Siete parques,
siete centros
Las ciudades van encontrando las plazas apropiadas para airear sus desgracias y sus galas. El encumbrado en el busto principal nunca logra imponer el orden que señalan las placas y los decretos. Las plazas obedecen sobre todo a los pasos y necesidades de los citadinos. Desde sus orillas ilustres los pueblos con ínfulas de ciudad van soltando sus mareas hacia los arrabales. Nuestras plazas fueron –y siguen siendo– la primera página de los diarios que no había, el patíbulo y el cuartel, el prostíbulo y la catedral, el puerto y el bar de bienvenida, el despacho de los comerciantes y la cueva de los especuladores. Hubo un tiempo en que más allá de las plazas solo rondaban los serenos y las brujas.
La plazuela que enmarcó La Veracruz sirvió para el anuncio de las alcabalas y "los exorcismos a plagas y epidemias". Ahora es tierra de piratas. En la plaza de La Candelaria, más tarde Parque Berrío, filó José María Córdova a sus 300 soldados antes de la batalla de El Santuario. Para el Parque Bolívar, que no era más que una mangada con guayabales, higuerillos y borracheros, imaginó un inglés una "Nueva Londres", y donó sus lotes sin imaginar que el diseño del rectángulo terminaría siendo francés. La retreta, el quiosco y el alumbrado eléctrico sirvieron para las primeras fiestas nocturnas. Las casas de los ilustres se fueron levantando alrededor de la verja de hierro traída de Europa. Era tiempo de que cambiaran los nombres de las calles; ya no más la calle del resbalón o la amargura, no más la esquina del ciprés o del guanábano.
San Ignacio antes fue cuartel de los estudiantes, y los curas llegaban y salían según el ánimo y el favor de los radicales. "Plaza hermosa, si las hay", escribió Tomás Carrasquilla hace cerca de cien años, y es un milagro que hoy podamos repetir sus palabras sin pensarlo. El alboroto de la estudiantina en las mañanas y en las tardes, el reino de las conspiraciones de "confidencias y meditaciones" en las noches. Los jubilados que hoy disputan sus partidas de ajedrez miran a las colegialas con desconfianza ante una posible retoma.
El Parque Berrío fue plaza mayor y feria de mercado. Allí se plantaron los toldos de los pulperos durante muchos años, primero los viernes y luego los domingos, según el genio de los comerciantes y la debilidad de los gobernadores, de modo que servía como salón de galas y galpón de ventas. Cuando el mercado se fue para los pantanos de Guayaquil, el Parque Berrío ya era un altillo para la ostentación y la recreación pública, además de "sitio propicio para realizar negocios de bolsa y especulación, pero sin que los objetos intercambiados se encontraran a la vista". Los bancos se convirtieron en un nuevo púlpito, y los graciosos de la época decían que "el oro no estaba en las minas sino en el Parque Berrío". Las luchas han cambiado, hoy Berrío se lo disputan los guitarreros de la guasca, la papayera sucreña y los solistas con parlante.
Los centros de barrio fueron novedad cuando la ciudad crecía hacia el oriente y el norte. El Parque de Boston, antes Sucre, con su estatua de Córdova y su grito silencioso mostró que los ritos de la periferia podían ser más ingenuos. Cuando poco se miraba hacia ese oriente pueblerino, lleno de mangas y escaso de gentes, ya en Boston estaban haciendo una iglesia, y gracias a ella los administradores de entonces llegaron hasta allá con una estación de tranvía. Las campanas llamaban a los nuevos habitantes. Han cambiado las razas de los perros, las atracciones mecánicas para los niños y la tecnología de la iglesia, pero la ronda al parque sigue siendo la misma.
Pero nada entregó tantas novedades, personajes y mitos como la plaza de la estación. Las plagas provocadas por sus pantanos hicieron que "el respetable" la llamara Guayaquil, en referencia a la ciudad ecuatoriana recién levantada, famosa por los estragos de la fiebre amarilla y el beriberi. Por momentos se alababa el gusto de su mercado cubierto, obra de un arquitecto francés de apellido Carré, pero a cielo abierto el clima y los perros callejeros hacían olvidar la gracia arquitectónica y con el tiempo no quedó más que decirle "pedrero" al mercado de piso desigual. Cuando llegó el tren la gente se olvidó de todo. Tanto que Francisco Javier Cisneros, el cubano encargado de abrir la trocha hasta Puerto Berrío, terminó por darle nombre a la plaza. Guayaquil fue también la escuela sórdida de la ciudad, el puerto seco donde florecieron las cantinas renombradas y las putas que desfilaban y desafiaban por igual. Además, la plaza se convirtió en escenario de las batallas políticas de la primera mitad del siglo XX. Político que no llenara la Plaza de Cisneros durante sus manifestaciones no podía llegar al Palacio de Nariño.
Guayaquil fue siempre una plaza sin iglesia; eso marcó su música y sus algarabías, sus culpas y sus penas. Ahora tiene un templo aséptico lleno de libros, en lugar de la vieja y pantanosa plaza de antaño. Los edificios públicos la han convertido en una antesala de los ciudadanos que buscan un certificado, un número para el subsidio, un paz y salvo para el negocio. Las postales son la especialidad de esta plaza histórica que ahora es una escultura desconcertante.
Plaza Mayor de Medellín, pintura de Simón Eladio Salom. C. a. 1860.
Frente al Museo de Antioquia se demostró que en Medellín también se pueden demoler edificios con algún sentido. Encontrar espacio para un parque en el Centro no parecía posible. Ahora cuatro ceibas crecen entre los antiguos palacios de la gobernación y la alcaldía, que, aislados, se habían convertido en edificios para los libros sobre patrimonio.
El Parque San Antonio surgió sobre un antiguo cementerio de carros. Antes hubo allí un barrio de artesanos que soportó y animó la vecindad de Guayaquil y desapareció frente a la encrucijada que plantearon San Juan y la Oriental. Cuando llueve la explanada de San Antonio se hace más grande y se convierte en el lugar más solo del Centro. Un regalo de amplitud. Los sábados la colonia negra se encarga de la música y el baile de una ciudad todavía almidonada. Los dos pájaros del parque son la mejor de nuestras postales sin imposturas.
Los parques, que muchos ven como una concesión a quienes les gusta demasiado detenerse, marcan el ritmo de los ciudadanos, sus recorridos y sus afanes. Uno de los tantos planos que intentó ordenar el futuro de la ciudad dibujaba a Medellín sobre un cuadrilátero con parques en sus extremos: El Salvador, La Ladera, La Independencia y Guayaquil. ¿Cómo serían nuestras encrucijadas actuales si los habitantes de hace un siglo hubieran crecido alrededor de esas cuatro esquinas?
Plano de la villa de Medellín, atribuido a José María Giraldo. 1791.