Su norte es el sur
Fotografías y texto por Luca Zanetti. Traducción de Julián Restrepo
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Si vives en México es probable que asocies migración con La Bestia, un lento tren de carga que comienza su recorrido en la frontera sur y es aprovechado por muchos migrantes provenientes de América Central, afligidos por la pobreza, para emprender sus arriesgados viajes hacia el norte, hacia los Estados Unidos.
Al mismo tiempo, familias de cristianos menonitas de los estados norteños de Chihuahua y Tamaulipas viajan en dirección opuesta al sueño americano. Su periplo hacia el sur termina en las llanuras inundables del oriente colombiano, los Llanos (que tienen cerca de 310 000 kilómetros cuadrados, un área similar a la de Polonia). Esto puede comprenderse mejor como parte de una épica migración en busca de tierra y oportunidades, y de liberarse de la persecución religiosa que comenzó en Europa occidental en la Edad Media.
Descendientes de cristianos anabaptistas o creyentes bautistas suizos, alemanes y holandeses, los menonitas creen en la separación entre la Iglesia y el Estado, el pacifismo y en que una persona debe ser bautizada cuando ha alcanzado la edad del consentimiento. Estas ideas chocaron con las de la Iglesia católica y las de otros reformadores como el suizo Ulrico Zuinglio, quien promovió la ejecución por ahogamiento de Félix Manz, uno de los primeros anabaptistas, en el río que pasa por Zúrich, el Limmat, luego de que este expusiera sus ideas en el grupo de discusión de la Biblia al que ambos pertenecían.
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Tolerados en algunos países, pero a menudo perseguidos violentamente, migraron a Rusia, donde establecieron colonias a finales del siglo XVI. Su dialecto alemán, el plattdeutsch o bajo alemán (que suena como la parodia del discurso de Adolf Hitler que hace Charles Chaplin en El gran dictador), ha sobrevivido hasta el día de hoy, ligeramente transformado por palabras prestadas del ruso. Desde Rusia salieron en tres grandes migraciones hacia al continente americano. La primera a finales del siglo XIX. Luego de la Revolución rusa, muchas de sus granjas fueron expropiadas y muchos fueron asesinados por ser vistos como extranjeros de clase alta y privilegiada. Se les llamaba kulaks, un término empleado para referirse a granjeros que poseían más de tres hectáreas de tierra. Esto provocó una segunda ola entre 1920 y 1930, cuando marcharon alrededor de veinticinco mil más hacia Canadá, Brasil y Paraguay. Un grupo de estos migrantes, descontentos con la intromisión del gobierno canadiense en sus métodos de enseñanza, partió para México y Estados Unidos. Una última migracion se dio entre 1948 y 1950, al terminar la segunda guerra mundial, cuando otros diez mil menonitas cambiaron la Rusia de Stalin por Canadá y Paraguay. En este último país cultivaron exitosamente las áridas tierras de la región del Chaco, habitadas por los indígenas guaraníes, y se convirtieron en una importante fuerza económica.
Para llegar hasta donde se está escribiendo el más reciente capítulo de la historia menonita, viajo desde la capital de Colombia, Bogotá, situada al occidente, en la cordillera de los Andes, hasta las aparentemente interminables llanuras de Casanare, al pueblo de Orocué. Allí pongo mi motocicleta en un pequeño bote para surcar las aguas color caramelo del río Meta. De nuevo en tierra firme, paso por el caserío de El Porvenir, donde la mitad de los hogares han sido abandonados y reclamados por la vegetación. Este es el legado de una masacre perpetrada en 1987 por un grupo paramilitar conocido como Macetos, quienes asesinaron a siete habitantes y desplazaron a la población entera hacia el Casanare. No hay evidencia concluyente, pero los lugareños están seguros de que los paramilitares estaban asociados a Víctor Carranza, el “zar de las esmeraldas” y ganadero, quien logró adueñarse de las tierras de El Porvenir. Mucho antes de la llegada de Carranza los campesinos de El Porvenir llevaban años en sus tierras. A pesar de una sentencia de la Corte Constitucional que en 2016 los reconoció como ocupantes históricos con derecho a títulos de propiedad, en el terreno se han repetido las amenazas, las últimas de ellas en 2018. Este es el contexto social en el que los menonitas mexicanos hicieron su masiva compra de tierras en las cercanías.
