Los Llanos de Moxox no podían estar más áridos ni verse más desolados. Aquí y allá, la infaltable catinga de marañones, xiquexiques y castañas de cajú y los espinosos cactus de mandacarú, capaces de echar raíces sobre una piedra. Pero no había champiñones, ni animales domésticos, ni cultivos, ni casas. Eran miles de kilómetros de tierras abandonadas, de cosechas y casas en cenizas, de pozos destruidos, de manera que sólo la experiencia de los muchos naturales que integraban las filas de la Confederación les permitió conseguir agua potable y aprender a construir las tiendas de miga, fabricadas con una mezcla de barro y yuyos remojados en agua salada, tan abundantes en la región, mezcla que se podía modelar con las manos en unos pocos minutos hasta darle forma de madriguera, bajo la cual podía dormir el artesano; unas bajas, estrechas y no muy aromáticas habitaciones privadas, eso sí bastante frescas, ideales para guarecerse del calor sofocante del día y que, a no ser que se quisiese dormir de pie, resultaban bastante confortables.
Estas proverbiales tiendas de miga constituían además un camuflaje perfecto en aquellos yermos litorales, cuyos perfiles reverberaban al calor abrasador que se instalaba desde poco después de la madrugada hasta bien entrada la noche.
Los nativos le suministraban además a la tropa un brebaje de un amargo francamente nauseabundo, que preparaban con yerbajos propios de la Serra do Aguapeí, y que daba a las tropas un olor peculiar, no del todo desagradable, pero que parecía repugnar a toda clase de bichos.
Durante varios días el general Roedor y su tropa recorrieron de arriba a abajo las desoladas estepas sin toparse con nadie. Acampaban siempre en terrenos deprimidos y apostaban vigilantes por todos los flancos, pero era como si al enemigo se lo hubiese tragado la tierra.
Con todo y que podían estar en mejores condiciones que las tropas del Imperio, la marcha fue difícil. Muchos caían de cansancio y de sed y pedían ser abandonados.
—Seguid adelante, seguid. Que nadie se detenga por mí —decían estos valientes desventurados.
Mas no abandonamos a ninguno. A los más débiles se les atendía y se les cargaba hasta que recuperaban las fuerzas, y si morían, se les daba sepultara con honores. No hacía lo mismo el enemigo, de cuyo recorrido se percataron los batidores al segundo día. Bastaba trazar la ruta de los buitres que se alimentaban de quienes iban dejando. Los primeros cuerpos fueron vistos a orillas del Guaporé. Al parecer su intención era pasar a los Llanos de Moxox entre la Serranía de Huanchaca y la Serra do Aguapeí, con dirección suroeste desde Arenópolis al nordeste, como si pretendieran subir hacia Los Hongos por los Bañados de Izozog que era, sin duda, la ruta más rápida y segura.
Como llevaban de ventaja al menos media jornada, el general Roedor ordenó apurar el paso. Las caminatas nocturnas habían sido largas y agotadoras, dormir de día era difícil y el clima era realmente malsano. Y si a eso se sumaban la mala comida, la poca bebida y el peso de la dotación, era apenas natural que en la tropa se incubara un odio cerril contra los soldados del Imperio.
En tal estado de ánimo avistaron a los invasores, que pernoctaban en tiendas de campaña fabricadas con gruesas lonas que se veían a leguas y que no hacían más que multiplicar el calor infernal de la llanura y atraer a los insectos. Un grupo de batidores los sorprendió en la noche del lunes 10 de enero, unos ochenta kilómetros al sureste de las fuentes de brea de la Serranía de Huanchaca. ¡Estaban durmiendo!
El general Roedor no podía creerlo, pero era cierto. Bien fuese porque no sabían adaptarse a las condiciones del clima o bien porque no hubiesen observado con atención las costumbres de los lugareños, los ejércitos del Tío Sam se empeñaban en moverse de día y dormir de noche, con lo cual no lograban ni avanzar ni dormir mucho, para regocijo de los champiñones.
