I
La tranquila mañana de lunes se ve de pronto alborotada por un puñado de borrachos. Vienen por el lado de Pichincha, una callecita por donde baja una traicionera peregrinación de colectivos y taxis "bolita", que por lo muda y vertiginosa es un peligro para los peatones distraídos. Entre los borrachos hay una mujer que le está contando la historia de su vida a uno de los hombres que la acompañan. "Póngame pues cuidado", protesta ella cuando él se distrae para destapar de nuevo la botella, sin marcas ni distintivos, a medio llenar de un licor cuya transparencia es su mayor signo de aspereza.
Como San Ignacio es apenas una plazuela –un rectángulo que no pasa de los ochenta metros que tiene una cuadra por unos veinte de ancho–, los borrachos capturan la atención de medio parque y, por lo tanto, de la policía. Casualmente, en ese momento hay siete carros de la institución parqueados a lo largo del costado occidental, en Niquitao, una carrera más bien tranquila donde se levantan cuatro edificios residenciales de dos pisos y un par de casas antiguas que se usan como clínica. En los bajos de los edificios funciona una fonda –cerrada a esa hora–, una clínica dental, un parqueadero de motos y una sucursal de apuestas; completan la lista un punto de arreglo de teléfonos celulares, una oficina de correo, tres pastelerías y una prendería.
Al ver que el alboroto es producto del alcohol, y que es una de las mujeres la que grita, poseída por el delirio, los agentes bajan la guardia. Mientras tanto, los borrachos se desplazan desde la enorme ceiba que se levanta en el extremo sur del parque hasta las dos cabinas azules de baños públicos instaladas en la esquina. En esa ceiba centenaria vivió hasta hace un par de años una ardilla que fue mascota pública. Con un árbol de semejante ramaje, tenía un pequeño país para ella sola. Se tomó el palomar como casa, y la comida se la traía la gente a todas horas. Un día, una de esas personas que ven en el reino animal la oportunidad de remediar sus propios males le llevó la parejita. No hubo entendimiento, y un día la ardilla de siempre apareció muerta en el piso. Dicen que la otra la aventó desde una de las ramas más altas.
La mujer ebria, que es delgada y no tiene mala figura, se rasga la garganta para terminar cada una de sus frases. Es inevitable no prestar atención a lo que dice, porque quiere decírselo al mundo entero.
–Siete añitos… –se lamenta.
–Por lo menos queda la culpa –sentencia el hombre que la escucha.
–Un chorrito –le pide la mujer a su compañera, que justo sale de los baños.
–Me está contando que a los siete años la violaron –explica con claridad meridiana el hombre a la recién llegada, para ponerla al corriente.
–Me dice el hijueputa –continúa la mujer–. "Si usted le dice a Gloria, yo la mato". Y se viene adelante con el balde de maíz que yo lavé para hacer las arepas, yo… con los cuquitos manchados de sangre.
Ante semejante crónica personal, no solo a mí se me vinagra el estómago. Más de uno voltea la cabeza para otro lado, como queriendo abarcar el parque con la mirada, lo cual es posible porque San Ignacio es apenas un lotecito adoquinado –alargado de norte a sur como el río, como la ciudad entera–, cuyos límites son las calles Ayacucho y Pichincha. Por la primera sube una estrepitosa fila de buses –de La Milagrosa, de Buenos Aires, de Cerros de Quinta Linda, de Sucre Boston–, que batalla por recoger pasajeros en los escasos veinte metros laterales del parque para llevarlos aguas arriba de la quebrada Santa Elena. Es justo en ese paradero donde está la otra ceiba centenaria, que de sol a sol recibe arrobas de dióxido de carbono, un alimento que seguramente no necesita en semejante cantidad.
Las dos ceibas enmarcan a su vez el costado histórico del parque, donde se levantan tres construcciones patrimoniales: el edificio, la iglesia y el claustro de San Ignacio. El primero –amarillos y grises los muros, verdes las ventanas– alberga el Paraninfo de la Universidad de Antioquia; en la mitad está el templo de San Ignacio de Loyola, de puertas rojizas y ladrillo gris; y, a la derecha, el claustro –revocado y pintado de gris– donde funcionó el Colegio San Ignacio, luego las oficinas y habitaciones de padres jesuitas, y actualmente la sede central de Comfama. A esta hora del final de la mañana, un piñón de oreja cuyas ramas llegan casi hasta las cruces de hierro que coronan las torres de la iglesia derrama su sombra sobre los viejos muros.
