En muchas ciudades no existe un "centro". Quiero decir: un lugar geográfico preciso, marcado por monumentos, cruces de ciertas calles y ciertas avenidas, teatros, cines, restaurantes, confiterías, peatonales, carteles luminosos destellando en el líquido, también luminoso y metálico, que baña los edificios. Se podía discutir si el "centro" verdaderamente terminaba en tal calle o un poco más allá, pero nadie discutía la existencia misma de un solo centro: imágenes, ruidos, horarios diferentes. Se iba al "centro" desde los barrios como una actividad especial, de día feriado, como salida nocturna, como expedición de compras, o, simplemente, para ver y estar en el centro.
La gente hoy pertenece más a los barrios urbanos (y a los "barrios audiovisuales") que en los años veinte, cuando la salida al "centro" prometía un horizonte de deseos y peligros, una exploración de un territorio siempre distinto. De los barrios de clase media ahora no se sale al centro. Las distancias se han acortado no sólo porque la ciudad ha dejado de crecer, sino porque la gente ya no se mueve por la ciudad, de una punta a la otra. Los barrios ricos han configurado sus propios centros, más limpios, más ordenados, mejor vigilados, con más luz, mayores ofertas materiales y simbólicas.
Ir al centro no es lo mismo que ir al centro comercial aunque el significante "centro" se repita en las dos expresiones. En primer lugar, por el paisaje: el centro comercial, no importa cuál sea su tipología arquitectónica, es un simulacro de ciudad de servicios en miniatura, donde todos los extremos de lo urbano han sido liquidados: la intemperie, que los pasajes y las arcadas del siglo XIX sólo interrumpían sin anular; los ruidos, que no respondían a una programación unificada; el claroscuro, que es producto de la colisión de luces diferentes, opuestas, que disputan, se refuerzan o, simplemente, se ignoran unas a otras; la gran escala producida por los edificios de varios pisos, las dobles y triples elevaciones de los cines y teatros, las superficies vidriadas tres, cuatro, cinco veces más grandes que el más amplio de los negocios; los monumentos conocidos, que por su permanencia, su belleza o su fealdad, eran los signos más poderosos del texto urbano; la proliferación de escritos de dimensiones gigantescas, arriba de los edificios, recorriendo decenas de metros en sus fachadas, sobre las marquesinas, en grandes letras pegadas sobre los vidrios de decenas de puertas vaivén, en chapas relucientes, escudos, carteles pintados sobre el dintel de portales, pancartas, afiches, letreros espontáneos, anuncios impresos, señalizaciones de tránsito. Estos rasgos, producidos a veces por el azar y otras por el diseño, son (o fueron) la marca de una identidad urbana.
Hoy, el centro comercial opone a este paisaje del "centro" su propuesta de cápsula espacial acondicionada por la estética del mercado. En un punto, todos los centros comerciales son iguales: en Minneapolis, en Miami Beach, en Chevy Chase, en New Port, en Rodeo Drive, en Santa Fe y Coronel Díaz, ciudad de Buenos Aires. Si uno descendiera de Júpiter, sólo el papel moneda y la lengua de vendedores, compradores y mirones, le permitirían saber dónde está. La constancia de las marcas internacionales y de las mercancías se suman a la uniformidad de un espacio sin cualidades: un vuelo interplanetario a Cacharel, Stephanel, Fiorucci, Kenzo, Guess y McDonald's, en una nave fletada bajo la insignia de los colores unidos de las etiquetas del mundo.
La cápsula espacial puede ser un paraíso o una pesadilla. El aire se limpia en el reciclaje de los acondicionadores; la temperatura es benigna; las luces son funcionales y no entran en el conflicto del claroscuro, que siempre puede resultar amenazador; otras amenazas son neutralizadas por los circuitos cerrados, que hacen fluir la información hacia el panóptico ocupado por el personal de vigilancia. Como en una nave espacial, es posible realizar todas las actividades reproductivas de la vida: se come, se bebe, se descansa, se consumen símbolos y mercancías según instrucciones no escritas pero absolutamente claras. Como en una nave espacial, se pierde con facilidad el sentido de la orientación: lo que se ve desde un punto es tan parecido a lo que se ve desde el opuesto que sólo los expertos, muy conocedores de los pequeños detalles, o quienes se mueven con un mapa, son capaces de decir dónde están en cada momento. De todas formas, eso, saber dónde se está en cada momento, carece de importancia: el centro comercial no se recorre de una punta a la otra, como si fuera una calle o una galería; el centro comercial tiene que caminarse con la decisión de aceptar, aunque no siempre, aunque no del todo, las trampas del azar. Los que no aceptan estas trampas alteran la ley espacial del centro comercial, en cuyo tablero los avances, los retrocesos y las repeticiones no buscadas son una estrategia de venta.
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El centro comercial, si es un buen centro comercial, responde a un ordenamiento total pero, al mismo tiempo, debe dar una idea de libre recorrido: se trata de la ordenada deriva del mercado. Quienes usan el centro comercial para entrar, llegar a un punto, comprar y salir inmediatamente, contradicen las funciones de su espacio, que tiene mucho de cinta de Moebius: se pasa de una superficie a otra, de un plano a otro, sin darse cuenta de que se está atravesando un límite. Es difícil perderse en un centro comercial precisamente por esto: no está hecho para encontrar un punto y, en consecuencia, en su espacio sin jerarquías también es difícil saber si uno está perdido. El centro comercial no es un laberinto del que sea preciso buscar una salida; por el contrario, sólo una comparación superficial acerca el centro comercial al laberinto. El centro comercial es una cápsula donde, si es posible no encontrar lo que se busca, es completamente imposible perderse. Sólo los niños muy pequeños pueden perderse en un centro comercial, porque un accidente puede separarlos de otras personas y esa ausencia no se equilibra con el encuentro de mercancías.
