El lunes siguiente al atentado, los restos del Pájaro fueron cubiertos de claveles rojos por familiares y dolientes.
Y el jueves 22 de junio, doce días después de la tragedia, unas dos mil personas se congregaron en el Parque San Antonio en "Un abrazo por la vida": un acto de homenaje a las víctimas en el que la Banda Sinfónica de la Universidad de Antioquia ofreció un concierto, hubo lectura de poemas y una representación teatral. Además, los asistentes firmaron una carta dirigida a Botero en la que se le pedía reponer la obra destruida, pues lo que antes había sido un símbolo de paz, la "brutalidad" lo había "transformado en alegoría de terror y de barbarie".
Esta petición se hizo realidad cuatro años y medio más tarde, cuando un miércoles de enero del año 2000, en el mismo lugar del atentado, Fernando Botero le entregó al alcalde Juan Gómez Martínez una nueva escultura, idéntica a la anterior, fundida en bronce en sus talleres de Pietrasanta. En la ceremonia, el artista anunció que la recién llegada se llamaría la Paloma de la paz, en contraste con el Pájaro herido, como se llamó desde entonces la escultura destrozada. Una y otra quedaron distanciadas solo por algunos metros, sobre pedestales iguales. De este modo, dijo el artista, ambas representarían "un monumento a la violencia y la paz".
Tuvieron que pasar más de cuatro años para que Myriam fuera capaz de acercarse de nuevo al lugar de la tragedia. Y cuando lo hizo, no fue por voluntad suya. "Tienen que llevarla, porque si no se les enloquece", les había dicho la psicóloga a sus familiares, alarmados por su constante llanto. Su tía Margarita logró entonces convencerla de asistir a una misa en la iglesia del Parque San Antonio. Myriam, sin embargo, exigió que llegaran por la carrera Junín para así evitar la escultura destruida, visible al ingresar por otras de las calles que rodean el parque. Después de la ceremonia las esperaba afuera un grupo de amigas confabuladas, que consiguieron distraerla, y a pasos cortos, entre la gente y en medio de la conversación, la fueron arrastrando hacia el parque... hasta que de un momento a otro se vio frente a aquel Pájaro de más de dos metros de altura, deforme y roto, arriba de su pedestal. "Me asusté y traté de salir corriendo pero no me dejaron. Lloré mucho... El resto del día lloré, como reviviendo todo lo que había pasado", dice, y asegura que fue una terapia necesaria.
Y no fue la única vez. Una noche de marzo de 2009, al aceptar una invitación para visitar de nuevo los pájaros, se encontró con siete hileras de veladoras encendidas, dispuestas en orden frente a las esculturas, y junto a cada veladora, un par de zapatos usados. No le tuvieron que explicar nada para entender que ahí, ante ella, estaban todas las personas que murieron en el 95. No se pudo contener. Esa era una herida abierta para su familia. Y dos amigos muy cercanos, artesanos también, estaban ahí, ausentes, entre la luz de las velas.
Esa efímera instalación se realizó la víspera de la primera y única vez que los dos pájaros han abandonado su lugar. Al día siguiente, el viernes 13 de marzo, las dos esculturas –que sumaban casi cuatro toneladas– fueron levantadas con grúas y llevadas en camiones hasta el centro de convenciones Plaza Mayor, donde se celebraría días después la Asamblea del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Allá, entre otras cosas, se preparó una exposición que repasaba las últimas décadas de la historia local. En el recorrido, que relataba la evolución de la ciudad con pantallas digitales, proyecciones en video y fotografías, el Pájaro herido estaba al comienzo y la Paloma de la paz al final.
Durante el mes y medio que las mellizas estuvieron lejos de su hábitat, la prensa escribió que al Parque San Antonio "le faltaba el corazón", y una vendedora ambulante declaró que "le hacían mucha falta sus pajaritos", y que sentía como si a su "casa" le "hubieran quitado un pedacito".
Hasta hoy no hay un solo condenado por el atentado del Parque San Antonio, a pesar de que desde la noche misma de la tragedia hubo capturas. Diez minutos antes de la detonación, muy cerca del parque, fue detenido un adolescente que llevaba una mochila con dos frascos de café llenos pólvora. Mientras lo interrogaban en la estación Candelaria de la Policía Metropolitana, a dos cuadras de ahí, se escuchó el trueno. Demasiado tarde. Sin embargo, esa captura condujo a la de otros cinco sospechosos de haber participado como autores materiales, pero casi todos fueron dejados en libertad con el paso de los días por "falta de méritos para mantenerlos retenidos".
Inicialmente, el comandante de la Policía Nacional Rosso José Serrano señaló al narcotraficante valluno Henry Loaiza, 'El Alacrán', como financiador del atentado, pero este se entregó días después con el único objetivo –según dijo– de "explicar a las autoridades que no tenía relación alguna con el atentado". Y aunque los indicios estaban respaldados en pruebas técnicas y las acusaciones públicas de Serrano fueron categóricas, hoy Loaiza solo purga dos condenas de veinte y treinta años por la masacre de Trujillo, Valle, en 1990.