La Plazuela San Ignacio se llamó en un principio San Francisco, porque fueron los frailes franciscanos quienes iniciaron las obras del conjunto de los edificios históricos. En la novela de Alfonso Cano El señor doctor, publicada a principios del siglo XX, el personaje pasa por allí y asiste a unos grados en la Universidad de Antioquia: "Cuando menos pensó, llegó a la Plazuela de San Francisco, donde había varios coches estacionados. En la puerta de la universidad, guardada por dos agentes, un grupo de muchachos curiosos pugnaba por entrar. Tratábase de un grado, y como nunca había visto aquello, pidió permiso para presenciarlo y le fue concedido. Con todas las horas sobrantes, bien podía darse el lujo de un espectáculo gratis. Había logrado olvidar por un momento sus penas...".
Quitando el ruido de los buses y los vendedores de minutos de celular, el episodio del muchacho de la novela podría ocurrir en nuestros días. Los viejos que hoy hacen carrizo y rumian caja de dientes en las bancas del parque no harían mucha diferencia con los de aquel tiempo. Podríamos bajarle el ruedo al uniforme de las estudiantes que caminan por allí, y las haríamos pasar por bachilleres de la época. Y los jóvenes del colegio militar podrían ser utilizados como soldados de los ejércitos que en el siglo XIX se tomaban la sede de la Universidad para utilizarla como cuartel o prisión.
Esa es la película silente y amodorrada que se agradece a esta hora en medio del bullicio del Centro. Sin duda, un buen momento para bostezar y recibir el bajón de la borrachera, dirían los alcohólicos, que ahora duermen la tusa a los pies del busto de Marceliano Vélez.
II
Una herradura de tenderetes rodea San Ignacio el jueves en la tarde. Es una feria de artesanías que le agrega un poco de sándalo y cuero repujado al ambiente del parque. Mientras tanto, los últimos rayos de sol golpean la parte baja de los tres edificios patrimoniales. Entre las personas que pasan, las que venden y las que están sentadas en las bancas y sardineles que enmarcan los jardines, el lugar muestra una graciosa vida. No es que el parque esté atiborrado, al contrario, siempre se puede hallar un lugar para sentarse o para quedarse de pie sin sentirse acosado. Además, a esa primera hora del crepúsculo hay una muestra de culta diversión. Junto a la estatua del general Santander, en todo el centro de la plaza, se presenta una obra de teatro. Un hombre y una mujer de edad madura interpretan una pieza de humor cotidiano. El público, que atiende desde sus asientos de concreto, se deja arrancar risitas y hasta carcajadas. Los que más gozan son las parejas que se han puesto cita en el parque, pues la temática de las relaciones matrimoniales es de alguna manera la simpática e impensable contracara de su amor en ciernes. Mientras esto sucede, se abren las tres puertas de la iglesia. El sacristán –camiseta de cuello pulcramente metida entre el pantalón, peinado de lado, zapatillas deportivas blancas–, sonríe dando a entender que reconoce a los actores callejeros, y se queda apoyado en uno de los laterales tratando de atrapar al vuelo algún parlamento.
Entre tanto, en el costado del parque que da sobre Ayacucho, los buses están en su momento álgido. Como si no hubiera ya bastante confusión, un policía detiene una de las decenas de motocicletas que zigzaguean calle arriba y espera que le confirmen las señas del conductor por el radioteléfono. Un niño en uniforme de colegio, de esos que por su contextura y pícara mirada uno adivina demasiado audaz para su edad –probablemente escapado a la penúltima hora de la jornada de la tarde–, se cuelga del manubrio de la motocicleta esperando la resolución del episodio.