Como una nave espacial, el centro comercial tiene una relación indiferente con la ciudad que lo rodea: esa ciudad siempre es el espacio exterior, bajo la forma de autopista con villa miseria al lado, gran avenida, barrio suburbano o peatonal. A nadie, cuando está dentro del centro comercial, debe interesarle si la vidriera del negocio donde vio lo que buscaba es paralela o perpendicular a una calle exterior; a lo sumo, lo que no debe olvidar es en qué naveta está guardada la mercancía que desea. En el centro comercial no sólo se anula el sentido de orientación interna sino que desaparece por completo la geografía urbana. A diferencia de las cápsulas espaciales, los centros comerciales cierran sus muros a las perspectivas exteriores. Como en los casinos de Las Vegas (y los centros comerciales aprendieron mucho de Las Vegas), el día y la noche no se diferencian: el tiempo no pasa, o el tiempo que pasa es también un tiempo sin cualidades.
La ciudad no existe para el centro comercial, que ha sido construido para remplazar a la ciudad. Por eso, el centro comercial olvida lo que lo rodea: no sólo cierra caído del cielo, en una manzana de la ciudad a la que ignora; o es depositado en medio de un baldío, al lado de una autopista, donde no hay pasado urbano. Cuando el centro comercial ocupa un espacio marcado por la historia (reciclaje de mercados, docks, barracas portuarias, incluso reciclaje en segunda potencia: galerías comerciales que pasan a ser centros comerciales- galería), lo usa como decoración y no como arquitectura. Casi siempre, incluso en el caso de centros comerciales "conservacionistas" de arquitectura pasada, el centro comercial se incrusta en un vacío de memoria urbana, porque representa las nuevas costumbres y no tiene que rendir tributo a las tradiciones: allí donde el mercado se despliega, el viento de lo nuevo hace sentir su fuerza.
El centro comercial es todo futuro: construye nuevos hábitos, se convierte en punto de referencia, acomoda la ciudad a su presencia, acostumbra a la gente a funcionar en él.
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Frente a la ciudad real, construida en el tiempo, el centro comercial ofrece su modelo de ciudad de servicios miniaturizada, que se independiza soberanamente de las tradiciones y de su entorno. De una ciudad en miniatura el centro comercial tiene un aire irreal, porque ha sido construido demasiado rápido, no ha conocido vacilaciones, marchas y contramarchas, correcciones, destrucciones, influencias de proyectos más amplios. La historia está ausente, y cuando hay algo de historia no se plantea el conflicto apasionante entre la resistencia del pasado y el impulso del presente. La historia es usada para roles serviles y se convierte en una decoración banal: preservacionismo fetichista de algunos muros como cáscaras. Por esto, el centro comercial sintoniza perfectamente con la pasión por el decorado de la arquitectura llamada posmoderna. En el centro comercial de intención preservacionista la historia es paradojalmente tratada como souvenir y no como soporte material de una identidad y temporalidad que siempre le plantean al presente su conflicto.
Evacuada la historia como "detalle", el centro comercial sufre una amnesia necesaria a la buena marcha de sus negocios, porque si las huellas de la historia fueran demasiado evidentes y superaran la función decorativa, el centro comercial viviría un conflicto de funciones y sentidos: para el centro comercial, la única máquina semiótica es la de su propio proyecto. En cambio, la historia despilfarra sentidos que al centro comercial no le interesa conservar, porque en su espacio, además, los sentidos valen menos que los significantes.
El centro comercial es un artefacto perfectamente adecuado a la hipótesis del nomadismo contemporáneo: cualquiera que haya usado alguna vez un centro comercial puede usar otro, en una ciudad diferente y extraña de la que ni siquiera conozca la lengua o las costumbres. Las masas temporariamente nómadas que se mueven según los flujos del turismo, encuentran en el centro comercial la dulzura del hogar donde se borran los contratiempos de la diferencia y del malentendido.
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Su extraterritorialidad tiene ventajas para los más pobres: ellos carecen de una ciudad limpia, segura, con buenos servicios, transitable a todas horas; viven en suburbios de donde el Estado se ha retirado y la pobreza impide que el mercado tome su lugar; soportan la crisis de las sociedades vecinales, el deterioro de las solidaridades comunitarias y el anecdotario cotidiano de la violencia. El centro comercial es exactamente una realización hiperbólica y condensada de cualidades opuestas y, además, como espacio extraterritorial no exige visados especiales. En la otra punta del arco social, la extraterritorialidad del centro comercial podría afectar lo que los sectores medios y altos consideran sus derechos; sin embargo, el uso según días y franjas horarias impide la colisión de estas dos pretensiones diferentes. Los pobres van los fines de semana, cuando los menos pobres y los más ricos prefieren estar en otra parte. El mismo espacio cambia con las horas y los días, mostrando esa cualidad transocial que, según algunos, marcaría a fuego el viraje de la posmodernidad.
La extraterritorialidad del centro comercial fascina también a los muy jóvenes, precisamente por la posibilidad de deriva en el mundo de los significantes mercantiles. Para el fetichismo de las marcas se despliega en el centro comercial una escenografía riquísima donde, por lo menos en teoría, no puede faltar nada; por el contrario, se necesita un exceso que sorprenda incluso a los entendidos más eruditos. La escenografía ofrece su cara Disneyworld: como en Disneyworld, no falta ningún personaje y cada personaje muestra los atributos de su fama. El centro comercial es una exposición de todos los objetos soñados.
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