Biografía de un polvo
Líderman Vásquez. Ilustración: Fragmentaria
Para Carlos Ortega
La beneficiaria de este polvo fue Constance Reid (lady Chatterley en virtud de su matrimonio), una chica inglesa perteneciente a las clases altas que se educó en algunas de las principales ciudades europeas: París, Florencia, Berlín, Dresde. En consecuencia, poseía un espíritu cosmopolita. El héroe del famoso polvo, un tal Mellors, era hijo de un minero, un vástago del pueblo. Fue un polvo de entreguerras, un polvo bolchevique. Como no recuerdo la fecha exacta situémoslo a comienzos de los años veinte del siglo pasado. Veamos en qué circunstancias históricas se gestó.
Sabemos más o menos cuándo comienza una época, pero no cuándo termina. La Edad Media, según los entendidos, arranca con la caída del Imperio Romano, en el siglo V, y termina mil años después, en el siglo XV, con el inicio de la modernidad. Esto es lo que dicen los libros de texto. Pero lo cierto es que hoy, seiscientos años después de su culminación hay miles de personas, quizá millones (solo en nuestro país), que, aunque rodeadas de tecnología, parecen deambular por los vestíbulos de esa época oscura. Igual sucede con la llamada era victoriana, un corolario de la Edad Media que, según los expertos, terminó en 1901 con la muerte de la reina Victoria y que, pese a lo pregonado en los libros de texto, siguió viva en las cabecitas de los ingleses hasta muy entrado el siglo XX. En los más de sesenta años que duró el reinado de esta mujercita algo regordeta, algo histérica, algo glotona, algo hedionda, se logró la industrialización de Inglaterra, su consolidación como imperio y la imposición, en toda la sociedad, de normas morales rígidas. El desconocimiento del cuerpo y la negación de la sexualidad como placer trajeron la multiplicación de las depravaciones, del adulterio, de la prostitución. Lo que escandalizaba de día se hacía de noche multiplicado por cinco, y hasta por diez.
Como la práctica de la masturbación era muy común entre mujeres y hombres, se crearon mitos en torno a ella, uno de los cuales decía que volvía a las mujeres malgeniadas, insomnes, irritables, proclives a los dolores de cabeza y al enflaquecimiento por la pérdida del apetito. Estos síntomas eran propios de la histeria femenina, un mal que los médicos trataban estimulando los genitales de las mujeres hasta hacerlas llegar al orgasmo. Cansado de manipular las vulvas de las aristócratas inglesas, hediondas por falta de aseo, el doctor Joseph Mortimer inventó el vibrador, que las usuarias podían utilizar a su antojo y llegar, en poco tiempo, a las cimas tan altamente deseadas.
Casi tres décadas después de la muerte de Alexandrina Victoria, ocurrida en 1901, vivos en los cerebros los prejuicios del siglo anterior, se publica en Florencia un libro donde se cuentan los pormenores de este polvo; y su autor D. H. Lawrence debe salir al exilio. Como decíamos, la beneficiaria recibió, junto a su hermana Hilda, una esmerada educación que transcurrió lejos del hogar, libre de la vigilancia de los padres. Las jóvenes fueron testigos de los grandes movimientos artísticos, de privilegiadas discusiones intelectuales. Cuando estalla la guerra, en 1914, las dos hermanas deben volver a casa; Hilda tiene veinte años, Constance dieciocho; ya no son vírgenes.
Es 1917. La guerra parece interminable, estancada; en las ciudades se siente el desabastecimiento. Las huelgas, los amotinamientos y las insurrecciones sacuden los cimientos de Europa. Es el año de la revolución rusa. El pueblo, el llamado proletariado, entra victorioso al Palacio de Invierno, residencia habitual de los zares. Es también el año en que la joven Constance Reid se casa con el teniente Clifford Chatterley, aristócrata, virgen, a quien el sexo solo interesa en la medida en que garantiza la continuidad del linaje. La cosa es que al año siguiente sir Clifford, o lo que queda de él, es devuelto a casa luego de una batalla y lady Chatterley tendrá que lidiar con un inválido, asearlo, bañarlo, acomodarlo en la silla de ruedas, dar largos paseos por el bosque, propiedad de Clifford luego de la muerte de su hermano mayor en la guerra.
