizó sus primeras calles, llenaba sus informes a la capital con adjetivos nada elogiosos para las costumbres de los vecinos de la villa: “abandono”, “holgazanería”, “desidia”, “idiotismo”, “ociosidad”. Solo las uniones comerciales y matrimoniales entre las familias criollas más aventajadas y algunos comerciantes españoles lograron establecer un marco estable para acompañar la iglesia y el cabildo.

Antes había sido necesario sacar a los indios y a los mulatos de las orillas de la manzana principal, destinada a ser una especie de altar social de la villa y a reunir a sus habitantes, regados en pequeños núcleos –Hatillo, Barbosa, Copacabana, Hatoviejo, Guayabal–, en torno a un centro. La expropiación por parte del cabildo no solo buscaba un orden físico, con calles rectas, trazadas a cordel, sino también un orden económico y racial. Los blancos y los ricos debían encargarse de fundar el marco de la plaza: “En esta dicha Villa están las casas entremetidas sin forma de calles viviendo en el riñón de dicha Villa indios y mulatos y más gente de esta jaez y sirviéndoles las casas de cocina y vivienda con riesgo grande de que unas por ser gente la más incapaz y es en grave perjuicio del comercio que tienen sus haciendas arrimadas a dichas casas y lo otro como son pobres no podrán acudir a los empedrados”. Se les asignó un lugar lejos de la plaza a los indeseables y se entregaron los solares del cogollo a los beneméritos de la villa, quienes supuestamente pagaron su “justo valor”.

España acababa de desembarcar e imponía sus ritos de plaza pública. Un visitador de la época decretó veinticinco azotes para los indios y los negros que hablaran en voz alta o fumaran en el atrio de la iglesia de La Candelaria; para los españoles se impuso una multa de diez patacones, y los criollos debían pagar un día de cárcel. Un cepo para castigos, conocido como el “mico”, adornó la plaza en sus primeros años. Bisagras, cadenas y candados son palabras suficientes para imaginar ese potro de torturas. Dionisio era el nombre del verdugo encargado, de los escarmientos. Las campanadas de mañana, mediodía y noche servían para dulcificar un poco la escena. Manuel Uribe Ángel describe el ambiente “con honores de potrero” de la plaza al iniciar el siglo XVIII: “El pitar de un toro, el cacareo de unas cuantas gallinas, el canto de un gallo, el ladrar de un perro, el relincho de un corcel, el grito de una vieja llamando a los muchachos y el más común incidente de la vida ordinaria, hacían volver de un golpe todas las orejas del vecindario como con aire de preguntarse: ¿qué sucede?”.

Durante mucho tiempo se dijo que Medellín era sobre todo una gran pesebrera, además de un hato envidiable para proveer de carne a las minas del Nordeste y un cruce de caminos en las rutas de la colonización. El comercio era entonces un futuro inevitable. En 1784 un bando oficial autorizó el establecimiento del mercado en la plaza mayor, “haciendo saber a la gente que cuantos tuvieran huevos, pollos, frutas, hortalizas y comestibles, podrían los viernes hacer mercado público en la plaza principal”. La suerte estaba echada: la marca de los comerciantes quedaría por siempre. Los toldos eran una señal de las futuras tiendas en los primeros pisos de las casas, de los almacenes especializados que las reemplazaron y los especuladores en el atrio de la iglesia, de los bancos del siglo XX y el Flamingo y los venteros que hoy ofrecen películas piratas y zapatos chinos en la calle Boyacá.

Comenzaba el mercado y la plaza se erigía como el gran teatro local. Se exhibían las mercancías y sus dueños, se paseaban las miserias en busca de misericordia, se soltaban las peroratas políticas y religiosas. Fiesta y devoción compartían el mismo atrio, y la pólvora acompañaba los responsos los nueve días de fiesta en honor a la patrona de la villa. La elevación de grandes globos de trapo era uno de los espectáculos que justificaban el lleno total en el ruedo de la plaza. Un hueco en la tierra, lleno de leña y estopa, servía de caldera para inflar el armatoste. En agosto de 1799 el bogotano Mariano Valera echó a volar el primero y marcó una costumbre que trajo gozos y tragedias. Las maromas, las corridas de toros, las peleas de gallos y los juegos de azar completaron las diversiones del coso local hasta comienzos del siglo XX.

