"Todas las cantinas de la ciudad fueron cerradas a la media noche". Con ese titular tenebroso abrió el diario El Correo su primera página el martes 8 de septiembre de 1959. Los dueños de las cantinas, bares, heladerías, cafés, grilles y demás centros de esparcimiento de alcoholes habían decidido tirar la reja y declarar la huelga general. La ciudad quedaba en manos de las iglesias y la buena voluntad de algún vecino que ofreciera las copas de su escaparate. Un acuerdo del Concejo sobre el uso de los tocadiscos fue el culpable de ese premio repentino y fugaz para la liga de la templanza.
Quién sabe dónde se reunían los cabildantes en aquellos tiempos. Con seguridad en algún bar cercano al antiguo Palacio Municipal. El caso es que la reunión terminó con un Acuerdo que intentaba arrebatar unas monedas a las pianolas: "Los aparatos musicales de establecimientos exclusivamente diurnos, de 20 a 40 pesos, por cada unidad. Los aparatos musicales de establecimientos exclusivamente nocturnos, de 40 a 70 pesos, por cada unidad". Y como la plaga de la música extranjera se estaba tomando el corazón de los antioqueños, se estableció cobrar la mitad a los "aparatos musicales" que ofrecieran solo "bambucos, pasillos, guabinas, bundes, joropos, galerones, torbellinos, marchas y danzas".
Pero eso no era todo. Los cantineros además de tacaños con el erario eran bullosos hasta el pecado. Se decretó entonces el destierro de las infernales pianolas: "No se permitirá el funcionamiento ni diurno ni nocturno de aparatos musicales en establecimientos situados a doscientos (200) metros, o menos, de iglesias, capillas, seminarios, escuelas, fábricas, casas de beneficencia, reformatorios, hospitales, cementerios, clínicas y similares". Se agradece que no mencionaran a las academias de historia. Hace 50 años Medellín se manejaba bajo las reglas de una modesta copropiedad: "Ningún aparato receptor, transmisor o reproductor de sonido podrá funcionar en la ciudad sino a volumen moderado, que no perturbe la tranquilidad de lo vecinos".
Los señores detrás del mostrador no estaban dispuestos a soportar el silencio. No era una huelga de textileros, ni de profesores, ni de burócratas. Era un asunto serio. Algunos cantineros de los extramuros, con alcohol y música propia, se reían de la historia: "Cómo así que un Acuerdo… Nosotros no hemos llegado a ningún acuerdo". Atendían con gusto a sus nuevos clientes empujados hacia los bares menos reconocidos. Los oficinistas celebraban las novedosas aventuras en los confines de la ciudad, las posibilidades que entregaban las fondas más oscuras, más sórdidas y más baratas. Se dice que funcionaban unas 200 cantinas de puertas para adentro. Recuérdese que cantina es sinónimo de sótano. Pero los dueños de los cafés y los grilles de renombre no se quedaron quietos. Se dedicaron a limpiar las cagarrutas y el polvo de sus salones y a garantizar que el paro fuera respetado. Habían cerrado el grifo y no querían esquiroles.
Según El Correo el lenguaje de los huelguistas no incluía sutilezas: "Camiones llenos de dirigentes cantineros recorrieron los principales sectores donde funcionan cafés, bares, heladerías, etc… en las horas de la noche y obtuvieron el cierre… Las amenazas se referían principalmente a dinamitar los locales de cantinas que siguieran funcionando". La Secretaría de Gobierno calculaba en 3.000 el número de cantinas y similares en la ciudad. Las noticias dicen que se cerraron hasta las puertas infames de las zonas de tolerancia.
