Un pájaro que aún estalla

Juan Miguel Villegas

 
 
 

Aquella noche, mientras flotaba de repente por el aire, Myriam Mora alcanzó a ver a Samir suspendido también en el vacío. Recuerda que lo vio a él –su yerno, esposo de Lina y padre de Melisa–, y junto a él a muchos más, gravitando fugazmente y en desorden, varios metros por encima del piso de adoquines. Pero un par de segundos después –o tal vez menos– la fuerza de gravedad los jaló de nuevo contra la tierra, y entonces la vida nunca más volvió a ser igual.

Eran las 9:20 p.m. del sábado 10 de junio de 1995, y lo que acababa de alzarlos era la onda ocasionada por la explosión de una bomba de más de diez kilos de dinamita, instalada detrás de las patas de un pájaro de bronce de casi dos toneladas que hasta ese momento descansaba sobre un pedestal, en el costado oriental del Parque San Antonio.

A esa hora, por lo menos 300 personas se concentraban en la parte sur del gran rectángulo que forma el parque, atraídas por una fiesta gratuita con grupos musicales y animador en tarima. Pero había, además, vendedores ambulantes, cocineras detrás de los puestos de comida y una feria de artesanos, ubicados en hilera con sus "catres" y mesitas sobre la franja oriental. Entre ellos, Myriam y cinco miembros de su familia.

Algunos de los presentes dicen que alcanzaron a escuchar la explosión. Luego, silencio. Y un par de segundos después –o tal vez menos– fueron arrollados por la fuerza de la explosión o bañados por el aguacero de esquirlas que sobrevino. "Yo pensé que había sido un 'corto', pero cuando vi esa bola de humo me di cuenta de que era una bomba. Salí corriendo a tirar a mis hijas al suelo pero no alcancé, quedé en la mitad, y ahí fue donde me alzó", cuenta Myriam dieciocho años después, rodeada de correas, billeteras y artesanías por los cuatro costados en su pequeño local, el número 31, en la acera norte del parque.

Pero para quienes en aquel momento estaban demasiado cerca del Pájaro, el estallido y el golpe del bombazo fueron la misma cosa... La última cosa. Al detonar, la carga destrozó las patas, el lomo y la cola del ave de metal. Ese choque desvió la onda, que en lugar de expandirse en forma concéntrica salió disparada sobre la franja oriental del parque, con dirección norte, arrasando con venteros, artesanos y transeúntes.

Los Cariñosos del Vallenato –a esa hora en la tarima, al sur– se silenciaron de golpe. Y en reemplazo de los acordeones y el canto, del baile y los tarareos, de las conversaciones y las risas, llegaron los gritos y el llanto. El humo y el olor a pólvora. Las carreras. El caos.

De las veintitrés personas que perdieron la vida en el atentado (veinticuatro, sumando un bebé que iba a nacer en unos meses), la mayoría estaban en la franja nororiental barrida por el estallido. Las demás víctimas mortales no sobrevivieron al golpe de los fragmentos de metal que lograron alcanzarlos. "Era como si estuviera lloviendo plomo", contó por esos días Angélica Yepes, cuyo esposo, un artesano bumangués de veintiocho años, murió al ser alcanzado por un proyectil. "Yo desde hacía rato le estaba diciendo: 'mijo, no trabaje más, ya está bueno. Mire que el nene tiene mucho sueño. Recoja todo y vámonos'. Pero él no me hacía caso: 'mija, es que apenas tengo cuatro mil pesos y eso no nos alcanza ni para comer mañana'". Minutos después vino el estruendo. "Arturo nos quiso proteger al niño y a mí y por eso se puso delante de nosotros".

Primero en carros, taxis y motocicletas, y poco después en ambulancias y vehículos de rescate, los heridos comenzaron a inundar las salas de emergencia de las clínicas Soma y Medellín, el Hospital General y la Policlínica Municipal, las más cercanas. Los reportes de la época hablan de 200 personas lesionadas. Algunos no llegaron con vida al hospital y otros murieron en las salas de urgencias. El saldo fatal: dieciséis adultos y siete menores de edad. (Ocho, contando al bebé en camino).

El mediodía anterior el principal capo del Cartel de Cali, Gilberto Rodríguez Orejuela, había sido sorprendido por el Bloque de Búsqueda de la Policía y el Ejército, agazapado en el fondo de un pequeño clóset. Por esos días, en prensa, radio y televisión, el gobierno de Ernesto Samper ofrecía pagos de hasta mil 500 millones de pesos a quienes entregaran información que permitiera la captura de los peces más gordos del narcotráfico. La estrategia demostraba entonces sus efectos. El golpe fue calificado por el presidente como "una gran victoria de la nación colombiana" y como "el principio del fin" de la organización vallecaucana.