Carl August Gosselman, uno de los suecos que formaron la pequeña corte nórdica de Medellín, habló de la casa quinta de su anfitrión, ubicada en una orilla de la plaza. El jardín particular tenía eras de papa y piña, un sembrado de fríjoles que lindaba con la huerta de los melones, y un cultivo de perejil bajo la sombra de los pimientos. Limones, naranjos, mangos y un cafetal completaban la labor de la “embajada” sueca. Gosselman relata los paseos a caballo y hace una reseña del mercado para el año de 1825: “Aparte de la diaria compra de los alimentos, cada viernes la población tiene un mercado, con muchas más mercancías, instalado en la plaza mayor, al que concurre mucha gente de los lugares más apartados de la provincia. Junto a los productos típicos de la mesa, como el arroz, trigo, plátanos y frutas, se pueden adquirir otros manufacturados, como fuentes de greda, pitas, alpargatas, sombreros, alfombras, cajas de paja y ruanas. También se encuentran para la venta caballos y mulas […] Se reúne en esta plaza una diversidad tal de personajes y mercancías, que resulta una obra tan variada como interesante, que muestra un mapa con todos los tipos de habitantes de la provincia, sus animales, obras naturales y los productos artísticos que nacen de sus manos”.

En los primeros pisos de las casas que enmarcaban la plaza no se ofrecían cabuyas ni alpargatas. Los “jamaiquinos”, comerciantes con rutas abiertas y crédito en los almacenes de Kingston, habían comenzado a traer lujos y modas europeas para satisfacer a sus esposas y a sus clientes: sombreros y botas inglesas, capas para olvidar la ruana, vino y coñac para pasar la chicha. Las bodegas de la plaza imitaban a las de Jamaica, y muy pronto los avisos de las primeras casas comerciales lucieron los apellidos de los “blancos”: Marco A. Santamaría & Lalinde, Félix y Recaredo de Villa, Marcelino Restrepo e Hijos, Mariano Uribe & Hijos. Para mediados del siglo XIX ya había contratos directos con las agencias de París y Londres, y las casas comerciales especializadas en la venta de oro y títulos mineros, la aceptación de letras y los pequeños préstamos, estaban muy cerca de convertirse en bancos.

La política y las guerras partidistas también dejaban sus ecos en la plaza. En 1841, a pesar de la petición de clemencia que llegó desde Londres, fueron fusilados dos de los líderes del ejército levantado contra el gobierno liberal de José Ignacio de Márquez, recién vencido cerca de Salamina. Un bautizo de fuego para un pueblo acostumbrado a pólvoras más inofensivas.

En 1851 se mejoró el alumbrado público en las cuatro esquinas de la plaza. Se comenzó a usar una grasa más barata en los faroles, que se encendían desde las 8:30 de la noche hasta las 5:00 de la mañana. La reciente fiesta por la liberación de los esclavos había obligado a nuevas galas para las casas de segundo piso que cercaban el centro de la villa. Además de la luz, era tiempo de que rondaran los serenos: algo había qué guardar en los depósitos y comenzó el silbato de los celadores. Unos años más tarde la fuente de piedra se cambió por una de bronce con cuatro bocas, y se “hizo dividir la plaza en ocho triángulos” para instalar un empedrado y desterrar por fin a las vacas del hogar de las vacas sagradas.

Pero la plaza no solo era una vitrina de comerciantes recién bajados del barco y tenderos recién llegados con sus recuas. También habitaban sus esquinas los ilustres de la política, la ciencia y la cultura. Mariano Ospina Rodríguez, presidente de la República entre 1857 y 1861, vivía en uno de los costados, cerca de la iglesia. Y Manuel Uribe Ángel, médico y sabio de la comarca, tocaba su puerta en otra de las esquinas. Las tertulias también se citaban en la plaza y sus alrededores. Los liberales llamaban con sorna “La Sinagoga” a la reunión azul en la botica de los Isazas, donde despachaba Pedro Justo Berrío sin saber que sería elevado a patrono civil del lugar.

El espectáculo del mexicano Antonio Guerrero marcó una nueva época en las diversiones de la plaza. Ya no se trataba de elevar un globo de trapo, sino de tripularlo. Su hazaña fue en 1875, y la única foto del momento deja ver una multitud que rodea el suceso sin quitarse el sombrero. Los soldados hacen el cerco alrededor del globo templado que amenaza con elevarse y deja salir algo de humo de la parte superior. Parece que muy pocas mujeres –solo se ven algunas cubiertas con sus mantas– estaban invitadas a esa ascensión festiva y mundana.

Era el tiempo perfecto para el auge de la especulación y el cambio físico de la plaza. Con los préstamos y los inversionistas extranjeros habían llegado también nuevas ideas urbanas y plata para traer arquitectos y construir edificios. Parque era una palabra más adecuada para la ciudad, y la manzana vacía que señalaba el centro de la villa necesitaba la mano civilizadora: una verja para poner orden y gala, un hombre ilustre para reemplazar la labor menos simbólica de la fuente, e iglesias comerciales más venerables que las casas de balcón y almacén en el primer piso; con algo había que competirle a La Candelaria, que había sido establecida como catedral en 1862.

