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Número 09 - Febrero de 2010
Artículos
La decadencia de la verdad
Fernando Mora Meléndez
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Pareciera que estamos ante una sociedad que ensalza a los impostores. Se los aplaude y se los pontifica. Nadie se salva de querer ser algún otro, con gloria, poder o dinero; es difícil encontrar quien se conforma "en ser como se es", y auténticamente el mismo como "tal cual es"... ¿Por qué?, preguntamos; pues simplemente no vale la pena o se cae en el peligro de parecer un tonto.
Un poeta, dado al artificio de la lengua, como León de Greiff parece añorar otras artimañas más reales, las de los pícaros con suerte que nos engrupen con espejismos. Así lo deja saber cuando dice, entre juegos de dados:
"Fazañas imposibles obré con esta daga, al favor de la noche y en trágicos suburbios, una vez que fui pícaro... Recuerdo —como en turbios sonambulismos donde una luz naufraga que fui taimado pícaro: ¡Don Lope de Aguinaga!".
El historial de las grandes engañifas ha hecho correr mares de tinta y de ellas se han nutrido la mitad de las películas. De otras trampas se habla menos, de aquellas que por ser de poca monta no ocupan espacio en la prensa amarilla ni en la otra. ¿Quién habla ya de la pericia de las rubias despampanantes para teñirse de negro la raíz del cabello? ¿Es acaso noticia que un niño falte a la escuela después de falsear unas paperas? Las trampas con mayúscula han hecho sombra a las pequeñas trapisondas. Desde la mujer de Putifar que debía fingir que no era de esas; hasta la costurera que, para vender más, pega marcas parisinas en sus telas. Hay los que se esconden en una finca por Supía y salen a decir que andaban en Cancún de veraneo. Y aquellos que, sin tener amigos traquetos, le adaptan otras dos ruedas a una moto vieja y juran que van en cuatrimoto.
Poco recordamos ya a la mulata que le hizo creer a su familia y hasta a un ginecólogo que estaba embarazada. La bautizaron la barriga e trapo y su mentira podría haber enseñado algo de actuación a los maestros del Actors Studio. A la mayoría de los pequeños impostores no los mueve la necesidad o el ansia de dinero fácil. Muchos de ellos lo único que buscan es la envidia del vecino, el reconocimiento público o el placer narcisista de cometer un engaño que los haga sentir superiores, como el que debe de sentir un mago, un tirano o un hipnotizador (¿no son en el fondo lo mismo?). El trapisondista de oficio es aquel que después de urdir su trampa la pregona entre los otros para ufanarse de su astucia. Es claro que el dinero no es el motivo que lo impulsa a hacer sus obras y en eso el tramposo se parece al artista.
Un caso que recuerdo haber leído fue el de un falsificador de billetes que apareció en una de esas secciones de periódicos que evocan el país de hace treinta años y que tal vez siga siendo el mismo. El estafador había sido capturado con las manos en la masa, dibujando a mano alzada, con plumas finísimas, un billete que exigía, además de destreza, tanto tiempo y dinero que el Banco de la República, de ese entonces, calculó que el hombre perdía tres veces el valor en cada uno de los billetes que imitaba. ¿Qué lo impulsaba a realizar su obra? Simplemente el amor al arte. Lograr la perfección de la copia era su deseo. Tal vez no leyó a Oscar Wilde quien había dicho que en materia de arte la imitación fotográfica ya no importaba y que, por ende, la mentira del realismo estaba en decadencia.
Eso mismo no pensaba una beata de una iglesia en Zapatoca, Santander, que durante años iba a hincarse, casi a diario, frente a una imagen de La Dolorosa, pintada por Acevedo Bernal en el período colonial; de modo que ella se sabía de memoria cada pincelada del cuadro. Asombrada por el cambio de expresión del rostro fue a preguntarle al párroco si a la pintura le habían hecho algo. El padre le contó que en efecto la habían mandado a restaurar. Ella insistió en que la forma del rostro y el color del cielo eran distintos. "Pues claro que son distintos, dijo el cura, ¿no ve usted que están restaurados?"
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La anciana no quiso contrariar a aquel siervo de Dios, pero el padre descolgó el cuadro de inmediato y lo llevó donde un perito en óleos santos que no sólo le confirmó las sospechas sino que descubrió además que la obra había sido copiada por partes: alguien había pintado sólo el rostro, otro los pliegues del vestido y un tercero sólo el cielo. Lo curioso del asunto es que el perito detective había sido profesor de los tres amigotes del supuesto taller restaurador que cambiaron la obra original por una vil reproducción, aceptable, pero nunca a prueba de beatas.
Más que hacer buenas copias, lo que muchos tramposos anhelan es el placer mismo de engañar, como el célebre personaje que Tomas Mann retrata en Las Confesiones del estafador Félix Krull. Desde la edad de ocho años este niño prodigio hizo creer a un auditorio que tocaba a la perfección un violín con sólo aprender a falsear los movimientos del arco y la cuerda, mientras en la trastienda un violinista de verdad le hacía la segunda. Cuando el público clamó por otra canción, el niño se negó y desde entonces se ganó la fama de genio remilgado. El Mago, como llamaban sus amigos al escritor alemán, trazó en esta novela la figura de un tramposo patológico que tiene la fantasía, inconclusa siempre, de engañar a los otros con sus ingenios. Una cosa es que esto suceda en el arte y otra padecer a un marrullero delincuente como los que se hacen pasar por hombres de mundo, amigos de un tal Julio Mario y que llegan a vender por siete salarios mínimos la Catedral de Sal.
Al final, las víctimas reciben de ñapa la mirada de los allegados que se burlan de su candor. ¡¿Cómo pudiste creer en eso?! Le espetarán en la cara y le pondrán el sambenito La decadencia de la verdad de ingenuo y de alma tomineja. Caer en las redes de un tramposo es algo que los siempre listos miran con burla o disimulada presunción. Al respecto, Mika Waltari relata que un juez en la antigua Babilonia, tan dada a inventar leyes, estipuló que los castigados deberían ser los engañados por demostrar falta de malicia en los negocios. De este modo, los ciudadanos aprenderían a abrir los ojos. La manera de evitar que los vivos se multiplicaran era castigando a los bobos, para seguir la lógica de que los primeros viven de los segundos.
Aún así, hay bobos premiados como en Forrest Gump, filme donde los gringos exorcizan de nuevo su miedo a ser perdedores. Forrest termina corriendo por todo el mapa de los Estados Unidos sin ningún oponente a la vista, como en el caso de Rosie Ruiz, la atleta de origen cubano que ganó la Maratón de Boston y la de Nueva York, bajo sospecha de que para lograr semejantes marcas había hecho varios tramos en metro. No sé si por esto se inventó la modalidad de media maratón no más.
Hay otra cinta en la que la víctima es un famoso, ¿Quieres ser John Malkovich? En ella un grupo de perdedores se apodera de la imagen del actor para triunfar en la vida, ya que nunca lo podrían hacer con sus propios nombres y figuras. La lección parece decir: ser tú mismo ya no sirve sino en los manuales de superación. Pero al fin y al cabo: ¿qué es ser tú mismo? Ni los griegos, tan desocupados que le quebraban cabeza a cuanto acertijo hubiera, pudieron resolver esto.
Cualquiera puede pasar a la posteridad y aparecer en un póster. Pero los tramposos por vocación ya son legión. Hacen hasta misiones imposibles con tal de ir a contarlo luego a los honrados del mundo que, a propósito, tal vez se estén extinguiendo, porque quizás suceda lo contrario de lo que pensaba Wilde, y es la verdad la que está en decadencia.
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