Para mí la Semana Santa terminó por convertirse en una rara especie de vacaciones forzosas, en una interrupción obligada de tareas que se dejan a medias, de citas que hay que aplazar, de un montón de pequeños compromisos que se acumulan para la entrante. Resignado, aprovecho para organizar papeles y archivos y leer hasta que se me cansan los ojos o me vence el sueño.
Esto es así, ahora, supongo que a consecuencia de la incredulidad que llega con los años, pues a cierta edad resulta menos penoso reconocer que en cuestiones de fe hasta la ciencia es poco confiable. A estas alturas del partido, estoy pacíficamente de acuerdo con Borges cuando afirma que la teología es otra rama de la literatura fantástica.
Antes, en tiempos de universidad y vida loca, la Semana Mayor la aprovechaba p'a arrancar pa la costa con la novia, a dedicarme a actividades no tan santas, pero tanto hoy como ayer, en medio del agite del paseo o las labores de entrecasa, siempre saco un tiempito para evocar el recuerdo de las semanas santas de mi niñez con mucho de nostalgia. Fueron unos verdaderos días santos a los ojos inocentes del niño que sabe lo que le va a pasar a Jesús, pues le pasó. Ese niño que fui yo, de alma todavía inmaculada, asistía a la muerte y resurrección del Hijo de Dios como si fuera una auténtica primicia.
Las procesiones, el estrén, las visitas al Santo Sepulcro, los cantos de Tú reinarás ¡oh rey bendito!, la prosopopeya de los famosos monumentos, hasta el soporífero sermón de las Siete Palabras y la felicidad de la resurrección, todo en uno, cada vez que evoco esos recuerdos, me dejan en la boca un dulce y grato sabor a tristeza. En ocasiones casi percibo el olor del incienso y el murmullo de los rezos de entonces, cuando en mi mundo todavía existía la magia divina, cuando todavía estaba metido en el cuento, cuando todavía creía hasta en los huevos del gallo.
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