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Desde El Porvenir, el GPS marca una distancia de 58 kilómetros hasta la colonia de Liviney, en los 4° 24’ 41.91’’ N y 71° 36’ 5.7’’ O. La carretera para llegar allí, la ruta 40, hace un desvío de 140 kilómetros de huecos y traqueteos. Es una línea, entre tortuosa e inútil, que comenzó a tenderse en la década de los treinta y que debería conectar, de haberse terminado, el puerto de Buenaventura, en el Pacífico, con Puerto Carreño, la capital del Vichada, desde donde se puede ver al poderoso río Orinoco internarse en Venezuela.
Un pastor evangélico del Movimiento Misionero Mundial, a quien ayudo con una llanta pinchada, me enseña un atajo a través de la sabana. “Es fácil”, me dice, en la señal del kilómetro 56 solo tengo que girar a la izquierda, entrar en la sabana y seguir una trocha, siempre a la izquierda, hasta ver vastos y prolijos cultivos de arroz, soya y granos.
No había manera de que intentase cruzar la sabana con las exiguas instrucciones del pastor. Al llegar a la señal del kilómetro 56 tengo suerte y me encuentro unos trabajadores de carreteras tapando algunos huecos, dos de ellos llaneros que hablan con un acento casi indistinguible del de los llaneros de Venezuela.
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Ellos pueden decirme exactamente cuántas zanjas quiebrapatas para ganado tengo que pasar antes de girar a la izquierda, justo antes de una laguna, y tomar camino por la sabana abierta, atento al tercer tanque de agua que está montado sobre un armazón de cemento. Junto al tanque veré una cerca, allí volteo a la derecha y la sigo hasta ver un cultivo de grano con un aviso rojo y blanco que advierte que aquello es propiedad privada y que está prohibido cazar. “¡Ahí es donde están los alemanes!”. Les pregunto qué tan lejos queda. El más viejo responde: “Es algo leeejos”.
Avanzando por una pequeña trocha medio inundada, entre cientos de montículos de termitas, cortando por entre una hierba marrón que llega a la altura del pecho y que se parece a la cola de una vaca, donde veo huir a un venado, y pensando en que la tierra es definitivamente plana, estoy cruzando un paisaje cultural que pertenece a la orgullosa raza de jinetes, los llaneros.
Los llaneros pueden verse montando descalzos sus caballos criollos, siempre con un cuchillo al cinto, a veces con un revólver. Pueden encontrarse masticando una pasta de tabaco negro llamada chimó o fumando hojas de tabaco secas enrolladas como un cigarro, con su aspecto estoico, mirando el horizonte infinito, bajo la sombra de sus sombreros.
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Arrean y marcan ganado salvaje para los pocos hatos tradicionales que quedan, cuyos ricos propietarios se rehúsan a abandonar las antiguas y económicamente ineficientes prácticas de la ganadería extensiva, solo por gusto. Hoy en día, estos “señores feudales”, que hasta finales de los sesentas cazaban indígenas guahibos como si fuesen venados o dantas, para extender sus tierras de pastoreo y que hoy, como ayer, explotan a los llaneros como mano de obra barata, se han convertido, paradójicamente, en los protectores no solo de las tradiciones del Llano sino también de grandes áreas de su amenazado ecosistema.
