Cada país tiene el cine que se merece. Y uso esta expresión no para referirme al poco apoyo que le da el público a su cine, lo que trae como consecuencia que las películas colombianas sean siempre maltratadas en la cartelera comercial; a lo que me refiero es a los temas que aborda cada cinematografía, a sus personajes y sus historias. Pero no es cierto que todo nuestro cine es sobre violencia y narcotráfico, al contrario, se necesitaría que se hablara más de ello y el público lo viera más, lo cual seguramente contribuiría a entender muchos de nuestros problemas.
Desde finales de la década del cincuenta la realidad del país ha sido la columna vertebral del cine nacional, y entre más aciagos son los tiempos, más se empeñan los directores en hablar de lo que está pasando, es como una obligación moral en su calidad de artistas. Porque si el cine es el espejo de la vida, la función de su reflejo es justamente que la gente se vea en él, y estando al otro lado del espejo, es decir, al otro lado de la pantalla, observando lo que en ella ocurre, entonces tendrá otra perspectiva de su vida y su realidad, sobre todo por ese acercamiento y esa forma de entenderla que propone cada director.
Una película sobre el secuestro, por ejemplo, siempre será más elocuente y contundente que la nota diaria de dos minutos en los noticieros nacionales o que las cifras de los cautivos y todo el tiempo que llevan encadenados. Esa nota diaria se vuelve parte del paisaje mediático y esas cifras son sólo unos números más entre tanto conteo de desgracias. Pero conocer a un personaje de cerca, escucharlo hablar y entender su drama a través de una película, puede ser mucho más revelador, porque como decían en alguna otra cinta, no importa que sea ficción, de todas maneras duele.
Pero ese cine que refleja nuestra problemática realidad no es todo el cine que se produce en el país, como muchos quieren creer y por lo que afirman estar cansados de los mismos temas. Sólo que ese cine sobre la realidad es muchas veces el más comentado y casi siempre el más significativo. Aunque esto no necesariamente es garantía de que sea el más visto. Existe una considerable diferencia entre los taquillazos de cada fin de año de las tontas películas de Dago García y las modestas cifras de las películas de Víctor Gaviria.
Sólo habría que revisar algunos números para constatar la falsa impresión de un predominio de este cine sobre la violencia. Desde el 2000 se han realizado 70 películas en el país (largometrajes de ficción) y apenas 29 están relacionadas con la realidad conflictiva del país, ya sea narcotráfico, conflicto armado, delincuencia o marginalidad. Sólo hay siete con el narcotráfico como tema central o importante, seis con la guerrilla o paramilitares y de sicarios hay dos. ¿Dónde está el predominio?
Estas cifras quieren decir que menos de la mitad de nuestro cine es sobre esos temas que supuestamente tiene cansado a todo el mundo. Esta falsa impresión no tiene en cuenta todas esas películas que se hacen en el país con fines comerciales, que buscan en el humor fácil o las historias populistas el beneplácito del público: Ni te cases ni te embarques, Muertos de susto, Las cartas del gordo, El ángel del acordeón, Bluff, Soñar no cuesta nada, etc. Y tampoco tiene en cuenta esas películas que son "invisibles", ya por falta de presupuesto para su promoción o por la tiranía de los exhibidores que les niegan su entrada a los teatros o las sacan hasta una semana después de su estreno: La sangre y la lluvia, El cielo, Riverside, La historia del baúl rosado, Terminal, Malamor, Los niños invisbles, etc.
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El espectador colombiano es crispetero, poco cinéfilo y prejuicioso con el cine nacional. El supuesto hartazgo con ciertos temas de las películas nacionales es consecuencia de un arrogante desconocimiento, y sin embargo, ese mismo público ahora se encuentra premiando con el más alto rating todas esas novelas y seriados que explotan de la manera más superflua y efectista estos mismos temas. Aquí sí se podría decir, pero ahora en el peor sentido de la expresión, que cada país tiene la televisión que se merece. Porque, en cuanto a estos temas se refiere, lo que en el cine colombiano casi siempre ha sido un acercamiento serio y reflexivo, en la televisión simplemente es pan y circo.
Por otro lado, más absurda resulta la tesis de que estos temas le dan una mala imagen al país. Mala imagen al país con el conflicto armado más antiguo del mundo, al país de Pablo Escobar y al país de los falsos positivos. Ya el cine colombiano quisiera ser visto fuera de sus fronteras por un público masivo. Lo cierto es que sólo un par de películas de Víctor Gaviria y Sergio Cabrera han sido marginalmente estrenadas en España y si bien muchas otras se han podido ver en festivales de cine, ha sido en una única presentación y en medio de otras trescientas películas. La mala imagen que tenemos también es la que nos merecemos y ha sido divulgada y sobredimensionada, no por el cine, sino por los medios de comunicación bajo un criterio siempre sensacionalista.
Es verdad también que al cine colombiano le faltan más besos. Porque nuestro cine habla de la conflictiva realidad o se ríe de ella y de todas las colombianadas. Pero historias de amor hay más bien pocas. Esta presencia del dolor y del humor, junto con la ausencia del amor, es una ecuación que serviría de punto de partida para un análisis más amplio de lo que son los colombianos y su cine.
Pero en definitiva, lo que se impone es una visión limitada o desfigurada del cine nacional. A pesar de que en los últimos años el cine colombiano ha recuperado muchos espectadores, falta bastante para que su público le dé el debido respaldo que lo fortalezca como industria y, al parecer, falta más todavía para que entienda la importancia de que siga abordando los temas complicados, porque en el cine nacional son importantes las risas y los besos, pero también los balazos.
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