Con el pragmatismo típico de los comerciantes antioqueños, cuando recuerda aquella camiseta del Atlético Nacional piensa que esta le generó afinidad con un cliente, y eso redundó a favor de sus ventas.
"Es una historia simpática. Regalar esa camiseta significó lo que llaman fidelización con el cliente. Él llegaba a Bogotá y siempre iba a mi empresa, incluso me buscaba a mí en el almacén, porque fui el primero en atenderlo". El empresario Efrén Cardona trata de explicarle el asunto al periodista, mientras comparten un café en un exclusivo club social en Anapoima, Cundinamarca. "Y además me generó afinidad, porque cada vez que venía desde San Vicente del Caguán, me hablaba de ella".
Ver la cara de felicidad del hijo de su cliente, a mediados de los años 80, le generó una austera sonrisita, algo paternal. Quince años después, gracias a esa misma camiseta, rayaría en su rostro sonrisas más trascendentes, cuando aquel regalo contribuyera a la solución de uno de los asuntos más complejos de su exitosa vida empresarial.
Iniciado en el ciclismo competitivo, Efrén Cardona dejó las bielas y las caramañolas a finales de los años 70, y en compañía de un amigo montó una empresa ferretera en el centro de la capital colombiana. Pero aunque se radicara en la fría Bogotá, su vida y sus intereses seguían orbitando en torno a Antioquia, donde quedaran ancladas sus raíces, donde vivían sus padres, donde estaban sus amigos y su gente. Como la mayoría de jóvenes de la época, Efrén tenía hipotecada una parte de su corazón al Atlético Nacional.
"En ese tiempo viajaba mucho a Antioquia. Iba y venía constantemente. En una de esas idas me fui a ver un clásico entre Nacional y Medellín. Yo era hincha del Nacional, aunque no soy un fanático. Ya ni recuerdo el marcador final, pero cuando salí del partido, como en las afueras vendían camisetas de los jugadores, mi familia quiso regalarme una". Le preguntaron qué número quería y él no hizo amagues ni tuvo dudas: pidió la 10, pues aún se vivía el fervor de la 10 amarelha más famosa hasta entonces, la de Pelé. El mismo número llevaba en el dorso Hugo Horacio Lóndero, delantero letal a quien viera portar la camiseta un rato antes.
"Era una camisetica ordinaria, de combate", resume. Pero, ordinaria y todo, tenía el valor afectivo que le imprimió el gesto familiar, y fue lo primero que empacó de regreso a Bogotá. "La coloqué en una de las paredes de la empresa, al lado de otras insignias del arriero antioqueño: un zurriago, un poncho, un carriel, un sombrero Barbisio de los que mi padre usaba. Era un pedacito de Antioquia, como lo hacemos todos los empresarios que montamos algo por el mundo". Para preservarla del polvo y para limpiarla más fácilmente, la metió en una bolsa transparente y la acomodó junto al poncho. Ahí estuvo varios años.
La camiseta se convirtió en parte del paisaje del local, al lado de tenazas, varillas, tuercas y aluminios. Llamaba la atención de los clientes aunque para ese entonces las delicias del fútbol colombiano las brindaban los encopetados América, Millonarios y Deportivo Cali.
"A mí me compraba un señor de San Vicente del Caguán. Se llamaba Láder Cuéllar, y su hijo también se llamaba así. En el 85 vino con la familia a Bogotá, y en una de esas los invité a un corrientazo aquí en el almacén. Almorzamos huesos de cerdo y gallina criolla, cinco personas, ahí en el escritorio. Mientras comíamos se fijaron en las paredes, y el hijo me contó que jugaba fútbol".
—Y eso, ¿dónde? —preguntó el empresario.
—En mi escuela: soy de la selección, soy delantero.
Mientras hablaba con el chico, este se interesó en la camiseta, que estaba colgada frente al sitio donde almorzaban. "Le expliqué que era del mejor equipo de Colombia", dice sin modestia el empresario.
—¿Y por qué no me la regala? —le dijo el chico—.
Me la quiero poner cuando esté grande.
—Todavía estás muy chico, mejor yo te regalo una cuando estés más grandecito.
El chico no aceptó la disculpa y le dijo que se la quería llevar, ante lo cual el empresario la bajó y se la regaló. "El niño se la puso inmediatamente. Le llegaba casi a los tobillos. 'No, yo la voy a organizar' decía, y se fue muy contento. Eso me generó afinidad con su padre".
La ferretería creció y para finales de los años 90 era una de las más grandes de Colombia, con sucursales en las principales ciudades. Efrén tuvo que dejar el mostrador y atender asuntos más importantes, relacionados con grandes compras, importaciones, entre otros. El éxito que logró como empresario llevó a que otros ojos se fijaran en él: a finales de 1999, Ramiro, su hermano menor, fue secuestrado en el norte de Bogotá por el Frente 34 de las Farc.
Desde que supo del secuestro de su hermano, Efrén, quien gracias a sus éxitos como empresario había incursionado en el mundo político y fungía de Senador de la República, comenzó a hacer todo lo posible por lograr su regreso a casa. Seis meses después estaba en su oficina, imbuido en sus asuntos políticos y empresariales, cuando le pasaron una llamada telefónica. "Que era don Láder Cuéllar, me dijeron. Para mí fue una sorpresa. Dudé en pasarle".