Luego de perder de vista varias veces el tanque de agua y la trocha debido a la fuerte lluvia, finalmente llego, cerca de las cinco de la tarde, al aviso que marca el comienzo de Liviney. Me tomó siete horas cruzar los 45 kilómetros de sabana. Una semana después, a mi regreso, con el conocimiento adquirido y con la trocha seca gracias a dos días consecutivos de sol, me tomará dos horas. En Liviney los caminos son de tierra colorada, de diez metros de ancho, cubiertos de grava fina y flanqueados por un tendido eléctrico recién instalado. Las distancias se dan en metros, el tiempo en minutos y en domingo nadie trabaja, incluyendo aquellos que no van a la iglesia. Caminos, electricidad, escuelas e iglesias son bienes comunes que los menonitas financian de acuerdo con cuántas hectáreas posee cada familia. La propiedad entre ellos difiere enormemente: las familias con propiedades más pequeñas cultivan unas 35 hectáreas y llegan a fin de mes trabajando la tierra de los grandes propietarios, que poseen hasta mil hectáreas.
El primer menonita que conozco es Isaak Fehr —uno de tres Isaak Fehr que hay en la colonia, no son familiares—, quien habla un perfecto inglés con acento canadiense. Lo encuentro recién bañado disfrutando la puesta del sol con su esposa y tres de sus ocho hijos. Toma sorbos de mate frente a su casa, que es del tamaño de un hangar para aviones y que alberga no solo a su familia sino también al valioso y gigantesco equipo para sembrar, cosechar e irrigar.
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Después de las presentaciones me dice que debería registrarme de inmediato en el único y pequeño hotel de propiedad de su vecino, el pastor Abram Fehr, quien pronto partirá, como cada noche, para su círculo de estudio de la Biblia, y solo regresará hasta tarde.
Isaak se despide invitándome gentilmente a visitarlo a él y a su familia a la mañana siguiente, para desayunar a las siete, añadiendo que lo hace muy feliz encontrar finalmente a alguien con quien poder hablar en inglés.
En el hotel me recibe un gran pastor alemán que corre hacia mí con intenciones poco claras, mientras Abram Fehr lo llama por su nombre. Al final comienza a menear su cola y a husmear las llantas embarradas de mi moto. Como único huésped puedo elegir entre cinco habitaciones idénticas con aire acondicionado, una pequeña ventana y dos camas dobles. Hay otras cinco habitaciones en construcción, pero con los viajes internacionales suspendidos debido a la pandemia del coronavirus, el flujo de huéspedes menonitas que buscan comprar más tierra en Colombia se ha detenido. Antes de esto recibían visitantes de México, Paraguay, Bolivia y Argentina. En particular, me dice este pastor alto, en buena forma, calvo y de ojos azules, la gente de Argentina es la más decidida a establecerse aquí.
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No porque les falte tierra, hay montones de ella en Argentina, sino porque el gobierno interfiere cada vez más en su sistema de enseñanza, alegando que es un atropello a los derechos de sus hijos. Los niños menonitas comienzan el colegio a los seis y lo terminan a los trece. Es por eso que hay muchachos que apenas pueden ver por sobre el volante manejando enormes tractores y muchachas trabajando duro en casa, en la cocina y el jardín.
Me duermo arrullado por millones de grillos. En la mañana, cuando el sonido viaja más lejos en el aire húmedo, puedo escuchar el clamor de los monos aulladores que llega desde los parches de selva de los alrededores, que parecen islas en un mar de hierba y crecen a lo largo de los ríos y caños. Los locales los llaman morichales, porque las palmas de moriche se elevan por sobre el resto de la vegetación. Estos bosques pantanosos son el hogar del jaguar, el tapir y la anaconda, así como de miríadas de otras especies. El hogar de la familia de Isaak Fehr, donde disfruto de un delicioso desayuno hecho de pan casero, mermelada y pastel de manzana, es del tipo espartano. En las habitaciones no hay nada decorativo más allá de algunas citas bíblicas y un cuadro de un vaquero arreando ganado, un regalo que el padre de Isaak le dio cuando este se fue de México. Este despliegue de humildad es más visible en el cementerio de Liviney, un lote de veinte metros cuadrados rodeado por un muro de cemento de un metro de alto. A ras de suelo en una de las esquinas hay una pequeña y solitaria lápida de mármol con la inscripción: “El bebé de John Fehrn Janzen, nacido el 22 de junio de 2018 y muerto el 5 de diciembre de 2018, vivió 5 meses y 13 días”. La primera persona en morir en la nueva colonia.
