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Número 07 - Noviembre de 2009   

Artículos
Un cuento de espantos
Paula Camila Osorio Lema. Ilustraciones Max Gallinazo
*Los nombres fueron cambiados por petición de las fuentes.
 

Ilustraciones Max GallinazoHan pasado 14 años desde que, siendo todavía muy niña, Valeria* abandonó la Casa. Su mamá, a quién aquí llamaremos Magdalena, había comprado otra, más grande, más bonita, sin fantasmas. Esa en Barrio Nuevo, con su césped medio muerto, y aspecto lúgubre, sería recordada siempre por madre e hija como la casa embrujada.

Fue la primera que la madre pudo comprar, y eso porque el precio era irrisorio para su tamaño y posibilidades: sala comedor, tres cuartos, un baño, cocina. Y un patiecito cubierto, y luego un solar donde cabían un palo de mangos y uno de limones. Tres años después la vendería, sin quererlo, casi por accidente, por más del doble.

Magdalena supo desde antes de cerrar negocio que en la casa había pasado algo terrible. Tres años antes, cuatro "negritos" habían sido acribillados en esas mismas habitaciones. Cuando llegó les dijo alto y claro (a los potenciales fantasmas): "yo no les hice nada, yo me vine para acá porque me gusta mucho la casa, no me vayan a hacer nada"…

Los amigos que iban de visita le decían, sin conocer la historia, que se escuchaban pasos y ruidos en el tejado. Y un día hasta llevó una médium que le cobró un ojo de la cara por pedirle un vaso de agua y una vela encendida, y señalar hacia la parte izquierda de la casa, mientras decía: "Yo vine acá a sanar tanto dolor, para que los seres de luz de esta casa encuentren por fin la paz".

Valeria no supo de la matanza hasta varios años después, y desde entonces siempre quiso volver. Recordaba las pesadillas, el miedo a la oscuridad, despertar en el piso, hecha un ovillo entre la cobija, y correr donde la madre para que la acompañara al baño y luego la dejara dormir con ella.

Entonces, para invocar los miedos de la infancia y mirarlos con los ojos de niña grande que ahora tiene, Valeria regresó a la casa. Estaba, como antes, triste y descolorida. Lo que encontró la golpeó en la cara: con ojos de gente grande, las cosas se ven más feas. Sal para una herida abierta en la parte del corazón donde se alberga la Patria. Y, otra vez (tantas veces), la vergüenza de haber nacido en el país del olvido. Bien dicen los viejos que no hay que temerle a los muertos, sino a los vivos. La guerra siempre es sucia, y en este terruño ha sido la más completa cochinada. Valeria no halló rastro de los fantasmas que había ido a buscar, pero se encontró con otros, más aterradores, nacidos de la impunidad…

La historia tras los fantasmas

Corría julio del año 1989, uno de los peores en la historia del país: las explosiones y los asesinatos eran noticia de todos los días, y la guerra sin cuartel que libraban el Estado y el narcotráfico estaba en punto crítico (así sería hasta bien entrados los noventa). "El 89 fue el año premiado para Medellín… Ese año Pablo Escobar azotó la ciudad", le contaría luego a Valeria un antiguo habitante de la Casa. Además, el paramilitarismo comenzaba ya a extender su sombra. Ese fue el año de la masacre de La Rochela, del magnicidio de Luis Carlos Galán, de las bombas en el avión de Avianca, y en las sedes del DAS y El Espectador en Bogotá.

Pero en Barrio Nuevo, un suburbio en el límite entre Medellín y Bello, la vida pasaba sin mayores sobresaltos. Excepto por uno que otro "muñeco" que aparecía tirado en una cañada, pues desde principios de la década el barrio se había convertido en un botadero de cadáveres. Dentro de casa, sin embargo, la vida seguía tranquila el curso del egoísmo.

Desde 1986 estaba en ejecución el "Plan Baile Rojo", urdido por la extrema derecha (en colaboración con el narcotráfico) para exterminar a los líderes de la Unión Patriótica. No fueron aislados los casos en que se vio implicada la fuerza pública, y para entonces ya habían sido asesinados casi 500 militantes del movimiento.

Ese 12 de julio los negritos venían de perpetrar un frustrado atentado en Pedregal. Iban a matar a Gonzalo Álvarez Henao, concejal de Medellín por la UP. Por alguna razón que tal vez nunca conocerá Valeria, la policía ya tenía listo un operativo en el que también participaron el F2, la Sijín y el Doc (Departamento de Orden Ciudadano) de Bello. Cuando llegaron "los sicarios" la Policía los repelió, y los persiguió luego por las calles de Florencia hasta Barrio Nuevo, donde tenía la banda su guarida. En ese lugar resistieron los negritos hasta quedarse sin municiones y, ya sin más escapatoria, huyeron por los tejados y se escabulleron por los solares de las casas de la cuadra de al lado. Ahí, en la calle 23 con la carrera 58DD, quedaba la casa en que viviría después Valeria, entre sus seis y sus nueve años.

