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Número 25 - Julio de 2011
Artículos
Alexander Correa-Metrio. |
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Dicen las malas lenguas que cuando Francisco de Orellana, luego de explorar el Amazonas desde el río Napo hasta su desembocadura en el Atlántico, llego a la isla de Cubagua en Venezuela, y supo que Gonzalo Pizarro había logrado regresar sano y salvo a la ciudad de Quito, su cara palideció. Tendría muchas explicaciones que darle a su tocayo, el hermano mayor de don Gonzalo, el conspicuo don Francisco Pizarro, conquistador del Imperio Inca. Y el asunto había adquirido visos todavía más oscuros pues, sin saberlo, a Orellana se le había abierto un juicio por traición en España, a donde tendría que viajar, en lugar de entrar triunfal a Quito con la gloria de haber descubierto el río más grande del Nuevo Mundo.
La historia comenzó doce meses atrás, en agosto de 1541, cuando Gonzalo, el Pizarro menor, había convencido a su hermano Francisco de financiar una expedición en busca del País de la Canela. Había sido la ambición de Orellana encontrar El Dorado, o por lo menos el País de la Canela, y así poder alcanzar gloria y prestancia, o por lo menos convertirse en regidor de un territorio. En medio de infinitas dificultades para darle inicio a su empresa, tuvo la suerte de conocer a don Gonzalo, el díscolo hermano menor del honorable Francisco. Pero gracias a don Gonzalo se sensibilizaron las arcas del reino hacia tan admirable aventura y se recibieron los recursos suficientes para emprender, con 4 mil 250 hombres, una de las travesías más disparatadas del Nuevo Mundo. Sin embargo, no todo había salido a gusto de Orellana, pues a cargo había quedado obviamente Gonzalo, quien de vez en cuando le hacía saber quién era el que mandaba, actuando de manera caprichosa, sin seguir sus planes y desatendiendo sus consejos.
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La oportunidad de deshacerse de la cabeza de la expedición, del Pizarro inconveniente y llevado de su parecer, se presentó tan pronto la expedición dejó las montañas de los Andes. El carácter insensato y excesivo de Pizarro había llevado a la expedición a un casi seguro fracaso. En cuestión de semanas ya estaban sin comida y habían perdido más de 3 mil 200 hombres entre desertores y muertos. Entonces, al llegar al Río Coca, el 22 de febrero de 1543, la expedición se partió en dos; mientras Orellana avanzaba en una barcaza en busca de provisiones y ayuda para los enfermos, Pizarro esperaría su regreso. Ahora bien, mientras algunos historiadores aseguran que dicho fraccionamiento se dio por órdenes de Pizarro, otros afirman que fue sugerencia de Orellana, quien estaba seguro de que Gonzalo no podría defenderse por su cuenta, y que dado su carácter débil de niño mantenido, sería devorado por la selva. Cualquiera fuera el origen de la iniciativa, lo cierto es que don Gonzalo Pizarro fue abandonado a la buena de Dios por sus fieles subalternos y que se quedó en medio de la manigua esperando como Noé el cuervo del diluvio. No tuvo entonces mas remedio que tratar de regresar a Quito, y para sorpresa de muchos, lo consiguió.
Entre quienes acompañaron a Orellana en busca de provisiones, se encontraba el dominico Fray Gaspar de Carvajal, desde un principio encargado de las memorias de la travesía. Su retórica sería la encargada de contar a presentes y futuras generaciones cómo el glorioso hermano menor de Francisco Pizarro había descubierto el País de la Canela. Sin embargo, como hombre de Iglesia, Fray Gaspar debió seguir su instinto y tomar partido por el que mejor posibilidades tenía de sobrevivir, en este caso don Francisco de Orellana. Y como hombre de Iglesia, fabricaría toda una aventura para poder justificar el hecho de haber abandonado a Pizarro en medio de la selva. Estoy seguro de que a su muerte Dios ya lo habría perdonado, como en este mundo lo hizo el Rey, porque por el bien de la Iglesia, a los hombres de Dios generalmente se les concede la gracia de mentir. Y como ahora debe andar en el cielo de los católicos, ni modo de poder contactarlo para preguntarle qué fue lo que realmente pasó en aquella expedición. Él, sin el ojo que perdió supuestamente por una flecha de los indios amazónicos, ha de estar entre una multitud de arcángeles, ángeles y santos, contando la grandiosa hazaña de su travesía por el río más grande de las Américas: el Amazonas.
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No es mi intención, y si lo fuera estaría mucho mas allá de mi alcance, aclarar la borrasca de contradicciones que se dieron entre los que fueron abandonados con Pizarro, y aquellos abandonadores que se fueron con Orellana. Mientras los primeros acusaron a Orellana de robo y traición, los segundos, especialmente el fraile, no ahorraron palabras para ponderar los indecibles esfuerzos del conquistador para mantenerse fiel a su señor. Según el clérigo, era común que, mientras navegaban por el río, pasaran varios días con sus noches durante los cuales todo lo que se veía en la orilla eran asentamientos humanos, desde los cuales los indios atacaban sin piedad la barcaza con flechas envenenadas. No obstante, ahora son evidentes algunas exageraciones del fraile, incluyendo la descripción de una población de mujeres bastante altas y blancas, unas grandes guerreras que vivían en ciudades de piedra. Que dichas mujeres —aseguraba el fraile— tenían previstas ciertas fechas específicas en las que recibían hombres con fines estrictamente reproductivos, pero a quienes atacaban y asesinaban sin piedad el resto del año. Mas tarde, el río tomaría su nombre de la semejanza del relato con el mito griego de las Amazonas, quitándole a Orellana la oportunidad de inmortalizar su nombre teniendo como homónimo el río más caudaloso del mundo. Probablemente en su lecho de muerte, ya absuelto de los cargos de traición, don Francisco de Orellana lamentaría haber dejado al fraile ir tan lejos con la historia.