Para quienes no tenían el milagro de un amigo con el bar surtido o las agallas suficientes para beber por las esquinas había algunas posibilidades. La cartelera de cine anunciaba al "príncipe de Bagdad y la legión extranjera: Aladino". Y los más refinados podían buscar consuelo con una ópera famélica basada en el diario de Ana Frank. Pero la gente soñaba con los bailes en el grill La 45, la murga de El Tambo de Aná, las tardes de ron en el Café Zoratama o las noches largas en El Jardín de la Cerveza. No se podía echar una moneda al piano para oír Cosita linda, recién grabada por Nat King Cole, ni para bailar El tira y jala del Negrito Barrios o La rosa de los vientos de Julio Ramírez. Y si uno quería llorar con un bolero, con Lo llaman pecado, por ejemplo, pues tenía que tararearlo.
Los cantineros marchaban frente a la Gobernación exigiendo que se archivara el Acuerdo que intentaba convertir a Medellín en una sala de espera. Mientras tanto la ciudad fumaba cigarrillos Hidalgo y se comía las uñas. El Correo resumía el ambiente citando el comentario general que rodaba por las calles: "No hay ni dónde tomarse un tinto". Las señoras celebraban el repentino juicio de los maridos y la Secretaría de Hacienda comenzaba a mostrar sus saldos rojos: "A medio día de ayer las rentas departamentales habían vendido 70 pesos, cuando lo normal es 70.000". Mientras tanto las cantinas ilegales en Manrique llenaban el cuaderno de cuentas alegres. Al menos las que lograban mantenerse fuera del alcance del escuadrón anticamajanes: "Una cantina destinada a la reunión de peligrosos antisociales venía funcionando en el barrio Manrique. En su interior se encontraron algunas cantidades de marihuana y gran número de tahúres".
De la tensa calma en las tardes se pasaba a los alborotos en las noches. Los periódicos reportaban los jaleos en las cantinas que abrían sus puertas: "Un establecimiento situado cerca del Bosque de la Independencia fue atacado por una turba de individuos. Agrediendo al propietario y varias mujeres que allí había". Dos días después de decretado el paro la policía entregaba la lista de asistencia a sus calabozos: "Desafueros por el paro de cantineros. 110 detenidos. Solo 3 cantineros. Los demás: vagos, rateros, homosexuales, menores de edad y antisociales en general". Los murmullos dejaron oír rumores de un ataque a la Plaza de Cisneros. Una requisa en las esquinas cercanas revela el arsenal barriobajero de la época: "cuatro revólveres, una pistola, ciento cincuenta y ocho puñales y dos machetes".
Luego de 4 días de sequía algunos bares comenzaron a abrir bajo protección policial. Dos gendarmes en la puerta cuidaban el buen beber de los ciudadanos de bien. El presidente Alberto Lleras hacía de amigable componedor entre los cantineros y los concejales. Escribió una carta para la asociación de comerciantes comprometiéndose a enviar a un funcionario del despacho de fomento en busca de un arreglo. Firmaba con entonado acento: "Servidor y compatriota, A. Lleras". Salud.
Poco a poco el Concejo y el Alcalde entendieron que era preferible una ciudad estridente y algo mareada a una villa neurótica y recelosa. Además, usar la fuerza pública para garantizar el derecho de los aguardienteros de oficio era una ociosidad. Así que el alcalde reglamentó el Acuerdo intentando suavizar el celo alcabalero y el oído quisquilloso. Y el Concejo habló de una posible revisión.
Por su parte, los cantineros amigos del paro y la dinamita notaron que sus búhos de todas las noches se estaban acostumbrando a otros rincones, sonsacados por una copa más larga y los refranes sobre el amigo incondicional. Después de dos semanas todos habían cedido para que los pianos volvieran a ser la razón del llanto y el consuelo de los borrachos. Las cantinas estaban más limpias que nunca, las meseras más generosas que siempre y el aguardiente había conservado sus virtudes. Alcalde y concejales celebraron la paz cantinera con un "Cocktail bailable" a cargo de los Teen Agers en el Club Unión. ¡Qué suene el cabaret!, fue la consigna de la noche.
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