El conquistador, que en la larga travesía de Europa a tierras desconocidas debió acudir al pajazo, pues las mujeres se quedaron en España, no estaba dispuesto, una vez pisó tierra firme, a seguir los pasos de Onán. Se apropió del oro y de las indias. Un simple soldado podía ser propietario de cincuenta nativas con las que calmaba sus ardores. Como era propietario podía venderlas a otros soldados y obtener beneficio económico. Estaban tan encoñados con las indias que se olvidaron de sus esposas y novias, y éstas, desesperadas, empezaron a quejarse ante las autoridades. Mientras tanto, las indias parían mesticitos y mesticitas. Como se las intercambiaban o simplemente las dejaban de usar, una nativa terminaba pariendo hijos de varios españoles. La ciudad colonial fue en sus inicios ciudad de mujeres, de indias amancebadas con el colonizador. Los frailes aconsejaban a los españoles que se casaran con las nativas pero no aceptaban, mientras tanto, los casados postergaban cada día la llegada de sus esposas e hijos.
Primero fueron los mestizos. Cuando esposas, novias, hermanas, primas, sobrinas y cuñadas desembarcaron, se instalaron, se preñaron, nacieron los criollos. Por ser hijos naturales, los mestizos no tenían derechos, eran ciudadanos de segunda categoría y estaban destinados a la servidumbre. Una mestiza bonita, agraciada, veía en el criollo la posibilidad de mejor vida. El amor venal disimulado: me das y te abro las piernas. En otras palabras, el criollo tenía entrada libre en la vagina de la mestiza. Los criollos, una minoría, representaban el poder, la riqueza, y tenían la mirada del colonizador: miraban al mestizo como inferior. La agraciada Manuela, en la novela de Eugenio Díaz, es la historia de las mestizas que veían en el criollo rico y educado la posibilidad de mejor vida.
Así, las hijas naturales tenían dos posibilidades: la servidumbre (forma velada de la prostitución) o ser abiertamente putas, ejercer el oficio. La costumbre era que la sirvienta debía dárselo al señor o a los vástagos del señor, a quienes iniciaba sexualmente. Como estas historias terminaban siempre mal, con un hijo de por medio, la muchacha era arrojada a la calle, donde ejercía el oficio. En la novela de García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, Divina Flor, la hija de la sirvienta, está destinada al lecho de Santiago Nasar de la misma manera que su madre, Victoria Guzmán, lo estuvo al de Ibrahim Nasar, padre de Santiago. Era la costumbre.
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Al oficializarse la prostitución las mestizas fueron abiertamente putas. Para diferenciarlas de las putas criollas, les prohibieron el uso de zapatos. Las descalzas, como se las llamaba, eran agraciadas y se hicieron putas cuando servían en una casa principal. Si fuera posible extender las ramas de nuestro árbol genealógico hasta el siglo dieciocho encontraríamos que nuestra remota tátara-tátara abuela era una descalza.
Los mestizos, los desheredados, los sin padre, se alzaron contra el poder español en la rebelión de los comuneros, siguieron al coronel Aureliano Buendía, sufrieron amarga frustración y desencanto cuando asesinaron a su líder Jorge Eliécer Gaitán, un mestizo elocuente, de ideas progresistas, odiado por las élites conservadoras y liberales.
Muy pocas cosas han cambiado. Dieciséis años después del triunfo independentista (magnificado en los libros de texto y enseñado por maestros parlantes, casi loros), por las calles de Bogotá vagaban cojos de guerra, mendigos, soldados sin oficio, putas, delincuentes, militares triunfantes, extranjeros en busca de fortuna y criollos mamando de la teta del Estado. En el primer centenario de vida independiente el general Uribe Uribe, también odiado por las élites conservadoras y liberales, decía que en Colombia todo estaba por hacer. Hoy, doscientos años después, el panorama es aterrador: fosas comunes, desplazados, terratenientes triunfantes, militares triunfantes, traquetos, delincuentes en todos los estratos sociales y extranjeros en busca de droga, de sexo bueno y barato. ¿Qué piensan festejar?
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