Número 50, octubre 2013
 

Estoy al oriente de Medellín, parado sobre la calle Ayacucho, a unos cien metros de la serpenteante carretera que sube a las montañas de Santa Elena. Desde la acera veo las casas de Villatina, las copas de los árboles y la piel verde y rugosa del cerro Pan de Azúcar. Son las 9:30 de la mañana del viernes 18 de octubre de 2013. Quiero caminar hasta que pueda divisar, a una distancia similar, alguna colina de Belén o algún morro de San Javier. Mi intención es atravesar la ciudad de oriente a occidente en una jornada.

Los primeros pasos me llevan hasta un taxi estacionado cerca de la Unidad Residencial Loyola. El conductor, en cuclillas, estopa en mano, brilla con fervor la llanta superior derecha. A su lado tiene un frasco con una solución blanquecina.

—¿Con qué las brillás?
—Silicona.
—Ya... Ey, ¿cuántos kilómetros habrá de aquí a la Universidad de Medellín?
—¿Ah? Jm, no, ni idea hermano, ¿kilómetros?

***

Elegí salir del barrio Buenos Aires por nostalgia. Loyola es la unidad donde viví entre los cuatro y los siete años de edad. Al pasar por la portería recuerdo la angustia de esperar a don Lázaro, el señor que me llevaba al colegio; ya no estudiaba en las guarderías cercanas sino por los lados de Colombia con la 65. Lázaro me recogía en un carro café y largo que me tranquilizaba cuando asomaba su inmensa trompa por Las Mellizas, la misma Ayacucho partida en dos por donde ahora continúo la marcha. El cielo está despejado y el calor parece de mediodía aunque falten más de dos horas para que el sol alcance el cenit.

Mientras bajo hasta la parroquia de Santa Mónica siento una brisa fresca. En el atrio con zona verde encuentro dos puestos de empanadas y fritos y uno de jugo de naranja. Me tomo un jugo de mil 500 sentado en un paradero de buses. Sospecho que la casa amarilla con azul del frente, que dice Colegio Alfred Binet, fue precisamente donde hice la guardería. No aguanto la curiosidad, cruzo la calle y subo unas escaleras. En la puerta veo una placa conmemorativa que me refresca la memoria: “Mi casita encantada”. Mi primera institución. La emoción me lleva a tocar el timbre. Abre una mujer en sudadera y me confirma que allí funcionó la guardería. También le pregunto por Disneylandia, otra institución por la que pasé. La mujer, impaciente, con los oídos puestos en el bullicio infantil que viene del fondo, me dice que sí, que Disneylandia existió en la casa contigua.

Sigo mi camino con ese pequeño botín en la memoria. La calle Ayacucho está clausurada desde el Mascerca de Buenos Aires, y cercada a ambos lados por costales verdes. El calor crece y se potencia con el reflejo del piso de tierra amarilla. Decenas de trabajadores adelantan las obras del tranvía de Ayacucho, un hijo más de esa matrona recatada llamada Metro. En una esquina dos negras conversan con un vendedor de fruta picada en vasos desechables. El señor, de delantal blanco, me cuenta que hace seis meses el sector muestra este árido panorama sin que se note avance; lo dice con mal genio, con una rabia tierna que hace reír a las chocoanas. Y tiene razón: pocos negocios funcionan, otros están cerrados o solo abren por un ladito. La ausencia de tráfico posibilita caminar por la mitad de la calle, entre los obreros y sus carretas. Más abajo una retroexcavadora saca tierra y un jubilado mira las entrañas de un paisaje que cambiará para siempre.

Rápidamente devoro la fruta que le compré al viejo. El antisolar empieza a separarse de mi piel, siento que se me derrite el rostro. No sé qué tan buena idea fue empezar este recorrido en bajada, no llevo ni una hora y ya siento un dolorcillo encima de las rodillas, la cabeza caliente y un poco dolorida. La Plazuela San Ignacio se perfila como la siguiente parada. Salgo de Ayacucho y giro por la peatonal de Bellas Artes. Antes de salir a Pichincha un olor a marihuana me persigue; proviene de un grupo de jóvenes que conversan diagonal a un bar del que salen las taquicárdicas notas de Eleanor Rigby.