A pesar de esta simplicidad, considerada como una virtud cristiana equiparable a la sinceridad, la humildad y la franqueza que parecen oponerse al materialismo, la gente aquí se apresura a señalar que la tradicional imagen de fanáticos conservadores que los extraños tienen de los menonitas, como un grupo de granjeros que rechazan la modernización por motivos religiosos, no podría estar más lejos de la realidad. Estos colonos usan computadores, camionetas, celulares, cuatrimotos e internet.
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Los jóvenes salen los domingos a jugar voleibol, escuchar rock, beber cerveza (solo los muchachos), fumar y hablar de cuánto más cool era la vida en los Estados Unidos, Canadá o México cerca de las grandes ciudades.
El aire acondicionado es omnipresente: en la iglesia, en la escuela, en casa, en los carros y en las cabinas de los tractores. Los hombres son más conductores de camiones, constructores y mecánicos que granjeros. Contemplan sus sembrados desde la altura de las cabinas computarizadas de su gigantesca maquinaria.
Todo lo que hace más liviano el trabajo parece verde o amarillo y marca John Deere, desde las grandes máquinas hasta la podadora de césped, la parrilla para los asados, la hebilla del cinturón y la gorra de béisbol. Las mujeres, por su parte, visten batas que llegan hasta el piso, de confección casera y colores oscuros, en las que predominan el negro, el gris y el marrón.
Se encuentran los mismos colores y patrones en las baldosas y el papel tapiz de las casas. Una mujer joven podría vestir un vestido rojo oscuro con un diseño de flores y llevar el cabello suelto, pero esta extravagancia desaparece con el matrimonio, pues las flores son reemplazadas por patrones de rayas o cuadros, los colores se vuelven más oscuros y el cabello será cubierto con una pañoleta. Vivir en una sociedad estrictamente patriarcal hace que la mayoría de las mujeres con las que me encuentro muestren una suerte de sumisión, que se expresa en no mirar directo a los ojos a menos que la conversación esté mediada por un miembro masculino de la familia.
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A cargo de mantener la casa limpia, hacer tres comidas al día y velar por los niños, las mujeres rara vez van a los campos, a menos que sea el tiempo de la cosecha. Entonces pueden verse sentadas junto a sus esposos en las cabinas John Deere, que son del tamaño de un auto pequeño.
Isaak Fehr está contento en Colombia, donde ha vivido cuatro años, pero algunas cosas, dice, podrían ser diferentes. Le disgustan los vientos alisios del este que soplan sin falta por los flancos de los Andes orientales de Colombia y Venezuela, entre diciembre y abril. El viento lo pone nervioso; sufrió de lo mismo en Tamaulipas, donde su granja estaba cerca del océano Pacífico y lo decepciona no haber encontrado un nuevo hogar libre de viento.
Otra decepción son las carreteras colombianas: “Demasiadas curvas, ¿por qué no las construyen derecho y construyen puentes en lugar de ir zigzagueando por ahí?”. Su última queja concierne a la población local: “Tengo que decirlo, los colombianos tienen la reputación de ser muy amables y acogedores, pero lo amistoso les dura hasta el momento en el que tienen tu dinero, ¡entonces se acaba! Un comerciante de grano todavía me debe quince millones de pesos de mi última cosecha. ¡Estoy seguro de que nunca los voy a ver!”. Isaak habla sin descanso de comprar tierra en Venezuela mientras su esposa mueve la cabeza con desaprobación y sus hijos miran la mesa evitando el contacto visual. ¡Está convencido de que con el colapso de la economía la tierra allá debe estar muy barata!