Por otra parte, casi todas la pistas recogidas por la Policía (grabaciones de voz, análisis de comunicados, modus operandi...) apuntarían a que la autoría intelectual del crimen fue del movimiento Jorge Eliécer Gaitán (Jega), que más tarde adoptó el nombre de Dignidad por Colombia. Se trataba de un ala disidente y radical del EPL, que entabló relaciones en distintas épocas con otros grupos guerrilleros, narcos, paramilitares y milicias urbanas. La organización era liderada por Hugo Antonio Toro Restrepo, quien se hacía llamar 'Aureliano' y más adelante 'Bochica', y se atribuyó, con tono y discursos similares, la autoría por la muerte del ex candidato presidencial Álvaro Gómez Hurtado, el secuestro del hermano del ex presidente César Gaviria Trujillo y –después de un supuesto incumplimiento de pactos por parte de la mafia– los atentados contra miembros de la familia Rodríguez Orejuela, entre otros hechos violentos. Según testimonios de allegados, 'Bochica' murió en marzo de 1999, rumbo a San Vicente del Caguán, prófugo de la justicia.
Pero solo hay eso, al fin y al cabo: sospechas, pistas, indicios y atribuciones no confirmadas...
Al yerno de Myriam los golpes recibidos le deformaron los dedos de una mano, que ahora permanecen contraídos. Por esa razón perdió su empleo en una fábrica de artículos de cuero, y hoy, separado de su mujer, sobrevive con trabajos informales. Astrid, la hija menor, cada vez que come algo siente "como si tuviera astillas clavadas en las encías", y maldice la prótesis que se ve obligada a usar, ante la falta de dinero y apoyo para una reconstrucción ósea y dental. Melisa, su nieta, que tenía tres meses cuando fue arrollada por la bomba, ahora esconde, tras un mechón de cabello, una gran cicatriz en su mejilla derecha. Nunca usa faldas ni jeans ajustados, para disimular las heridas en uno de sus muslos –tan profundas que parte de la piel recubre el fémur–, que a pesar de las promesas no le ha sido reconstruido con cirugía estética. Suele asfixiarse, y su voz es casi un susurro.
La familia recibió atención médica y psicológica los primeros años. Pero Myriam, que desde entonces carga un inhalador en el bolso, dice: "¡Nosotros sufrimos… lo que no está escrito! Yo vivo adolorida todo el día. Porque como me dijo el médico: 'a usted le pasó como cuando un chifonier se cae desde un segundo piso: se quiebra y lo reparan, pero no queda igual'. Así estamos, bien llevados, todos remendados".
Algunas familias de las víctimas fatales han entablado demandas contra el Estado para exigir reparación, pero los resultados han sido irregulares. Entre 2012 y 2013, el Consejo de Estado falló en dos procesos similares con sentencias opuestas. En el primero ordenó a la Policía Nacional indemnizar a dos grupos familiares, argumentando que "el hecho de que el explosivo hubiera sido instalado justo al lado de la escultura [...] demuestra que el registro de la plaza y el control sobre las personas que ingresaron a la misma fue deficiente". En el otro, sin embargo, negó la reparación a una viuda afirmando que la Policía "cumplió de manera razonable la obligación de protección y seguridad que tenía respecto de la ciudadanía que asistió al evento cultural".
"Yo creo que nosotros sí nos merecemos una indemnización... ¿Pero uno a dónde va? Yo quisiera saber dónde le colaboran a uno con eso", dice Myriam. "Nosotros no pusimos demanda porque todos los abogados nos pedían plata, y nosotros de dónde, si ni pa un pasaje teníamos", explica, y saca de un rincón de su local una foto de Melisa aún bebé, rechoncha y sonrosada, un par de días antes de la bomba. "La única que nos habría quedado de ella donde hubiera muerto".
En 2009, cuando levantaron de su pedestal al Pájaro herido para llevarlo a Plaza Mayor por poco más de un mes, de las grietas y rincones del ave cayeron al piso cientos de monedas de diferentes nacionalidades, estampitas y medallas: pequeñas ofrendas dejadas por creyentes para pedir favores a las almas de las víctimas. "Como si fuera un pozo de los deseos", dice Armando Arango, un restaurador que trabajó en el proceso de refuerzo estructural de los restos del Pájaro, cuando los vestigios de sus patas delanteras aún tocaban el piso, dislocadas, y la gente comenzaba a llevarse los trozos flojos de la escultura.
El Pájaro herido, ese "pájaro cubista de Picasso" –como describiría el propio Botero lo que quedó de su obra original– es uno de los objetos más visitados, fotografiados, acariciados, rayados y observados del Centro de Medellín. Un objeto, además, en el que se reza y se llora. Un santuario, mejor dicho. Como lo sabe todo aquel que pasa un día en el Parque San Antonio. Como lo saben quienes se congregan cada año para honrar la memoria de los muertos. Como lo sabe Myriam Mora cada vez que se ve parada frente a él, cuando el dolor le recuerda que siempre llevará clavado en el cuerpo el momento en que una bomba hizo pedazos una noche fresca con música de acordeones.