Un pito me ensordece cuando salgo a Pichincha. Ya estoy en el Centro. Son las 10:37 de la mañana y necesito sentarme. Doy una vuelta por la plazuela, nutrida de gente y comercio ambulante; algunos señores juegan ajedrez, otros conversan sin afanes. Alrededor de la fuente las palomas se rascan al mismo tiempo algún punto debajo de las alas. Me siento en una banca solitaria. Las plantas de los pies me palpitan. Reposo un par de minutos mientras un señor habla por celular a todo timbal. Al frente leo “Pasteles recién horneados” y se me abre el apetito. Voy por un pastel de jamón y queso y una Uva. Regreso a la banca y al instante aparece un gordo que me pide disculpas, se sienta a mi lado y prende un cigarrillo; me cae todo el humo, así que apuro el desayuno, devuelvo el envase y abandono la plazuela. Ahora cada paso me produce una breve molestia en las rodillas. Al menos ya no estoy bajando.

***

El Centro es una caldera infernal, gente y carros se cocinan entre pitos y motores. En dos cuadras de la Oriental recibo cinco papelitos, tres de brujos: Cacique Kamakum, Regina clarividente y Jerónimo parapsicólogo, y dos de sexo: Natalia juguetona y Sara “conoceme con absoluta reserva”. Por el agite de La Playa llego a los bajos del Metro; la temperatura es menor gracias a la sombra eterna del viaducto. Alrededor de “La Gorda” Botero hay unas once personas; es lo último que observo antes de agarrar la calle Colombia hacia el occidente. Es imposible caminar de frente, tanta gente esperando bus, tanto vendedor ambulante, tanto transeúnte me obligan a esquivar mientras avanzo. El sol arde cada vez más, falta una hora para el mediodía.

Después de ver neveras y lavadoras exhibidas, afronto el primer puente de la calle Colombia. Presiento que este tramo me va a afectar, no hay sombra y aún debo llegar al segundo puente para cruzar el río, que no está rojo ni azul: hoy parece un río de aguapanela con leche. En el malecón varias personas duermen y algunos recicladores, con sus carretillas parqueadas, reposan sentados en los sardineles. No veo la hora de llegar a Carlos E. Restrepo para hacer otra parada y bogarme una cerveza bien helada. El tablero electrónico dice que son las 11:30 a.m. y que la temperatura es de 26 grados centígrados aunque yo la siento de 35. En cambio en Londres hace 17 grados y son las 17:30. El dólar está a 1.879 pesos, cayó.

A la final Carlos E. se dejó montar un negocio fúnebre en sus terrenos verdes y bohemios. Paso por un lado de la Funeraria La Paz, y jadeante aterrizo en la Papitienda en medio del canto de los pájaros y la sombra fresca de los árboles. El paso por el sofoco del Centro me dejó diezmado, el dolor de las rodillas se suma a la fatiga de los gemelos y siento que la cabeza se me dilata. Carlos E. está desolado, el tiempo pasa lento; son esos minutos muertos que anteceden a las doce del día. En la Papitienda pido la cerveza más helada y me dan una Costeña. Cuando me la ponen encima del mostrador, una señorita de pelo negro y piel blanca, con los ojos maquillados como una egipcia, nariz mediterránea y uniforme azul y rojo, me ofrece una degustación de leche. No espera mi respuesta al ver que empuño la botella, y dice sonriente: “ah, vas a tomar cerveza... De todos modos te cuento la promoción: compras dos bolsas de leche, te doy la tercera gratis”. Me siento en un murito, estiro los pies y entre sorbo y sorbo observo a la belleza mercadear la leche con las empleadas domésticas que se acercan a comprar algún ingrediente para el almuerzo. Un aseador, caneca y escoba en mano, le ayuda como vocero.

Los ojos de la egipcia me tienen embrujado, no puedo dejar de mirarla. Ya voy por la segunda cerveza y apenas ha venido un señor a comprarle dos promociones. El letargo del mediodía me da un sueño tenaz, y no sé si es el cansancio de llevar dos horas andando la calle o la presencia de la egipcia lo que me atornilla a esta escala. A la tercera cerveza me siento entre dormido y mareado y decido continuar. Me despido de la chica, tomo su “te cuidas” como un amuleto para salir airoso. Es posible que el almuerzo me tumbe y tenga que abortar esta caminada. O terminarla en taxi. Salgo de Carlos E., subo por la calle 51, cruzo la 65 y en treinta pasos llego al colegio, el mismo adonde me traía Lázaro. La reja está cerrada, como tantas veces la encontramos por llegar tarde.