Ramon Dick participó en la exploración de la nueva colonia y se convirtió en uno de los primeros en establecerse en febrero de 2016, y me enseñó cómo empezó todo. El proceso que puso la migración en movimiento comenzó en 2013 con una reunión casual en una feria sobre tecnología de perforación profunda en los Estados Unidos entre un tío de Ramón, Peter, y un colombiano que lo invitó a visitar los Llanos. De ese primer viaje, el tío Peter regresó perdidamente enamorado de Colombia y comenzó a incitar a su colonia (unos cien mil menonitas en el norte de México) con fotografías e historias de extensiones interminables de pastizales. En 2014 hizo un segundo viaje, esta vez con otros veinte granjeros y hermanos en la fe. Ramón, cauteloso al principio y algo temeroso de Colombia por su mala imagen, se decidió y aceptó viajar. Su rostro se ilumina al describir cómo se sintió por primera vez, viniendo de un desierto al norte de México (donde el agua es escasa y se encuentra a doscientos o más metros de profundidad), ante el verde exuberante de los aparentemente interminables pastizales de las llanuras inundables al oriente colombiano. “Si Dios quiere, en veinte años esto podría ser como una campiña en los Estados Unidos”, recuerda haber pensado. Luego de la segunda visita, que despertó gran entusiasmo, las cosas se aceleraron y tomaron más forma de negocio.
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Tres hombres designados, conocidos como “jefes de colonia”, viajaron al departamento del Meta e inspeccionaron con más detalle Liviney, un rancho de siete mil hectáreas en venta, a trescientos kilómetros al sur de la capital regional, Villavicencio. Convencidos de que la tierra era prometedora y una ganga, los jefes de colonia regresaron a México en busca de compradores. Ochenta familias firmaron un compromiso ante notario. Cada signatario tiene un plazo para pagar, y pasado este tiempo, la tierra será ofrecida a alguien más de la comunidad. Con los compromisos firmados en sus bolsillos los jefes volvieron a Colombia para reunirse con los agentes inmobiliarios, pero primero tuvieron una reunión crucial con políticos de los departamentos del Meta y el Vichada. Buscaban tener la seguridad de que el gobierno les permitiría mantener su estilo de vida, es decir, abrir sus propias escuelas, iglesias y cementerios; también, que no tendrían que enviar sus hijos al servicio militar obligatorio, lo que podía llevarlos al frente en la guerra contra las drogas y la insurgencia.
Los políticos colombianos les dieron seguridades con la condición de que se mantuvieran “saludables”, es decir, que evitaran actividades ilegales. Para los menonitas, mientras menos se entrometa el Estado, mejor. Isaak Fehr dejó México por Canadá cuando se casó y regresó a México después de algunos años porque “¡Canadá es como un Estado comunista, van detrás de cada dólar que haces!”.
Los menonitas están definitivamente en el medio de un experimento de capitalismo clásico. Se asentaron en un lugar donde la tierra es abundante y puede comprarse por un promedio de mil dólares la hectárea y rebosa de sol y lluvia, y el agua potable se encuentra perforando a una profundidad de treinta metros. En cuanto a la mano de obra, pueden sacarla de un enorme estanque de desesperados migrantes venezolanos que deambulan a lo largo y ancho de Colombia en busca de una vida mejor.
A solo trescientos kilómetros más al norte, más cerca de Villavicencio, donde las cosechas cambian de mano y comienzan su proceso de adquisición de valor, una hectárea podría costar diez mil dólares o más.
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El modelo de agricultura a gran escala de Liviney, Australia y Florida (las tres grandes posesiones menonitas), con maquinaria pesada y lejos del consumidor final, no solo es increíblemente intensiva en capital y uso de energía, así como una causa principal del calentamiento global y la sobreproducción de alimentos, sino también un negocio arriesgado.