Clifford no es un hombre malo, es un aristócrata y piensa como los de su clase. Las largas conversaciones que la pareja sostiene en la casa, en las caminatas por el bosque, él en su silla de ruedas y ella a su lado, le muestran la mezquindad de la aristocracia. Con los meses, desgastada por el esfuerzo de tener que lidiar todos los días con el pesado cuerpo del inválido, presa de la desesperanza, un sentimiento de desafección hacia Clifford y todo lo que él representa se va apoderando de Connie. Ya no es la mujer de carnes duras, de hermosa piel, de belleza casi salvaje. Si hubiera vivido unas décadas antes estaría en el momento preciso para ser paciente del doctor Joseph Mortimer, y este, acaso, la habría alentado a conseguir un vibrador. Ha tenido algo con un tal Michaelis, de su mismo círculo social; sin trascendencia.
A instancias de Hilda, preocupada por la situación de su hermana, Clifford contrata los servicios de un ama de llaves que hace más llevaderos los días para Connie. Ahora da largos paseos por el bosque, sola, y, poco a poco, va recobrando la fortaleza. En uno de esos paseos ve por primera vez al guardabosque, un hombre algo mayor que ella, recién salido de una pulmonía, solitario, de pelea con el mundo porque muy pocas veces se ha tirado un buen polvo, circunstancia de la que culpa a la sociedad gazmoña y recatada a la que solo le interesa el dinero. Las mujeres son egoístas y, en más de una ocasión, se ha sentido utilizado. Es, hablando sin tapujos, un sirviente de Clifford, como aquel John Brown, sirviente de Alejandrina Victoria, que, según las malas lenguas, le daba sus buenas lamidas a la reina.
Connie, o mejor lady Chatterley, es un cuerpo con el deseo exacerbado y desde que vio a Mellors, el guardabosque, lo eligió. Asurada, casi chamuscada, cae en los brazos de su sirviente. Las primeras veces no participa del todo en el asunto, lo ve trabajar sobre ella y el movimiento de sus nalgas le parece ridículo. Pero a medida que se suceden los encuentros las cosas cambian. Como el proletariado entrando victorioso al Palacio de Invierno, al que no tiene derecho, entra el guardabosque en la intimidad de lady Chatterley, procaz, perforando con las palabras los oídos incircuncisos de ella:
“—Eres un buen chocho, el mejor chocho de la tierra. Cuando quieres, cuando te da la gana.
—¿Qué es chocho? —dijo ella.
—Ah, ¿no lo sabes? Chocho eres tú ahí abajo, lo que me das cuando estoy dentro de ti”.
Una vez, bajo la lluvia, al borde del sendero que conduce a la cabaña, toma posesión de ella como en las antiguas mitologías hacían los sátiros con las ninfas. Fue un polvo relámpago, pero gustador. Ciertas cosas han cambiado. Por ejemplo, las mujeres se tomaron los puestos de trabajo mientras los hombres andaban en la guerra, las costumbres higiénicas son otras. Ahora hombres y mujeres se bañan todos los días (y no como en el siglo anterior una vez al año y las mujeres con los complicados trajes encima sin siquiera tocar sus partes íntimas). La limpieza de los cuerpos reinventa las caricias. Ya en la cabaña, los cuerpos secos, él la acaricia: “Una mujer es una maravilla cuando se la puede joder entrando hasta adentro, cuando el coño es bueno. Qué culo tan rico tienes. Tienes el culo más hermoso que nadie. El más hermoso, el más hermoso culo de mujer que existe. Y cada pedacito de él es mujer, mujer como la leche. No eres una de esas chicas con un culito de pitiminí que podrían ser chicos. Tienes un culo de verdad, suave y redondo, como le gusta de verdad a un hombre con pelotas…”. Connie ríe, pero él continúa imperturbable… “Eres real e incluso un poco puta. Por aquí cagas y por aquí meas y pongo mi mano en los dos sitios y te quiero por eso”.
