Número 102, noviembre 2018

Elkin Obregón se baja del zarzo y nos cuenta sus rabonas de juventud en esta nueva entrega de Conversaciones desde San Ignacio. Lo acompañan los trazos del maestro José Antonio Suárez.

Cuentos de escuela
Elkin Obregón S. Ilustración: José Antonio Suárez

Ilustración: José Antonio Suárez

Prólogo

Bien podría llamarse hoy novela gráfica la colección de cómics de La pequeña Lulú (años cincuenta y sesenta), y novelista a su creador fundamental, John Stanley; gran novelista, a mi juicio, fiel continuador de ciertas páginas de Mark Twain, e incluso, si me apuran, de Scott Fitzgerald. Muchos episodios de Lulú nos muestran a un inspector escolar, de aspecto siniestro, que trata de capturar a los chicos fugados de la escuela; nunca lo logra, por fortuna.

Es la secular costumbre de hacer novillos, o hacer la rabona. Buenas, sonoras y castizas expresiones del idioma español. Pero la verdad es que en cada país hay un modo de llamarla; “capar clase” se le dice en Colombia, o, simplemente, volarse del colegio. En Chile es “la cimarra”, o “la chancha”; para los brasileros son “suetos”. En EE.UU. es playing hooky; en Inglaterra, skiving off. Y así, ad infinitum.

Ejemplos literarios abundan. Todos recordamos las escapadas de Tom Sawyer; Alphonse Daudet tiene al menos dos relatos sobre el tema, y hay uno, espléndido, de Machado de Assis. De Machado transcribo, a trechos, el último y feliz párrafo de Cuento de escuela: “… Los soldados venían al son del redoble del tambor; pasaron a mi lado, siguieron andando. Sentí una comezón en los pies, y el ímpetu de seguirlos. Ya les dije: el día estaba lindo, y además aquel tambor… Al final, no sé bien cómo, me puse a marchar también al son del redoble… No fui a la escuela, acompañé un rato a los fusileros, y acabé la mañana en la Plaza de Gamboa. Volví a casa sin monedas en el bolsillo ni resentimiento en el alma…”.

Por sana simetría cierro este capitulito con un episodio de otro cómic clásico, Mandrake el mago, del gran Lee Falk: Goliat, un terrible y gigantesco robot, se emancipa de su Frankestein, y, consciente de su inmenso poder, intenta adueñarse de la Tierra. Nada valen contra él las fuerzas todas del ejército norteamericano; balas, granadas, misiles y bombas resultan inútiles frente a su formidable armazón blindada. Tampoco los recursos hipnóticos de Mandrake hacen mella ante sus ojos no humanos. Borrada esa última esperanza, todo está perdido. El mundo entra en pánico (estamos, por cierto, en tiempos de la Guerra Fría). Una buena mañana, un chico, D. Jones, se escapa de su escuela rural, para hacer novillos, e, ignorante de la existencia del robot (no llegan a su aldea noticias de aquella catástrofe), se lo topa a orillas de una quebrada. Molesto con esa presencia antipática, le arroja una piedra con su pequeña honda. El guijarro alcanza, en la frente del monstruo, su único punto vulnerable. Goliat se desmorona. La inicial D. del chico, solo ahora lo sabemos, corresponde a David.

Autocita

«Años didácticos
No fui feliz en mis años ignacianos. Rescato de esos tiempos oscuros dos o tres muy buenos amigos, y el inenarrable placer de “volarme”, de saborear el fruto de la libertad prohibida. Desarrollé para ese efecto varias estrategias, todas hábiles y exitosas. Salir pecadoramente a la luz de la plazuela, dejando atrás, cautivos en sus crueles pupitres, al resto de mis condiscípulos, sentados en lóbregos salones, oyendo sin oír monótonos conceptos dictados por ensotanados, sin duda con menos interés en el asunto que el de sus inermes víctimas. Caminar calles, entrar a librerías, comer, si la mesada alcanzaba, un helado en el viejo Capri de Junín, entrar a un cine. Pensándolo bien, sí me regaló el colegio felicidad. Amé esos momentos en que me sentí libre. Amo a mi colegio, porque era coercitivo y prohibía. Sin excesos heroicos, me atrevo a decir que aprendí la lección».

Adenda

Cuando las circunstancias no propiciaban la fuga, una llave mal habida me permitía un refugio en la terraza, a veces frecuentada por viejos sacerdotes armados de libros o breviarios; no se metían contigo, no te pedían cuentas. Eran los inquilinos del tercer piso, especie de cementerio de elefantes habitado por curas en uso de buen retiro, quienes, libres ya de deberes disciplinarios, te ignoraban olímpicamente. Uno de ellos era el padre Tomás Villarraga, fundador años atrás del Instituto Obrero, una organización que gozó de cierto renombre; además hacía versos, muy en la línea de Epifanio. Uno de sus poemas, Adiós casita blanca, fue musicalizado por Carlos Vieco y el resultado es una perlita que algunos todavía recuerdan.