Dos de las familias ya dejaron Liviney debido a malas cosechas sucesivas, vendieron todo y regresaron a México. Abram Loewen tuvo suerte y terminó por comprar la casa y algo de la maquinaria de una de las familias que se marchó. “Aquí tienes que meterle un montón de dinero a la tierra antes de ganar algo. Primero, tienes que prepararla con cinco toneladas de calcio por hectárea para incrementar la absorción de nutrientes; luego, preferiblemente, plantas arroz primero para reducir la acidez del suelo; después de eso, puedes plantar los cultivos que realmente producen dinero: maíz y soya. Si es necesario, añades fertilizante y pesticida a cada cultivo, en diferentes etapas de crecimiento, dos o tres veces. Aquí el maíz necesita 120 días para crecer, así que nos las arreglamos para tener dos cosechas al año. En Chihuahua, donde solo llueve tres meses al año, solo era una cosecha. El año pasado mi primera cosecha de grano me dio 8640 kilos por hectárea, lo que es muy bueno, la segunda, que recogí en diciembre, llegó a los siete mil kilos por hectárea y mi soya dio 3300 kilos. Luego todo se detiene, de diciembre a abril no llueve”.
Son camioneros colombianos como Alberto Cárdenas los que traen el fertilizante importado hasta el sur desde Cartagena de Indias, en la costa Caribe, a 1500 kilómetros, en un viaje de tres días. Una vez descargado, Cárdenas llena el camión con soya que, según dice, va a alimentar una gigantesca granja porcícola propiedad del expresidente Álvaro Uribe Vélez.
Cuando le pregunto al hotelero y pastor Abram Fehr qué piensa la comunidad acerca del calentamiento global, visto que los menonitas mismos, si no son refugiados del cambio climático, por lo menos han sido afectados por el fenómeno en México, me mira estupefacto y evade la pregunta mencionando el hecho de que, con solo treinta familias, Liviney ha construido tres escuelas. Esto tiene que ver con diferencias acerca de si la enseñanza debe impartirse en bajo alemán, alto alemán, español o inglés.
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Grandes franjas de las llanuras orientales de Colombia que hacen parte de la cuenca del Orinoco han quedado a salvo de la agricultura a gran escala y su devastador impacto sobre el ecosistema. La incursión en estos territorios fue obstaculizada por el conflicto interno colombiano. Este ya no es el caso. La compra de tierra por parte de los menonitas (que en 2020 llega a más de veinte mil hectáreas, una extensión equivalente a una carretera de cuarenta kilómetros de largo por cinco de ancho) es parte de una tendencia que comenzó durante las negociaciones de paz del gobierno con la más antigua de las guerrillas marxistas en el continente, las Farc-EP, las cuales llevaron a un acuerdo de paz que terminó con un conflicto de sesenta años. Ellos estuvieron atentos a las negociaciones, admite el pastor Abram Fehr, pero no fue el principal factor para el traslado. El precio de la tierra en México, la presión demográfica en las colonias y un cambio en los patrones de lluvia tuvieron igual o mayor importancia.
Con los acuerdos de paz y la estricta prohibición de la tala impuesta por la guerrilla fuera del camino, junto con la disminución del riesgo de secuestros, la frontera agrícola ha estado presionando sus límites cortando y quemando en remotas regiones a velocidad vertiginosa. Esto está sucediendo a un ritmo mucho más acelerado del que le toma al Instituto Alexander von Humboldt (ente gubernamental encargado de la investigación sobre recursos biológicos) viajar hasta allí y estudiar las maravillas naturales de estas regiones poco exploradas, donde se cree que aún vive una docena de tribus indígenas no contactadas.
El día que parto y digo adiós, le pregunto a Ramon Dick acerca de la apremiante cuestión del cambio climático; su respuesta llega con una sonrisa de dientes blancos perfectos: “Como cristiano, no temo a la muerte o al fin del mundo, pues me he confiado a Cristo. Yo lo sigo, el día que muera estaré con él, ¡caminando por pavimento de oro hacia un mar cristalino!”.