De los corrillos en la plaza se pasó al atrio de la iglesia, donde se vendían minas fantásticas y barras de oro inexistentes llamadas “marranas”. Ricardo Olano, en sus memorias, describe el momento como interesantísimo y agrega que nunca participó en esas “bullas”: “Esas reuniones del atrio eran lo que se llamó la bolsa. Más tarde se organizó una sociedad anónima que estableció la Lonja, en el local donde hoy es el edificio llamado El Polo. Allí se sacaban a remate barras de oro, letras, giros, acciones, etc… Ese establecimiento tuvo poca vida, porque a los negociantes les gustaban más los tratos que hacían en el atrio, donde nada tenían que pagar y donde las especulaciones se hacían más en el oscuro y por caminos más propicios para el enredo que los del remate público”. Así como en otro tiempo una tribuna pública les daba voz a los discurseros populares en el atrio de la iglesia, ahora los comerciantes recién enriquecidos por un golpe de suerte pontificaban sobre la guerra, el papel moneda y el porvenir de la República.

Fernando González, Tomás Carrasquilla, León de Greiff y otros más escribieron sus burlas a esos personajes típicos de comienzos del siglo XX en Medellín. No solo caían sátiras de las mejores plumas. La revista La Miscelánea describe en una página elocuente las extrañas condiciones de la bolsa y de los “Rockefeller” criollos que participaban de los corrillos productivos: “La moral no rige en el atrio ni en la guerra; está recluida de la puerta de la Catedral para adentro”.

Pero volvamos a la plaza, que ya era otra y tenía a Pedro Justo Berrío entronizado entre jardineras. El mercado se había ido a la plaza cubierta de Guayaquil, y el Parque Bolívar abría un nuevo sueño de mangas, lotes y promesas de progreso en el norte de la ciudad. Ya había varios frentes de desarrollo y el Parque Berrío debía pelear su preeminencia con los aires cargados de Guayaquil y su brío popular, y con los vientos frescos del Parque Bolívar y sus quintas de buhardillas que miraban sobre un bosque urbano. También la Catedral cambiaría de sitio, y la iglesia de La Candelaria estaría muy pronto más blanqueada que nunca.

En 1895 se inauguró la escultura hecha por el italiano Giovanni Anderlini y la plaza se convirtió oficialmente en el Parque de Berrío. Tres años duraron los trabajos, con diseños del arquitecto Antonio J. Duque y estudiantes de la Escuela de Minas, para instalar un jardín citadino donde había una plaza de pueblo. Pinos, bancas, arbustos podados, faroles en ringlera y una reja alta hacían parte de la renovada cara del parque. Ya vendrían las nuevas campanas para la iglesia y el alumbrado eléctrico, que sería recibido así por el periódico El Aviso en 1898: “Las lentas campanadas del reloj público anunciaban la llegada del momento solemne. De repente… fiat lux”. Hubo salvas de fusilería, himno nacional, pólvora y cabalgata. La noticia cerraba con la promesa de una noche limpia: “Este alumbrado no vicia el aire, no produce humo ni otros gases, no despide olor ninguno… Como la electricidad no se chorrea, con ella se acaban las manchas”.

El 30 de noviembre de 1923, bajo un pequeño titular que decía “Una tragedia”, el periódico El Tiempo anunció la muerte de Manuel S. Acosta, alias ‘Salvita’. La noticia narraba el accidente del “aviador” luego de que su globo “Colombina” se elevara y cayera sobre los techos del edificio del Ferrocarril de Antioquia. El globo de trapo estaba mal hecho y se cerró mientras Salvita hacía sus piruetas. Habían pasado casi cincuenta años desde la primera función de Antonio Guerrero en el Parque Berrío. Ahora la Plaza de Cisneros era el lugar de las grandes aglomeraciones populares. Los bancos habían desembarcado en el Parque Berrío, que lucía los vagones del tranvía eléctrico y los buses traídos por Ricardo Olano en la segunda década del siglo XX. También los automóviles hacían su aparición, y Gonzalo Mejía había instalado una bomba de gasolina en el costado sur del parque; los coches eran cosa del pasado y del desorden de Guayaquil. El atrio hacía las veces de terminal de transporte y recibía a los pasajeros que llegaban por las líneas trazadas desde La América, Buenos Aires, Manrique, El Poblado, Robledo, Belén y Envigado; hace cerca de noventa años existió algo muy similar a lo que hoy llamamos estación Parque Berrío.

La palabra “funcionalidad” reemplazó a la palabra “belleza”, y se adecuó el espacio para “la época del automotor”. El parque creció un poco hacia el occidente, el cemento sustituyó a la piedra y la verja de hierro fue retirada. Pedro Justo Berrío perdía su dominio sobre el espacio, por lo que fue levantado sobre un nuevo pedestal. Los jardines eran cosa del Parque Bolívar, así que se retiraron los arbustos y se dejaron solo algunos árboles mayores. Ya los incendios de 1912, 1916 y 1922 habían contribuído al “progreso” al facilitar el derrumbe de las melancólicas casas de aleros, para dar paso a los edificios de estilo republicano. Los apellidos ilustres dominaban todavía el frontis: Echavarría, Gutiérrez, Olano, Hernández, Zea.