De resultas de esta extraña conducta en aquellos parajes, los batidores del general Roedor pudieron mantener vigilados a las huestes del Imperio, mientras los oficiales del Estado Mayor afinaban la estratagema que tenían preparada para atraer su atención y llevarlos en la dirección deseada.
Tres días después de avistar al enemigo, al mediodía del jueves 13 de enero del 137, la Primera División del Imperio se adentró por el sector noroeste de una explanada de más de cuarenta kilómetros. En el extremo este, el general Roedor dispuso la visible presencia de un batallón, al mando del coronel Sergio Capybara de la Sera de Maracaju, que vivaqueaba a la sombra de un bosque de imponentes umbuzeiros.
El coronel Capybara conocía como pocos la región y era el único de estas vastas y desoladas tierras que tenía asiento en el Senado. Sin embargo, el general Roedor no logró convencerlo de asumir el mando de uno de los dos regimientos que integraban su Ejército en el Golfo del Amazonas.
—No es modestia ni cobardía, general —le dijo—. Reconozco que he estudiado algo de estrategia militar y he sido subalterno vuestro en la Guardia Civil, pero de allí a dirigir un regimiento hay un abismo. Entended que jamás le he hecho daño a nadie y me mareo con sólo ver sangre.
—Ya os acostumbraréis —le dijo Max, hasta obligarlo a asumir el mando de al menos uno de los cinco batallones que integraban el Regimiento de Caballería.
Cuando el coronel Capybara y sus hombres divisaron a lo lejos al ejército invasor, sin pensarlo dos veces, montaron en sus cabalgaduras y partieron al galope, enseñando las grupas, adentrándose por una hondonada que se dirigía al nordeste, directamente a las fuentes de brea que borboteaban en el piedemonte de la Serranía de Huanchaca, unos quince kilómetros más adelante. Las huellas del camino, sin embargo, habían sido trazadas con anterioridad por otro batallón de caballería, de manera que los hombres del coronel Capybara, que servían de señuelo, tomaron un atajo que los llevó hasta un pequeño promontorio desde el cual se dispondría el ataque.
Toda la primera división del Imperio atravesó la llanura hasta llegar al campamento en el bosque de umbuzeiros, donde no encontraron absolutamente nada y la tropa completa, marchando de cinco en fondo, se internó en la hondonada tras las huellas de los fugitivos, felices de enfrentar y exterminar lo que tenían al frente, sin importar si se trataba de una caravana de pasajeros o un contingente de soldados.
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Ya oscurecía cuando los últimos hombres del Imperio llegaron a las fuentes y se encontraron con un enorme campamento que al parecer había sido abandonado minutos antes, con las consabidas tiendas de miga fabricadas con yuyos y agua salada, y cada tanto los rescoldos de cientos de fogatas, sobre las cuales se parapetaban enormes pucheros con un exquisito cocido de pescado; también hallaron porrones de vino, carne seca, pan fresco y agua dulce en abundancia.
Una avanzada de soldados a caballo siguió las huellas de los champiñones fugitivos, huellas que también habían sido trazadas con anticipación por otros dos batallones de caballería y uno de infantería que corrían hacia el sureste, adentrándose en los sertones del Mato Grosso, unas huellas que por más que cabalgaron siempre vieron fundiéndose en la distancia, hasta que decidieron regresar.
Tal como lo previno doña Cecilia Seta del Cardón del Cotopaxi, los soldados del Tío Sam mordieron la carnada y se apropiaron de las tiendas y las vituallas abandonadas. Sin que nadie lo ordenara y sin escudriñar a fondo los alrededores, en pocos minutos habían resuelto también pernoctar en el lugar, un estrecho valle de aguas putrefactas y respiraderos naturales de gas, fuentes de brea y ciénagas de aguas movedizas, donde quedaban empozados en una especie de bolsón sin salida, entregándose como corderitos a la matanza.
Al principio, el general Roedor no estaba muy seguro de utilizar una estratagema tan parecida a la de la Batalla de los Bueyes, pero doña Cecilia logró imponer su criterio.