Al estallar la bomba el país lo asumió como una retaliación por la captura del narco. Un mensaje con destinatario específico, además, pues el ministro de defensa de esa época era Fernando Botero Zea, hijo del pintor y escultor antioqueño Fernando Botero, autor del Pájaro.

A través de una llamada telefónica a la cadena RCN, una tal "gente del Valle" se atribuyó el hecho y rechazó la captura: "¿Luego quién ha condenado al señor Gilberto Rodríguez?", vociferaba un hombre. "Dígale al ministro Botero que queremos verlo esta noche en la televisión, junto a los de la Policía, igual de efusivo a como estuvo el viernes. ¡Que aplauda, que dé treinta aplausos por los treinta muertos de Medellín!".

Fernando Botero padre se enteró de la noticia en Francia, mientras cenaba en un restaurante de carretera. Y aunque su primera reacción fue prometer que enviaría una nueva escultura para reponer la que había sido destruida, un comunicado de prensa le hizo cambiar de opinión.

El Noticiero TV Hoy difundió un mensaje firmado por la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar –que reunía a las Farc, el ELN, el EPL, el M-19 y el Quintín Lame– en el que lamentaban las consecuencias de la acción terrorista, y aseguraban que había sido ejecutada por una de las "Milicias Bolivarianas de las FARC-EP". El texto sostenía que el atentado había sido dirigido "únicamente contra el monumento del Pájaro, como representación de la exageración opresora y burguesa", porque, según ellos, los más de 800 mil dólares que costó la obra "se pagaron con el producto de la explotación del obrero antioqueño".

Botero respondió con otro comunicado en el que afirmaba sentir una "ira profunda" por el hecho de que se hablara de él como si fuera un "opresor de los obreros en Colombia". Aclaró que de todas las obras suyas que había en el país (entre ellas la llamada "Gorda" del Parque Berrío y las otras dos esculturas del Parque San Antonio –Venus durmiente y Torso masculino–) solo una le había sido comprada: el Pájaro. Las demás habían sido donaciones. "Ahora quiero que esa escultura quede ahí como recuerdo de la imbecilidad y de la criminalidad de Colombia", escribió. "Ese crimen no fue contra la escultura, si era contra la escultura lo hubieran podido hacer a las tres de la mañana. Eso no tiene perdón".

Al estrellarse contra el piso después del sacudón, Myriam perdió el conocimiento. Despertó seis días después, con lesiones en el cuello y el tórax, esquirlas en el cráneo, la espalda y las extremidades, y varias costuras dispersas. Además, una pierna malherida que en principio no pudo ser enyesada, debido a los fragmentos de metal que se incrustaron en ella. Es una mujer de baja estatura, cabello rizado y corto, y lo cuenta todo con una voz despierta y enfática: "el yerno mío estuvo nueve meses en el Seguro Social. Mi nietecita Melisa estuvo cinco meses en el Hospital Infantil. Y a mi hija Astrid las heridas le tumbaron cuatro dientes con todo y hueso y le hicieron un hueco en el paladar".

 

Un pájaro que aún estalla

 

Un pájaro que aún estalla

 

 Un pájaro que aún estalla

 

 

Un pájaro que aún estalla 

 

Un pájaro que aún estalla

 
El lunes siguiente al atentado, los restos del Pájaro fueron cubiertos de claveles rojos por familiares y dolientes.

Y el jueves 22 de junio, doce días después de la tragedia, unas dos mil personas se congregaron en el Parque San Antonio en "Un abrazo por la vida": un acto de homenaje a las víctimas en el que la Banda Sinfónica de la Universidad de Antioquia ofreció un concierto, hubo lectura de poemas y una representación teatral. Además, los asistentes firmaron una carta dirigida a Botero en la que se le pedía reponer la obra destruida, pues lo que antes había sido un símbolo de paz, la "brutalidad" lo había "transformado en alegoría de terror y de barbarie".

Esta petición se hizo realidad cuatro años y medio más tarde, cuando un miércoles de enero del año 2000, en el mismo lugar del atentado, Fernando Botero le entregó al alcalde Juan Gómez Martínez una nueva escultura, idéntica a la anterior, fundida en bronce en sus talleres de Pietrasanta. En la ceremonia, el artista anunció que la recién llegada se llamaría la Paloma de la paz, en contraste con el Pájaro herido, como se llamó desde entonces la escultura destrozada. Una y otra quedaron distanciadas solo por algunos metros, sobre pedestales iguales. De este modo, dijo el artista, ambas representarían "un monumento a la violencia y la paz".