La obra de teatro termina con la mujer persiguiendo al marido, machete en alto, por todo el parque, y una carcajada general da paso al aplauso final. Los actores se inclinan ante el reconocimiento del auditorio. El hombre que hacía de marido se sienta junto a sus bártulos y comienza a desmaquillarse, mientras la mujer pasa recolectando en un sombrero la contribución del público. En ese instante, después de una respetuosa espera, una mujer de falda hasta los tobillos se apodera del centro de atención. Predica, con un megáfono, "la palabra de Dios". Otras dos mujeres que la acompañan reparten propaganda de la iglesia a la que pertenecen, al tiempo que ella da un ultimátum general: "todos le tenemos que rendir cuentas a Dios", dice. "Los mentirosos, los borrachos, los adúlteros y los afeminados, ¡conviértanse!".
Además del movimiento vespertino del parque, nutrido de parejas de enamorados, hay, como siempre, una gran cantidad de hombres y mujeres viejos sentados en las bancas y sardineles. Los pericos revolotean bulliciosos en las copas de los árboles, mientras las palomas se espulgan por turnos sobre la cabeza de Santander. La penumbra que sigue a la caída del sol se ve acentuada por tres tipos de luces: la amarilla de los viejos faroles, las blancas del interior de la iglesia, y dos pares de lámparas verdes y moradas que iluminan la universidad y el viejo claustro. Esa composición de claroscuros hace que los habituales de San Ignacio se atrevan más a la conversación y al juego, y menos a mirar en silencio la gente que pasa.
En los bajos escalonados del busto del doctor Vélez un grupo de hombres habla sobre los secretos del éxito en los negocios de comidas. Uno de ellos analiza las pizzerías de la ciudad, con la autoridad que le concede el haber trabajado cinco años en Piccolo. La conclusión, como es de esperarse, es que solo él sabe cómo hacer una buena pizza. Montaría un negocio y seguramente triunfaría, pero no tiene "plante". Entonces, uno de sus compañeros de conversa le sale al paso y se ofrece como socio capitalista.
–Sin embargo –responde el pizzero–, no se puede.
–¿Por qué no?
–Necesitaría un asistente.
–No hay problema, ¿qué tal el Jimmy?
–No califica, es muy desesperado.
–Coja entonces a un sobrino mío que está sin trabajo.
–¿Un sobrino? Está bien, yo le enseño para que ponga el negocio.
–No es para que le enseñe a él, es para que trabajen los dos…
Acorralado, el pizzero en retiro sabe que es el momento de mostrar carácter:
–Entonces está hecho, yo me le meto, yo me le meto –repite, confiado en que al alzar la voz podrá disimular su falta de decisión.
El otro, que no esperaba esa respuesta, dice:
–Déjeme yo arreglo unas platas que me deben y comenzamos.
–Trato hecho –dice el pizzero–. Arregle primero sus platas y me avisa.
Uno de los sardineles ha sido tomado por jugadores de ajedrez. Hay cinco tableros plegables extendidos sobre el muro de granito que sirve de mesa y de asiento. En una de las partidas un hombre moreno se enfrenta al que se considera el más flojo de los contendores. El moreno narra sus movidas, se pavonea, mientras los espectadores hacen chistes y advierten una muerte fija para el primer retador de la noche. Sin embargo, este se defiende con las uñas y dilata el mate hasta la última agonía en un tablero ya desierto de fichas.
Los "marranos", como ellos dicen, son pocos, y está bien establecido el ranking que todos saben de memoria. Mientras juegan o ven jugar, utilizan su inteligencia para desvariar. "Yo tengo más técnica que usted", dice uno. "¿Técnicas Americanas de Estudio?", replica el otro, y el resto del corrillo se muere de la risa. Con cada comentario parecen celebrar el hecho de ser parte de un grupo de almas que comparten una habilidad.
Entre los ajedrecistas hay todo tipo de personas que destacan en sus propios campos y oficios. Algunos llevan corbata, otros son simples estudiantes. Alguien que tenía su oficina cerca de allí conseguía por intermedio de un Capablanca electricista los trabajadores que necesitaba: un Bobbie Fisher maestro de obra, un Karpov cerrajero, un Kasparov plomero, y, en general, un esporádico aunque solícito personal que acostumbraba incluso responder en lugar de los otros.