Bien follada, las palabras de Mellors rodando por su mente como piedras incandescentes, como caricias lacerantes y al mismo tiempo gustadoras, encrespadas sus aguas interiores, las mismas que cantó Saint-John Perse, saladas y turbulentas aguas del deseo, lady Chatterley no puede, por más que lo intente, ocultar que tiene un amante. La señora Bolton, el ama de llaves, se da cuenta, Clifford también. Le gusta la impudicia del guardabosque, sus dedos acariciadores descubriéndola, conquistándola, asolándola. Todo se lo cuenta a Hilda que anda separada o en proceso de separación, decepcionada de los hombres. Digamos que no entra en detalles, le dice que está enamorada del guardabosque, que con él es diferente. Hilda, preocupada, se entrevista con ellos; cree que Connie confunde amor con capricho, piensa, y en esto es realista, que las diferencias de clase son insalvables, los ricos en un lado, los pobres en otro.
Como esas terceras personas que opinan sobre una pareja y toman partido por el amigo o el familiar y al final son rechazadas por ambos, puestas en su sitio, así le pasó a Hilda cuando intentó meter la cucharada, fisgar en donde no debía. Y es que la pareja es como un orbital que solo admite dos electrones, es una ley del universo.
“—¿De verdad cree que vale la pena correr el riesgo? — pregunta al guardabosque.
—Eso pregúnteselo a ella.
—Preferiría —dice Connie— que te dejaras de tonterías”.
Entonces Hilda les suelta el discurso de la continuidad, el discurso de Clifford en las largas caminatas por el bosque y Mellors, más procaz que nunca, pregunta.
“—¿Qué continuidad tiene usted en la vida?
—¿Qué derecho tiene usted de hablarme de esta manera? —pregunta Hilda enojada.
—Y qué derecho tiene usted a echarle a otra gente su continuidad a las espaldas… Yo tengo mi propia clase de continuidad y es tan larga como su vida… y si su hermana viene a mí en busca de un poco de polla y de ternura sabe muy bien lo que hace… Yo no llevo los pantalones con el culo por delante y si una fruta cae en mi mano bendigo mi suerte. Una chica como esta puede dar un montón de placer a un hombre, que es más de lo que puede decirse de las que son como usted. Lo que es una pena, porque usted podría haber sido quizá una manzana jugosa en lugar de una gamba estirada. A las mujeres como usted les hace falta un buen injerto”. Hilda guarda silencio y da por terminada la entrevista. Al día siguiente las dos partirán hacia Venecia, pero esa noche Connie la pasa con Mellors.
El escándalo estalla. Primero aparece la esposa del guardabosque. Después se sabe que la mujer que estuvo en la cabaña es lady Chatterley. Las noticias van llegando a Venecia. La esposa ofendida cuenta cómo era su intimidad con Mellors, las cosas sucias que la obligaba a hacer. El nombre de Connie anda en boca de todos. Leyendo la carta que le envía el ama de llaves, o Clifford, no recuerdo muy bien, evoca la última noche que pasó con él y se estremece. Todo lo que hizo con ella lo hizo con otras, es un cochino, un depravado, y lo mejor es acabar con todo de una vez. Mas esto no ocurre. No sabemos, aunque se sugiere, si vivieron juntos y construyeron una familia, si este vástago del proletariado ejerció sobre ella una dictadura o si siguieron tirando hasta el último día, felices.
La primera vez que leí este libro me dejó una sensación extraña. Sentí que Lawrence se había ensañado contra Cilfford y no me pareció justo. ¿Por qué tuvo que volverlo inválido? ¿No era mejor crear un personaje normal y mostrar que la impotencia estaba en los prejuicios, en la mente? Mellors tiene todas las ventajas y Connie está tan asurada, cocinándose en su propio deseo, que en el camino hacia su intimidad no hay fuertes que vencer, murallas que derribar.
Parece que la novela es bastante autobiográfica. Lawrence es Clifford, Connie es Frieda Weekley, la aristócrata alemana que abandonó esposo e hijos por seguir a Lawrence, el escritor que años después, minadas sus fuerzas por la tuberculosis, en un estado de postración e impotencia, arrojará en los brazos del carabineri Angelo Rivagli a la bella y carnal Frieda. Espiará sus encuentros amorosos, sufrirá, imaginará que es él y no Angelo el que le da sus buenas sacudidas a Frieda, escribirá El amante de lady Chatterley.