Tuvieron que pasar más de cuatro años para que Myriam fuera capaz de acercarse de nuevo al lugar de la tragedia. Y cuando lo hizo, no fue por voluntad suya. "Tienen que llevarla, porque si no se les enloquece", les había dicho la psicóloga a sus familiares, alarmados por su constante llanto. Su tía Margarita logró entonces convencerla de asistir a una misa en la iglesia del Parque San Antonio. Myriam, sin embargo, exigió que llegaran por la carrera Junín para así evitar la escultura destruida, visible al ingresar por otras de las calles que rodean el parque. Después de la ceremonia las esperaba afuera un grupo de amigas confabuladas, que consiguieron distraerla, y a pasos cortos, entre la gente y en medio de la conversación, la fueron arrastrando hacia el parque... hasta que de un momento a otro se vio frente a aquel Pájaro de más de dos metros de altura, deforme y roto, arriba de su pedestal. "Me asusté y traté de salir corriendo pero no me dejaron. Lloré mucho... El resto del día lloré, como reviviendo todo lo que había pasado", dice, y asegura que fue una terapia necesaria.

Y no fue la única vez. Una noche de marzo de 2009, al aceptar una invitación para visitar de nuevo los pájaros, se encontró con siete hileras de veladoras encendidas, dispuestas en orden frente a las esculturas, y junto a cada veladora, un par de zapatos usados. No le tuvieron que explicar nada para entender que ahí, ante ella, estaban todas las personas que murieron en el 95. No se pudo contener. Esa era una herida abierta para su familia. Y dos amigos muy cercanos, artesanos también, estaban ahí, ausentes, entre la luz de las velas.

Esa efímera instalación se realizó la víspera de la primera y única vez que los dos pájaros han abandonado su lugar. Al día siguiente, el viernes 13 de marzo, las dos esculturas –que sumaban casi cuatro toneladas– fueron levantadas con grúas y llevadas en camiones hasta el centro de convenciones Plaza Mayor, donde se celebraría días después la Asamblea del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Allá, entre otras cosas, se preparó una exposición que repasaba las últimas décadas de la historia local. En el recorrido, que relataba la evolución de la ciudad con pantallas digitales, proyecciones en video y fotografías, el Pájaro herido estaba al comienzo y la Paloma de la paz al final.

Durante el mes y medio que las mellizas estuvieron lejos de su hábitat, la prensa escribió que al Parque San Antonio "le faltaba el corazón", y una vendedora ambulante declaró que "le hacían mucha falta sus pajaritos", y que sentía como si a su "casa" le "hubieran quitado un pedacito".

Hasta hoy no hay un solo condenado por el atentado del Parque San Antonio, a pesar de que desde la noche misma de la tragedia hubo capturas. Diez minutos antes de la detonación, muy cerca del parque, fue detenido un adolescente que llevaba una mochila con dos frascos de café llenos pólvora. Mientras lo interrogaban en la estación Candelaria de la Policía Metropolitana, a dos cuadras de ahí, se escuchó el trueno. Demasiado tarde. Sin embargo, esa captura condujo a la de otros cinco sospechosos de haber participado como autores materiales, pero casi todos fueron dejados en libertad con el paso de los días por "falta de méritos para mantenerlos retenidos".

Inicialmente, el comandante de la Policía Nacional Rosso José Serrano señaló al narcotraficante valluno Henry Loaiza, 'El Alacrán', como financiador del atentado, pero este se entregó días después con el único objetivo –según dijo– de "explicar a las autoridades que no tenía relación alguna con el atentado". Y aunque los indicios estaban respaldados en pruebas técnicas y las acusaciones públicas de Serrano fueron categóricas, hoy Loaiza solo purga dos condenas de veinte y treinta años por la masacre de Trujillo, Valle, en 1990.

Por otra parte, casi todas la pistas recogidas por la Policía (grabaciones de voz, análisis de comunicados, modus operandi...) apuntarían a que la autoría intelectual del crimen fue del movimiento Jorge Eliécer Gaitán (Jega), que más tarde adoptó el nombre de Dignidad por Colombia. Se trataba de un ala disidente y radical del EPL, que entabló relaciones en distintas épocas con otros grupos guerrilleros, narcos, paramilitares y milicias urbanas. La organización era liderada por Hugo Antonio Toro Restrepo, quien se hacía llamar 'Aureliano' y más adelante 'Bochica', y se atribuyó, con tono y discursos similares, la autoría por la muerte del ex candidato presidencial Álvaro Gómez Hurtado, el secuestro del hermano del ex presidente César Gaviria Trujillo y –después de un supuesto incumplimiento de pactos por parte de la mafia– los atentados contra miembros de la familia Rodríguez Orejuela, entre otros hechos violentos. Según testimonios de allegados, 'Bochica' murió en marzo de 1999, rumbo a San Vicente del Caguán, prófugo de la justicia.