(Me tentó contar algunas mínimas anécdotas nacidas de esas fugas. Pero no te inquietes, lector, no lo haré. Son apenas redobles de mi tambor).

Pensaba airear, y me arrepentí, los varios casos de odio y sevicia que me mostraron con el ejemplo algunos de estos hombres de sotana. No vale la pena remover esas aguas. Guardo en cambio un recuerdo amable del padre Rodolfo de Roux, sosegado y poeta (supe luego que había publicado un libro), y, por otras razones, del padre Briceño, quien animaba una tertulia musical no obligatoria, cosa que la hacía dos veces estimable. Briceño, cordial pero distante, no se interesaba en saber nuestros nombres, lo que nos regalaba una especie de anonimato. Años después supe que ambos —de Roux en las letras, Briceño en las músicas— compusieron unas cuantas canciones, y al menos dos de ellas, La molienda y La cogienda, siguen siendo habituales en el Mono Núñez y otros festivales similares que gozan aún de buena salud.

Borges

En fin, pasan los años. Mi colegio no es ya mi colegio, otros inquilinos lo habitan. En 1958 la plazuela fue escenario de una quema de libros, happening del recién nacido nadaísmo. No estuvo este escriba en él, ni quiere extraviarse por esas ramas, harina de otro costal. En 1963, salido de no sé dónde, aterrizó en el Paraninfo Jorge Luis Borges. Muy pocos conocían su nombre; yo sí, por inmerecida suerte, pues había leído en Cromos, revista que jugaba a dos bandas, El jardín de senderos que se bifurcan, cuento del que, como todos sabemos, nadie sale incólume. Además, me atrajo el nombre de su conferencia, “La poesía y el arrabal”. Esa tarde, ante muy pocos asistentes, Borges desplegó un mundo de compadritos, de orilleros, de cuchilleros y de “esquinas rosadas”, adobado de juegos pirotécnicos, frases inteligentes y anécdotas estupendas, y de su amor siempre inmarchito por la poesía. En esa ocasión afirmó que pertenecer a un país era ante todo un acto de fe, frase que, años después, pronunció el narrador payanés de su cuento Ulrika. Casi al final, y a propósito de Evaristo Carriego, recitó con voz emocionada una estrofa de aquel “cantor del suburbio”, que todavía recuerdo, y que tal vez era, de algún modo, lo que allí se quería demostrar:

Le cruzan el rostro, de estigmas violentos
hondas cicatrices, y tal vez le halaga
llevar imborrables adornos sangrientos,
caprichos de hembra que tuvo la daga.

(Quince años después volvió Borges a Medellín, abrumado por la fama. Se presentó en la Biblioteca Piloto, que apenas si pudo albergar a una multitud ansiosa de verlo y oírlo. Este cronista logró ambas cosas, y deja constancia aquí de esa mañana memorable).

Estudios Generales

Los traseros de la plazuela dan a la carrera Girardot. Por esa misma vía, superado Ayacucho, se alzaba una casona, antigua ubicación de las dependencias del Tránsito. El lugar fue precariamente acondicionado para ser, a comienzos de los sesenta, la sede del Instituto de Estudios Generales de la U. de A., un interesante experimento pedagógico que tuvo —ignoro las causas— una corta vida de no más de tres años. Era esa primera sede, la que conocí, un vasto laberinto de pasillos, patios, paredes de tapia, recodos, cuartos y cuartuchos. Su decano, Antonio Mesa Jaramillo, llegaba de la Facultad de Arquitectura de la UPB, de donde había sido echado por publicar en la prensa local (El Diario) un artículo en contra de La Gran Misión, una especie de cruzada venida de la peor España para recristianizar a colonias en peligro. El artículo de Mesa Jaramillo, “Cristianismo de pandereta”, solo daba para expulsión en una Universidad Pontificia. Pero, gracias a esto, Estudios Generales gozó, bajo su dirección, de un momento, exótico en esos años, de libertad, creatividad y fe en las cosas, demasiado bueno para durar. En aquellos recintos peroró Camilo Torres, disertó Mejía Vallejo, se presentó en sociedad Darío Ruiz Gómez. Alberto Llerena animó un grupo de teatro, hubo recitales de música folclórica, y hasta surgió al parecer un romance culposo, por muchos sospechado y envidiado, y de algún modo precursor, pues nadie se atrevió a tirar la primera piedra. Resumiendo, a Mesa Jaramillo le movieron el piso a los seis meses, y las aguas volvieron a su sitio.

P. D.: In my end is my beginning. En Polonia y en las Islas Faroe se celebra el primero de marzo (comienzo de la primavera) el día nacional de hacer novillos.UC