—Quizás las tropas enemigas estén al tanto del incidente que acabó con la Tercera División —dijo la gran señora del Cotopaxi—, pero estoy segura de que ignoran detalles como el de las vinateras, que cumplieron las mismas funciones que hoy cumplen la comida, el agua, el vino y las tiendas, sólo que sin sacrificar vidas humanas. Simplemente no podrán resistirse.
Y así fue, porque aquella noche estos innobles soldados de seguro pudieron comer y beber decentemente por primera vez desde su arribo a las playas del Golfo del Amazonas.
Comieron, bebieron, se pelearon por los mejores lugares y luego del cambio de guardia de las diez de la noche, el resto de la tropa se entregó al sueño. Esperaban el nuevo día para madrugar a cazar champiñones.
El Ejército de la Confederación no atacó de inmediato. El general Roedor había discutido el asunto con su Estado Mayor y habían llegado a una conclusión: Para que la arremetida fuera letal, era imprescindible utilizar las granadas y, para ser efectivas, que dichas granadas fuesen arrojadas directamente en los pozos de brea, cuando todo el campamento estuviese dormido. Por más que le dieron vueltas al asunto, comprendieron que algunos hombres deberían permanecer ocultos en el campamento para arrojar los explosivos a la señal convenida. No podían correr riesgos lanzándolas desde lejos. En efecto, la disposición del campamento se hizo de acuerdo con las cincuenta fuentes de brea que debían ser dinamitadas y fueron cincuenta los voluntarios que se quedaron, dispuestos a dar la vida por la victoria.
A las tres de la mañana del viernes 14 de enero del 137 de la Nueva Era, el propio general Roedor, desde un promontorio a más de tres kilómetros de distancia, lanzó hacia el cielo una flecha encendida que estalló en el aire con un despliegue de colores, un tipo de flecha que había fabricado don Fortunato Iguana del Baudó, fruto de sus primeros experimentos con la pólvora, igualmente útiles para señales como para ser armas letales cuando se disparaban a poca distancia.
En cuestión de segundos, empezaron a estallar las fuentes de brea y el apacible campamento se convirtió en un infierno. La brea incandescente se elevaba en el aire y caía como lluvia de fuego sobre las inflamables tiendas de miga, donde dormía la tropa. Muy pronto las llamas envolvieron el valle y a los cinco mil hombres de la Primera División, hasta provocar la explosión de todo el material de guerra que traían.
A la noche siguiente, una vez amainó el fuego, los champiñones se acercaron al campamento a reconocer las ruinas.
El corazón se nos había endurecido, pues nadie movió un dedo para socorrer al puñado de infelices que aún seguían con vida, padeciendo el tormento de las quemaduras y el ataque de los insectos.
Con profunda consternación, el general Roedor se dio cuenta de que entre los muertos había cientos de mujeres, que podían distinguirse porque sus cuerpos chamuscados conservaban las cadenas y tenían los grilletes soldados al hueso.
En esta batalla no quedaron sobrevivientes de las tropas enemigas, porque los soldados del Imperio que acordonaban el sector fueron los primeros en caer, al igual que algunos que lograron salir del bolsón antes de que se propagara el incendio, víctimas de los dardos venenosos de varias compañías integradas por familias Insecto y Culebra. En cuanto al Ejército de Champiñón, además de los cincuenta hombres que ofrendaron su vida, de los veintinueve que quedaron en el desierto y de las más de trescientas mujeres esclavizadas que perecieron con el enemigo, no se presentaron más bajas.
—La diosa Fortuna está con nosotros —dijo doña Cecilia.
—Muy pronto llegará la hora en que el sacrificio sea necesario —le respondió con cierta pesadumbre el general Roedor.
—¿A qué os referís?
—En la próxima batalla no podremos valernos de engaños, doña Cecilia. La próxima vez tendremos que dar la pelea de frente. Los hombres de Champiñón morirán por miles.
—Estaremos preparados, Max. Estaremos preparados.
El general Roedor dejó dos compañías en el bolsón, con la misión de encontrar hasta el último de los caídos de la Confederación, para llevarlos a Los Hongos, donde se les tributarían funerales triunfales. Gloria y honor a su sacrificio y a su valentía.
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