Pero solo hay eso, al fin y al cabo: sospechas, pistas, indicios y atribuciones no confirmadas...

Al yerno de Myriam los golpes recibidos le deformaron los dedos de una mano, que ahora permanecen contraídos. Por esa razón perdió su empleo en una fábrica de artículos de cuero, y hoy, separado de su mujer, sobrevive con trabajos informales. Astrid, la hija menor, cada vez que come algo siente "como si tuviera astillas clavadas en las encías", y maldice la prótesis que se ve obligada a usar, ante la falta de dinero y apoyo para una reconstrucción ósea y dental. Melisa, su nieta, que tenía tres meses cuando fue arrollada por la bomba, ahora esconde, tras un mechón de cabello, una gran cicatriz en su mejilla derecha. Nunca usa faldas ni jeans ajustados, para disimular las heridas en uno de sus muslos –tan profundas que parte de la piel recubre el fémur–, que a pesar de las promesas no le ha sido reconstruido con cirugía estética. Suele asfixiarse, y su voz es casi un susurro.

La familia recibió atención médica y psicológica los primeros años. Pero Myriam, que desde entonces carga un inhalador en el bolso, dice: "¡Nosotros sufrimos… lo que no está escrito! Yo vivo adolorida todo el día. Porque como me dijo el médico: 'a usted le pasó como cuando un chifonier se cae desde un segundo piso: se quiebra y lo reparan, pero no queda igual'. Así estamos, bien llevados, todos remendados".

Algunas familias de las víctimas fatales han entablado demandas contra el Estado para exigir reparación, pero los resultados han sido irregulares. Entre 2012 y 2013, el Consejo de Estado falló en dos procesos similares con sentencias opuestas. En el primero ordenó a la Policía Nacional indemnizar a dos grupos familiares, argumentando que "el hecho de que el explosivo hubiera sido instalado justo al lado de la escultura [...] demuestra que el registro de la plaza y el control sobre las personas que ingresaron a la misma fue deficiente". En el otro, sin embargo, negó la reparación a una viuda afirmando que la Policía "cumplió de manera razonable la obligación de protección y seguridad que tenía respecto de la ciudadanía que asistió al evento cultural".

"Yo creo que nosotros sí nos merecemos una indemnización... ¿Pero uno a dónde va? Yo quisiera saber dónde le colaboran a uno con eso", dice Myriam. "Nosotros no pusimos demanda porque todos los abogados nos pedían plata, y nosotros de dónde, si ni pa un pasaje teníamos", explica, y saca de un rincón de su local una foto de Melisa aún bebé, rechoncha y sonrosada, un par de días antes de la bomba. "La única que nos habría quedado de ella donde hubiera muerto".

En 2009, cuando levantaron de su pedestal al Pájaro herido para llevarlo a Plaza Mayor por poco más de un mes, de las grietas y rincones del ave cayeron al piso cientos de monedas de diferentes nacionalidades, estampitas y medallas: pequeñas ofrendas dejadas por creyentes para pedir favores a las almas de las víctimas. "Como si fuera un pozo de los deseos", dice Armando Arango, un restaurador que trabajó en el proceso de refuerzo estructural de los restos del Pájaro, cuando los vestigios de sus patas delanteras aún tocaban el piso, dislocadas, y la gente comenzaba a llevarse los trozos flojos de la escultura.

El Pájaro herido, ese "pájaro cubista de Picasso" –como describiría el propio Botero lo que quedó de su obra original– es uno de los objetos más visitados, fotografiados, acariciados, rayados y observados del Centro de Medellín. Un objeto, además, en el que se reza y se llora. Un santuario, mejor dicho. Como lo sabe todo aquel que pasa un día en el Parque San Antonio. Como lo saben quienes se congregan cada año para honrar la memoria de los muertos. Como lo sabe Myriam Mora cada vez que se ve parada frente a él, cuando el dolor le recuerda que siempre llevará clavado en el cuerpo el momento en que una bomba hizo pedazos una noche fresca con música de acordeones.


 
 
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