Paso de nuevo por Orocué donde vive una familia de amigos llaneros, los Guarín. Les muestro las fotografías tomadas en Liviney, acompañados con café y tungo, un delicioso envuelto de arroz típico de la región. Lidi, Pancho, Marleny, Gioana con su hija recien nacida, Jeffersonn, Haider, todos viven bajo el mismo techo, alucinan al ver los menonitas, sus pieles blancas y rosadas, el pelo rubio, el tamaño de las casas y los enormes tractores. Las mujeres se ríen y dicen querer quedarse con uno u otro joven menonita, los hombres admiran los tractores y el potencial agrícola de la comunidad y quieren saber si en Liviney hay oportunidades de trabajo. Otra amiga de Yopal asegura que en las fotos lo único que parece “normal” son una familia de venezolanos, unas palmas de moriche y un grupo de tautacos en los cables eléctricos.
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Pies de foto:
Foto 1: La familia Loewen: el padre, Abran, su esposa Eva Harms, Ana, de un año, Eva de ocho y Abram de seis. La familia tuvo una muy buena cosecha de cereal y soya, lo que les permitió comprar una casa a una familia menos afortunada que regresó a México.
Foto 2: Abran Loewen: Aquí vimos, el primero de abril, que el grano necesita 120 días para crecer, así que nos las arreglamos para tener dos cosechas al año. En Chihuahua, donde solo llueve por tres meses al año, solo era una cosecha. El año pasado mi primera cosecha de grano me dio 8640 kg por hectárea, lo que es muy bueno, la segunda, que recogí en diciembre, llegó a los 7000 kg por hectárea y mi soya dio 3300 kg.
Foto 3: Camioneros colombianos cargando soya y granos.
Foto 4: Las mujeres rara vez se ven en los campos, a menos que sea el tiempo de la cosecha. Entonces puedes verlas sentadas junto a sus esposos en las cabinas John Deere, que son del tamaño de un auto pequeño.
Foto 5: Antes de tomar la decisión de establecerse en Colombia los menonitas han estado buscando la seguridad de que el gobierno les permitirá seguir con su estilo de vida, es decir, abrir sus propias escuelas, iglesias y cementerios: también que no tendrán que enviar sus hijos al servicio militar obligatorio, lo que podría llevarlos al frente en la guerra contra las drogas.
Foto 6: La familia de Escarlet es de Venezuela, su compañero trabaja para Abran Loewen. Muchos migrantes venezolanos deambulan a lo largo y ancho de Colombia en busca de una vida mejor.
Foto 7: El cementerio de Liviney, un cuadrado de veinte metros cuadrados rodeado por un muro de cemento de un metro de alto. A ras de suelo en una de las esquinas hay una pequeña y solitaria lápida de mármol con la inscripción: “El bebé de John Fehrn Janzen, nacido el 22 de junio de 2018 y muerto el 5 de diciembre de 2018, vivió 5 meses y 13 días.” La primera persona en morir en la nueva colonia.
Foto 8: Los jóvenes salen los domingos a jugar voleibol, escuchar música rock, beber cerveza (solo los muchachos) y vapear.
Foto 9: En la iglesia, una cita del Nuevo Testamento en alemán, Proverbios 10:22: “La bendición del Señor es riqueza que no trae dolores consigo”.
Foto 10: El pastor Abran Fehr oficiando para su congregación un domingo en la mañana.
Foto 11: Es posible que los migrantes europeos en el Nuevo Mundo se hayan asentado en áreas que les recordasen los hogares que dejaban atrás. En el caso de Liviney, algunos residentes están haciendo esfuerzos para introducir especies que se parecen a especies de pino.
Foto 12: Una de las tres iglesias que también se usan como escuelas. Con solo treinta familias que han llegado hasta ahora, Liviney ha construido tres escuelas. La razón tiene que ver con diferencias acerca de si la enseñanza debe impartirse en bajo alemán, alto alemán, español o inglés.
Foto 13: Abran Loewen en su campo de arroz.