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Toda esta crónica no pasaría de ser una anécdota más de la Conquista, si no fuera porque los relatos de Fray Gaspar de Carvajal son usados hoy como parte del acervo probatorio de un grupo de investigadores, que asegura que la Amazonía, antes de la llegada de los españoles, estaba habitada por alrededor de diez millones de personas. La consecuencia lógica de un nivel de ocupación de esta magnitud sería la existencia de un paisaje fuertemente perturbado, el cual se habría recuperado después de que las poblaciones nativas fueran conducidas a la casi total extinción, principalmente debido a las enfermedades traídas por los europeos. De hecho, evidencia de ciudades con estructuras complejas, mas no de piedra como las que supuestamente habitaban las Amazonas, han sido halladas en el sur de la cuenca, en Brasil y Bolivia, en regiones de condiciones climáticas relativamente estacionales. Dicha evidencia prueba la existencia de ciudades con estructuras sociales complejas, con infraestructuras bastante sofisticadas y una perturbación sustancial de las áreas selváticas.
De acuerdo con cierta corriente de investigadores del clima, estos hallazgos al sur de la Amazonía, sugieren que lo que conocemos hoy como la entrañable y prístina selva amazónica, sólo sería el resultado de un gran parque cultural donde la selva se ha logrado recuperar durante los últimos 500 años. Esta teoría tiene un problema: no hay suficiente evidencia en la parte mas húmeda de la cuenca, cual es el piedemonte andino (norte de Bolivia, oriente de Perú y Ecuador) y las partes centrales de los ríos Negro y Solimões y sus afluentes (noroeste de Brasil y sur de Colombia). Tal problema sería irrelevante si esta porción de la Amazonía no ocupara alrededor del 50% de la cuenca. Pero sobretodo, si la teoría de una selva fuertemente influenciada por acciones antropogénicas no estuviera siendo utilizada hoy como parte de la base científica para la formulación de políticas que propenden por la "recolonización" de la selva para la explotación de la tierra en actividades madereras, agrícolas, ganaderas y mineras. En el otro extremo de la ciencia, están quienes defienden la idea de una selva virgen antes de la ola de colonización que tomó auge a partir de finales del Siglo XIX y principios del XX, con la fiebre del caucho o ciclo da borracha, como es conocida en Brasil. La solución a la disyuntiva planteada por estas dos corrientes científicas no parece estar cerca, pues si bien no hay evidencia contundente de ocupación intensiva de la selva, y ante quienes arguyen la castidad de la selva, los "poblacionistas" se defienden diciendo que el inclemente clima de altas temperaturas y fuertes precipitaciones se encargó de borrar cualquier vestigio.
Bajo las intensas lluvias y la humedad casi constante que envuelve a la selva, los incendios sólo podrían producirse por acción antropogénica. Así entonces, desde la década pasada nuestro equipo de investigación ha recorrido la selva buscando material carbonizado en el fondo de los lagos, pruebas inalteradas de presencia humana en el pasado de la selva, protegidas por los espejos de agua de la acción corruptora del oxígeno y la temperatura atmosféricos. De este pasado no nos queda más recuerdo escrito que las fantasías mezcladas con realidad de Fray Gaspar de Carvajal, sin saber él que casi 500 años más tarde, podríamos recurrir a los sedimentos del fondo de los cuerpos de agua, que fielmente guardan el archivo de la vegetación, el fuego, y hasta de la composición de la lluvia. Con el sucederse de los días y las noches, y con ellos la acumulación de los años y milenios, la lluvia, que todo lo lava, lleva hasta el fondo de los lagos recuerdos microscópicos del bosque. Esa misma lluvia que junto con el aire borra las huellas del paso del tiempo, cuando llega a los lagos, construye un archivo histórico que nos permite la reminiscencia de aconteceres a veces presenciados por nadie.
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Por lo pronto, es para nosotros claro que hubo ocupación. No tan extensiva como predican aquellos que alimentan los discursos de políticos interesados en extender sus haciendas y trasladar los cinturones de miseria de las ciudades a la selva, donde confían nadie los pueda ver, pero tampoco tan mínima como dicen los defensores de la virginidad de la manigua y de la bondadosa inocencia de los indígenas. Hubo una ocupación intensiva, pero localizada y ciertamente dañina, pues la Amazonía es, para decirlo vulgarmente, un delicado monstruo de biomasa asentado en un desierto. Si se quita la manigua, con sus bichos y sus plantas, no se encuentra más que arena yerma y pobre. Acaso nos resulte imposible convencer con esta tesis a quienes abogan por un nuevo modelo de ocupación y aprovechamiento de la selva, a aquellos que están a cargo de tomar las decisiones, porque ellos, al igual que el fraile de marras, ven lo que quieren ver, o quizá simplemente lo que más les conviene.
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