Don Láder le contó que se había enterado del secuestro de su hermano. Le recordó que él vivía en San Vicente del Caguán, en plena zona de distensión, decretada por el Presidente Pastrana para los diálogos con la guerrilla de las FARC, y le ofreció acompañarlo si deseaba viajar a hablar con los responsables. "Me dio un poco de miedo eso de ir, máxime con lo del secuestro de mi hermano, pero sabía que era una de las opciones para poder liberarlo". Pero agradeció la atención y rehusó.
Otra mañana recibió una llamada de Láder, hijo. Este le hizo un pedido para su estación de gasolina y sus talleres (que, entre otros, tenía como principales compradores a los guerrilleros afincados en la zona).
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Luego de acordar el envío, Láder hijo le contó que a su padre lo había matado la guerrilla, pues no había podido pagar un rescate y, además, se habían quedado con una hacienda de mil hectáreas. Láder, sin embargo, se puso a su disposición nuevamente y le comentó que tenía cercanía con los que tenían a su hermano.
Ante el nuevo ofrecimiento, el empresario lo pensó. Se sumó a ello que el párroco de San Vicente del Caguán, el padre Miguel Serna, fue compañero de estudio de uno de sus cuñados y éste lo contactó con él.
En esos ires y venires, la inteligencia del Ejército descubrió que a su hermano Ramiro lo iban a matar y que su cuerpo —se dijo en una conversación interceptada a la guerrilla— lo tirarían sobre la vía a Villavicencio. "Me entró un desespero cuando supe. Un día jueves me llamó un Mayor del ejército y me dijo que si no arreglaba ese fin de semana, a él lo iban a matar. Me reuní con un Mayor de la Policía, jefe de mi seguridad, y con un representante del gobierno, y les hablé de la necesidad de viajar y que tenía dos contactos allá: Láder y el padre Serna.
Debido a su investidura de Senador de la República, le recomendaron que no viajara. También la familia se opuso al viaje. "Pero mi conciencia me recomendó que fuera. Pensé inmediatamente en Láder. Supe que en su bomba de gasolina se aparecían a las cinco de la mañana 'El Abuelo' Marulanda —como lo llamaba Láder—, Jojoy y todos sus comandantes. A veces él me llamaba y me decía: 'Aquí estoy tanqueándole a Jojoy, si querés te lo paso'. 'No, no, no…', le decía; me daba miedo".
"Sin embargo —agrega— pensé en él cuando tomé la decisión. Lo llamé y me dijo: 'Véngase para acá, que usted se manejó muy bien conmigo. Recuerdo la camiseta que me regaló y le quiero pagar ese favorcito'".
Pese a todas las recomendaciones, Efrén salió un martes para la Zona de Distensión. "Láder me esperó en el aeropuerto —tenía pasaporte para viajar por la zona desmilitarizada— y me llevó a la casa cural. Estuve allá hasta el domingo". Durante esa semana se reunió con mucha gente, pero con quien más estuvo fue con Láder, que para entonces ya tenía unos 30 años. Con más calma, sin el teléfono de por medio, hablaron sobre la muerte de su padre.
—¿Y cómo es que usted ahora tiene tratos y les vende insumos y gasolina?
—Si no lo hago, a mí también me matan —respondió Láder, tajante y seguro.
Entre conversa y conversa, el tiempo fue espesándose en San Vicente del Caguán. Láder lo contactó con una médica terapista, amiga del Mono Jojoy. El viernes fueron hasta Los Pozos Colorados. Efrén estuvo a unos 50 metros del Mono, pero este no atendió peticiones y no quiso recibirlo. El desespero comenzó a hacer metástasis y ya el miércoles, ocho días después del viaje y a punto de devolverse, la enfermera fue a buscarlo hasta la casa cural.
Efrén Cardona pudo reunirse con el Mono Jojoy. De aquel encuentro quedó grabada en su mente la gran despensa de whisky Sello Azul que tenía aquel hombre que predicaba en contra del imperialismo y que atacaba la burguesía, como también el hecho de que haber sido deportista en otra época le allanara el camino para que la conversa no fuera tan tensa. Y entre whisky y whisky fueron logrando acercamientos.
Esta historia tuvo final feliz, pues gracias a esa conversa pudo llegar a un acuerdo y su hermano Ramiro pudo regresar a la libertad tras 18 meses de secuestro. Hoy, con la calma y las cicatrices que va borrando el tiempo, Efrén considera aquella historia "simpática", y asume que esa camiseta marcada con el número 10 fue determinante.
"Lo clave para destrabar ese secuestro fue el contacto que me hizo Láder. Y creo que él me llamó para ponerse a mi disposición por el hecho de que siendo niño, jugador de colegio, pudo ir a Bogotá y vestir una camiseta que quizá de otra forma no hubiera logrado", dice Efrén, y puntualiza el asunto: "Creo que él cumplió un sueño infantil y por ello sentía que aún me debía".
Láder terminó volviéndose hincha furibundo del Nacional, como se lo contó en una charla durante la semana de estancia en el Caguán. "La camiseta seguro que se acabó pero le quedó un buen recuerdo. Y una decisión de ser hincha del equipo". Efrén Cardona, quien gracias a la camiseta pudo lograr la libertad de su hermano, menciona el asunto y vuelve con su sonrisita socarrona. Para él, quien nunca se ha considerado fanático, el fútbol y su indumentaria no deberían ir más allá de ser un asunto meramente deportivo.
"Yo no entiendo cómo es que se matan en un estadio por una simple camiseta". Lo dice él: ¡por una simple camiseta!
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