El Café La Bastilla hacía contrapeso intelectual al mundo de las exportaciones cafeteras y las minas. Tomás Carrasquilla era el “rector” de las tertulias, a las que se arrimaban pintores y versistas de ocasión, periodistas y escritores, sastres y voceadores de prensa. Hasta Barba Jacob alcanzó a escampar en las mesas de La Bastilla. Antes, desde una buhardilla en el Café El Globo, León de Greiff y los Panidas habían armado su revista, que fue prohibida inmediatamente desde el púlpito.

Las postales de las ciudades norteamericanas y la palabra “rascacielos” hicieron que los edificios republicanos con bancos y almacenes fueran insuficientes para una ciudad que comenzaba a mostrar su fortaleza industrial. Era el momento de pasar del apellido a la Sociedad Anónima, y tres construcciones marcaron el camino a seguir: el edificio de la Colombiana de Tabaco, el edificio de La Bolsa, que al fin daba confianza a las promesas comerciales, y el Edificio Henry, que con sus seis pisos volvió a llevar las grandes primicias a la vieja plaza. Llegaron nuevas demoliciones y nuevos himnos al progreso. En 1929 Carlos García Posada publicó en la revista Cromos su canto al Edificio Henry: “En la noble y armónica composición de Herrera Carrizosa [arquitecto de la obra] hay mucho de ese espíritu conservador y progresista del valiente pueblo antioqueño […] En algunas de sus partes es puro y sencillo y magnífico como el cielo de Antioquia, en otras gracioso, exquisito y juguetón como sus jardines y sus fuentes. Bajo el cielo medellinense, luminoso y sereno, el Edificio Henry ha de ser una inspiración y un estímulo para los nuevos constructores […] Sólido, fresco, arcaico y moderno, complicado y franco, el edificio es el heraldo de una nueva vida”.

En la década del setenta el Banco de la República reforzó el sello financiero y puso la cuota institucional en un parque que fue siempre el centro de las iniciativas privadas y las competencias comerciales. La ampliación de las calles había robado espacio, y Pedro Justo ya no era el imponente gobernador sino un pequeño muñeco aturdido e impasible. Las chocoanas que llegaban a Medellín para trabajar como empleadas del servicio escogieron la fuente del banco como su sitio de encuentro, y en septiembre de 1986 llegó “La Gorda” de Botero y le dio la estocada definitiva al pensativo Berrío. Bajo su torso el parque volvió a tener un aire menos solemne. Una vez más, la vieja plaza mayor era la primera en recibir las novedades y los negocios, los ingenios y los sucesos que luego se irían a otros sitios de la ciudad.

Con el inicio de las obras del Metro el parque recibió su sombra definitiva. Los personajes que visitan hoy la plazuela, el movimiento de los venteros y sus ofertas de empanadas, cidís, zapatos, reconstituyentes sexuales, películas porno, lotería y relojes, sumados al sonsonete de los músicos populares, constituyen una especie de retoma pacífica e ingenua de los primeros habitantes del mercado de toldos. Los milagros de la Puerta del Perdón, el cóndor que corona el edificio de La Bolsa –que bien podría ser un buitre–, los frescos de Pedro Nel en los bajos de la estación del Metro y las viejas palmas adonde todavía llegan los pericos nos dicen que algo queda del telón cambiante del Centro de la ciudad. 


 

Pedro Justo Berrío, obra de Giovanni Anderlini. 1895.
Pedro Justo Berrío, obra de Giovanni Anderlini. 1895.
 

Mercado público. 1886.
Mercado público. 1886.
 

Plaza principal de Medellín. 1891.
Plaza principal de Medellín. 1891.
 

Parque Berrío. 1895.
Parque Berrío. 1895.
 

Tranvía Municipal. 1925.
Tranvía Municipal. 1925.
 

Inauguración del tranvía. 1921.
Inauguración del tranvía. 1921.
 

Basílica Menor de Nuestra Señora de La Candelaria. 1875.
Basílica Menor de Nuestra Señora de La Candelaria. 1875.


Fachada de los Edificios Echavarría y Gutiérrez. S. f.
  Fachada de los Edificios Echavarría y Gutiérrez. S. f.
 

Parque Berrío. 1965.
Parque Berrío. 1965.
 

Parque Berrío. 1995.
Parque Berrío. 1995.
 

Reformas al Parque Berrío
Reformas al Parque Berrío,
por inauguración de la Estación del Metro. 1995.

 

Plaza de Berrío. S. f.
Plaza de Berrío. S. f.

 
 
 
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