Comienza la misa de seis y media y al fondo alcanza a escucharse el coro de la iglesia; riñe con la música de la fonda de la esquina, que funciona como karaoke. El animador del local canta una canción, con la dudosa intención de que su hiriente destemple demuestre que cualquiera puede tomar el micrófono. Yo me quedo, sin embargo, con el rumor de las hojas de una de las altas palmeras reales que se eleva frente a la iglesia. El viento susurra arriba por un rato, pero más tarde baja y levanta en remolinos los papeles que han caído al piso durante el día, haciendo que los que están en el parque a esa hora tengan que entrecerrar los ojos a un mismo tiempo, el tiempo indefinido de la Plazuela San Ignacio.
III
La noche del viernes comienza con un pequeño escándalo. Dos policías arrastran a un hombre que no es capaz de sostenerse. Una gran mancha en la parte trasera del pantalón del andrajoso personaje dice que ha llegado al límite de la incontinencia.
–Y eso que no está por ahí 'Care Marrano' –dice una mujer, mirando a lado y lado desde la banca donde está sentada.
Care Marrano es un policía al que todos los alcohólicos le temen. Tiene con ellos una pelea personal. La leyenda dice que si los ve sacándole monedas a alguno de los teléfonos públicos, se las quita y las lleva como donación a la iglesia.
La mujer, que vende tintos, está de acuerdo con que saquen a los borrachos cuando llegan al extremo de "hacerse" en los pantalones, porque nadie se aguanta el hedor. Los alcohólicos son, sin embargo, una marca nocturna del parque. Trastabillando y brindando, cogiéndose por la nuca y yendo de aquí para allá, le dan la vuelta a la estatua central de Francisco de Paula Santander. Entre ellos distingo a la mujer que unos días atrás contaba lo más amargo de su vida. Ahora canta estribillos de música tropical que atrapa de la fonda y marca con su mundana flacura algunos pasos de baile.
Si bien en el día se ven pocas familias, a las nueve de la noche el parque es más familiar que nunca. Las vendedoras de tinto y otras especies reciben a esa hora a sus hijos, quienes esperan jugando o bostezando mientras ellas recogen. Algunos vecinos sacan sus perros de paseo, y de los segundos pisos de los edificios bajan canastas atadas con cabuya que los últimos vendedores de papas fritas y obleas saben interpretar como religiosos domicilios.
El parque se va vaciando conforme llega la noche. Parejas de enamorados pasan de los picos a los besos, y algunas citas socráticas se conciertan con discreción. Alguien dice que la falta de esta última virtud les valió a las "lesbianas" de una conocida institución vecina que la fuerza pública las sacara del perímetro de San Ignacio.
Si bien una mujer que frecuenta el parque desde hace casi diez años dice que la seguridad está controlada, una chica que trabaja cerca habla de una banda de atracadores que usa el abrazo como técnica y el chuzón como marca registrada. Otros dicen que en el parque nada pasa, pero que no responden por ciertas calles aledañas. También es secreto a voces que chaceros y minuteros pagan vacuna para poder trabajar. Más o menos la historia de cualquier lugar de la ciudad, donde el que nada tiene –sino mezquindad en la sangre– le quita al que tiene menos.
A esta hora las dos casetas azules de los baños públicos están cerradas. Una de las leyendas del parque cuenta que allí murió un punkero. Entró por sus propios medios pero salió en brazos de los funcionarios públicos que hicieron el levantamiento. Envuelto como un tabaco, la gente recuerda su cuerpo flaco y largo, larguísimo, como nunca habían visto.
Se oye, desde diferentes direcciones, la caída escandalosa de las persianas metálicas. Casi todos los negocios del lado residencial del parque están cerrados. Solo funcionan la mencionada fonda y el parqueadero de motos. Las puertas de la iglesia están bien trancadas por dentro, y los edificios vecinos, universidad y claustro, dejan salir gota a gota a sus últimos empleados. Los buses que suben por Ayacucho ya no son tantos, y los taxis y colectivos de Pichincha también disminuyen. Los corrillos del parque se van desgranando y se oyen despedidas. Una llovizna comienza a caer y moja las secas bifloras que rodean los bustos conmemorativos, mientras personajes de costal revuelven con paciencia los basureros públicos.