En el centro de Varanasi afortunadamente pasa de todo, lo que facilita esta tarea que me pusieron. A veces en Varanasi pasa incluso demasiado, tanto que no sólo los sentidos, si no hasta la razón del pobre visitante se siente por momentos terriblemente estrujada. Pero antes de seguir con algunas de mis impresiones sobre el lugar, me veo obligada a aclarar que no estoy del todo segura de haber estado en el centrocentro. Yo creo que sí, porque cómo no va a ser el centro el lugar donde se congregan todos los que llegan, los que se van, incluso para el más allá, los que visitan, los que venden, los que mendigan, los que roban, los que vagan, los que bailan y cantan y se iluminan. Y si dudo por un instante es porque a mí, como a tantos, nos marca la maravillosa precisión de una ciudad como Medellín, donde nadie se confunde, ni confunde a nadie cuando dice que va pal centro.
Digamos pues, sin más rodeos, que el centro de la antigua ciudad de Varanasi, antes Benarés, es en los ghats junto al sagrado río Ganges.
Los ghats son una larguísima serie de escalones que descienden al río, hay muchos y en ninguno falta actividad o atractivos dignos de ser nombrados, pero como hay que centrarse, pues lo mejor es hablar de Dasaswameah Ghat.
La llegada al Ghat fue a pie recorriendo los estrechísimos callejones de la vieja ciudad; yo iba con una amiga, y siquiera, porque sin una mano solidaria que lo saque a uno de la montonera, el riesgo de sucumbir en medio del extravagante ajetreo de una mañana cualquiera en el centro de Varanasi hubiera sido inmenso.
A uno lo puede matar el calor, o el mareo mientras se acostumbra a los olorcitos de esas calles tan tan concurridas (no voy a hablar del gentío que hay en la India porque eso todos lo saben), o el cacho de una vaca incrustado en un riñón, no porque sean bravas, para nada, son todas mansedumbre y santidad, sino porque el paso es tan estrecho que también ellas se ven obligadas a empujar aunque no quieran.
Antes de llegar al Ghat hay un mercado callejero muy bonito, aunque sea sobre una calle particularmente sucia, que rebosa de frutas y verduras y especias de todo tipo, pues especias las de la india mejor dicho, aunque también es sabido que las más diversas vienen de allá. Hombres, mujeres, niños y mucho viejito compiten con discreción por ser los vendedores elegidos. Ahí no compré nada, claro, porque no iba a cocinar, así es que me perdonan que me ahorre esa parte sobre el comercio local que suele interesar tanto. ¡Ah!, discúlpenme, sí voy a mencionar el espíritu de mercaderes que reina en el centro de Varanasi porque tuve que regatear con ardor para que no dejaran a ningún familiar ni amigo mío por fuera de las bendiciones con el agua santa del Ganges.
Antes debo hablar de los viejitos, porque ellos son protagónicos en la vida del centro, obviamente porque el que se muere en Varanasi y es cremado junto al río, se asegura de que sus cenizas floten por él y su espíritu por el éter bendito antes de alcanzar directamente el nirvana. No más reencarnación, no más dolor humano, ni animal, ni vegetal, ya no se derramarán más lágrimas, ni femeninas, ni infantiles, ni de paloma, ni de guadual, finito. Morir en Varanasi garantiza el final de ese círculo interminable de sufrimiento. Entonces, no es que la gente vaya y salte y se ahogue en el Ganges, pero viejitos, no del mundo entero, no voy a exagerar, pero sí de la India entera, se agolpan en los ghats esperando pacientemente su dulce y última muerte. Entretanto hay que hacer algo: colgársele a los transeúntes de las mangas para que les den limosna o buscar oficio. En el mercado, por ejemplo.
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Que no se piense, con todo, que son más cansones los mendigos de Varanasi que los del centro de Medellín, o de Cartagena o de Bogotá; son hasta más frescos y menos insistentes y más sonrientes, tal vez porque también el resto de la gente lo es y siempre alguien termina por calmarles el hambre, y ellos lo saben, así que no se desgastan.
Los que sí resultan un poco jodidos son los de las tales bendiciones en Madre Ganga, o con agua del Ganges para que me entiendan. Nosotras, mi amiga y yo, nos mantuvimos alejadas con prudencia del agua maravillosa del imponente río, pero en un descuido nos agarraron del brazo unos como sacerdotes, o gurús o farsantes, porque también en el centro de Varanasi hay uno que otro raterito. Estos eran más bien del estilo de paquete chileno, pero a lo India y con móviles más loables, no con un billete de lotería o cosas así sino con el futuro bendecido, el de uno y el de toda la familia. En un segundo estábamos al borde del río, de ojo cerrado y todo, echándole caléndulas a la corriente y repitiendo con ellos Madre Ganga, Madre Ganga, y unos instantes después apuntando en un libro, "sagrado", nos dijeron, los nombres de nuestros allegados, haciendo fuerza para no olvidar a nadie por las carreras. Luego le chantan a uno un menjurje en la frente, como el día de la Santa Cruz, pero rojo, y le piden muy dignos una donación importante por todo lo que vendrá: trabajo, amor, salud, goce, tranquilidad, riqueza, no sólo para uno si no para todos los que quedaron apuntados. No sé cómo salimos de ese negocio celestial tan bien libradas; corriendo, creo; tampoco sabemos si se nos van a cumplir las bendiciones o en qué quedó eso, cosa que no deja de ser una preocupación.
Que nada de esto desanime al que quiera ir por allá, porque el centro de Varanasi es a muchos niveles un deleite. Para los ojos, cuando uno se queda ensimismado contemplando el río y a las mujeres indias, lindísimas, envueltas en sus saris de fina seda, lavando las sábanas en él. Les quedan blanquitas además, eso también me puso a pensar en el misterio de ese río. Y un deleite para el espíritu, sobre todo; ver tanta gente tan pobre y tan contenta también pone a pensar.
Ahí, en las calles del centro de Varanasi, me pareció viajar en el tiempo, y no sólo porque la bella ciudad tenga más de dos mil años, sino porque cada vez que en medio del polvero de los ghats aparecía un verdadero asceta, caminando derechito con un palo en la mano y sin más ropa que una especie de taparrabos arcaico, yo me acordaba de las imágenes del Mártir del Calvario que mi mamá, no es mi intención acusarla de nada, me hizo ver cinco veces en la infancia.
En el centro de Varanasi dejé por fin de tener dudas sobre la teoría de la evolución cuando un mono me hizo señas de que comiera callada porque en un descuido de un tendero se le iba a colar a robarle un paquete de papitas. También allí medité, como en ningún otro lugar, sobre la débil frontera que separa a los vivos de los muertos. No voy tampoco a caer en la descripción de las incineraciones de cadáveres, que una brasilera ramplona llamó irrespetuosamente "parrillada", pero sí tengo que decir que lo que uno llega a ver en ese río es alucinante, palabra que poco utilizo y que puede que no guste, pero aquel que ya haya visto el cuerpo de un muerto flotando, por ejemplo, en una piscina de estadero, mientras los bañistas se siguen clavando en plancha y los niños comiendo chitos, como si nada, que me la cambie.
Al final sin embargo, la última noche, entendí que siempre hay algo en toda vida, aunque aparentemente sea tan exótica, que nos es familiar, cuando vi a un grupo de pelaítos jugando escondite, aprovechando un corte de electricidad en las calles del centro de Varanasi.
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