Sangre en las paredes

Ilustraciones Max GallinazoYa estaban dormidos cuando la tragedia se anunció con un bullicio que a todos se les antojó un terremoto. Era cerca de la media noche, y en la casa de Pedro se levantaron muy asustados pensando que la casa se les venía encima. Por sobre los tejados, los "criminales" corrían por sus vidas, afuera se escuchaban ráfagas de plomo, y la calle se había llenado en un parpadeo de agentes de seguridad de variado tipo. En la casa, además de Pedro, estaban sus dos hijos, Teresita y Carlos, y la nieta de cuatro años, Juliana. Todas las noches dejaban la puerta del solar abierta, para que Yayita, la perra salchicha, saliera a "hacer su necesidad". Por eso cuando se levantaron tenían en la sala de su casa a tres negros de gran tamaño. Todos escucharon cuando uno de ellos, como presintiendo el desenlace de la historia, dijo: "callaos, que el que nada debe nada teme". Acto seguido, se escuchó un disparo, luego un estruendo, y entró arrastrándose el cuarto de los tipos, herido en una pierna. No había alcanzado a llegar hasta la primera habitación, donde se escondió bajo la cama, cuando escucharon afuera el grito de "abran o disparamos". Los visitantes corrieron a esconderse en las otras habitaciones. Obediente, don Pedro abrió la puerta, y se encontró con una decena de fusiles apuntándole a la cara. Obediente, don Pedro explicó a los agentes quiénes vivían allí, y obedientes salieron todos, a la orden emitida por el agente: salgan, que ustedes ya saben a qué vinimos. Cuando ya cruzaban la calle don Pedro escuchó al herido decir, desde debajo de la cama: no me vayan a matar, que yo soy policía. Teresita, en cambio, le oyó decir: Hernández, soy yo, ayúdeme, no me mate, no me deje matar. Y como con el tiempo las personas se van inventando los recuerdos, también Carlos escuchó algo distinto: al hombre suplicando por su vida, y al verdugo que le decía: con policías como vos es que estamos cómo estamos. Y luego los tres oyeron las balas…

Al segundo lo mataron debajo de la cama, y salieron, casi vociferando: allá le quedaron esos dos muñecos. Y una voz llena de miedo, proveniente de quién sabe dónde, que dijo: no eran dos, sino cuatro… Entonces, los agentes regresaron por los otros dos…

Entretanto, unas cuatro casas más arriba, doña Martha se había escondido en el baño con sus dos hijos, después de escuchar las balas y el estrépito en el patio. Cuando don Emilio, el esposo, llegó, acompañado de una decena de agentes de policía, le ordenaron sacar a su esposa y a sus hijos, y luego que entrara con ellos, prendiera la luz, abriera la puerta del solar, y se arrojara de inmediato al suelo. Ahí, a su lado, sobre el piso de la cocina, acribillaron al único blanco que murió esa noche, un muchacho James, de 19 años, que del miedo vació los intestinos y dejó en la casa, durante algunos días, la pestilencia de su pavor. A menos de un metro cayó abaleado otro "negrito" que, se supo después, era también policía activo.

Otro más fue asesinado unas casas más abajo, en circunstancias similares. Se dice que a ese lo aventaron a la policía, y que murió mientras se sacaba del bolsillo la billetera; que le pidió al agente que no lo matara, y que éste le respondió "cuál, negro hijueputa" y le descargó el fusil en el cuerpo.

Cuando estuvo todo consumado, un agente de policía salió de la casa de don Pedro con una bolsa transparente en la mano que contenía granadas de fragmentación y algunos "fierros". La levantó con parsimonia, exhibiéndola ante los ofendidos vecinos, y lanzó contra los "criminales" una sarta de improperios.

Valeria no pudo esclarecer dónde habían muerto los otros tres negritos, las versiones al respecto fueron variadas. Los periódicos reseñaron, al día siguiente, que 10 integrantes de una banda de sicarios habían sido "dados de baja", y se dedicaron, de boca del concejal, a exaltar la importante labor de la Policía y el rotundo éxito de la operación. Informaron también que se había logrado "decomisar abundante material bélico", y que a la banda pertenecían dos agentes activos de policía, y "tres efectivos ya retirados".

Pero en una sola cosa coincidieron los ya desdibujados recuerdos de todos los vecinos: los hombres no estaban armados. Nadie los conocía, hacía apenas un mes habían llegado al barrio. Sin embargo, a todos invadió la lástima cuando en la madrugada del día siguiente llegó la Fiscalía a hacer el levantamiento. Hasta casi las 11 de la mañana estuvo la familia de don Pedro arrastrando fuera de la casa, con una manguera, la sangre y restos que habían quedado adheridos al piso y las paredes, en la calle un río de sangre, como en las películas de horror. "Qué usté viera que masacre tan fea esa", le contaría años después a Valeria uno de los vecinos de enfrente: "esos manes no vinieron a hacer una captura, esos manes vinieron fue a matar".

Durante los días siguientes rondaron el barrio los medios de comunicación, que no pudieron obtener de los aterrorizados habitantes mayor información, y detrás de ellos la autoridad, verificando quién abría o no la boca. En la indagatoria a la que fueron citados nadie contradijo la versión oficial, ni se atrevió a negar que hubieran estado armados, aunque todos sabían que, de haber sido así, otro habría sido el cuento. No faltó quién dijera que había sido un operativo 1A, y se extendió el rumor de que uno se había salvado, gracias a una señora que lo había escondido en su casa hasta el día siguiente.

Cuando Magdalena y Valeria se fueron, la casa la habitó por poco tiempo una señora, de nombre Amparo. Ahora es una maquila, donde cerca de 20 mujeres confeccionan vestidos para una multinacional que les paga poco y luego vende al triple en los centros comerciales. Ellas dicen no haber sentido nunca presencias en la casa. Para engendrar el miedo –pudo concluir Valeria tras su visita–, no hacen falta los espíritus. Bastan los vivos, y sus "hazañas".UC

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