Una cuadra más adelante vuelvo a la calle Colombia. Conozco un restaurante italiano por aquí cerca que se llama Billagio. Pido una Amatriciana con jugo de mora. En el baño, acalorado, me lavo la cara con agua fría y la saudade vuelve a aparecer en forma de abuela diciéndome que me voy a torcer. Los ojos me arden, tengo el cuello caliente y ni rastro de antisolar. Lo que en condiciones normales sería una sencilla entrada al baño, en estas circunstancias es un punto de hidratación con almuerzo incluido.

***

Después de almorzar me siento derrotado, pesado. Solo quiero irme a dormir. Abandono el restaurante y sigo por la calle 49. Esta llenura y este calor me cobran por ventanilla, las piernas me tiemblan. Camino despacio por la carrera 70 y algo me saca del sopor: un estudiante del Marco Fidel Suárez sale intempestivamente del colegio. A la 1:40 es el único muchacho que sale, morral a la espalda. Tiene un papel en sus manos, lo arruga y lo tira al suelo. Lo recojo, es de un cuaderno cuadriculado y dice: “Yo Laura Maria autorizo a Santiago Castañeda para salir de la institución”. La nota tiene teléfono y cédula, pero no está firmada. Cuando la termino de leer el pelao ya se ha perdido por la Unidad Deportiva Atanasio Girardot. Necesito hacer una parada cómoda. Me siento sin fuerzas. El dolor en las rodillas y las pantorrillas aumenta. Una estación en la casa de mi papá sería perfecta, y hacia allá me dirijo. Dejo la 70 para subir por San Juan. Las mesas de billares de la 72 están abandonadas, los posibles billaristas apenas soplan un tinto en la barra. Doblo por la carrera 73 y sigo derecho. En el semáforo hay una gringa haciendo malabares con una pelota en su dedo. Avanzo hasta el primer parque de Laureles, donde me vuelven a perseguir los humos almendrados del moño. Marihuaneros solitarios y en combo son los culpables.

Por la circular 74 desemboco en la Avenida Nutibara. De repente, mimetizada en un muro de granito, descubro una pata de marihuana. Parece una confabulación de los astros para que me den ganas de fumar... En el segundo parque están montando una feria artesanal que se hace el tercer fin de semana de cada mes, según me dice un artesano. No me provoca quedarme ni un segundo y sigo. Por fin llego a Santa Teresita; al frente de la iglesia veo lo más decembrino del recorrido: una torre de hojuelas embadurnadas de azúcar. Son tan grandes que parecen lonjas de chicharrón bogotano.

En medio del descanso en casa de mi padre, descalzo y con las piernas levantadas, empieza a llover. El taxista que me llevó por la mañana hasta el nostálgico punto de salida me había dicho que ese sol picante era de agua. Según sus presagios llovería a las dos o tres de la tarde, y son las 2:28. Minutos después salgo de la casa de mi viejo con un paraguas negro prestado, liviano y con fuerzas renovadas para rematar la travesía. Al salir del edificio la lluvia arrecia. Camino bajo el aguacero por la 33, detrás de un loco que lleva una bolsa verde y va cantando. Cruzo la calle por donde él la cruza. Ni él ni yo nos cuidamos de ser salpicados por los charcos. Los autos no tienen compasión con el peatón. Por los recovecos de la 32 doble e, o doble f, respiro un bochorno vaporoso. No recuerdo cuándo fue la última vez que caminé con paraguas. Salgo a la carrera 80 a la altura de la Villa de Aburrá. Desde allí puedo ver, a lo lejos y soleadas, las montañas del oriente. Subo hacia el centro comercial Los Molinos y antes de alcanzar la 30 deja de llover.

Calculo que estoy a unos quinientos metros de coronar. Decenas de aves me reciben con un show de vuelo que termina con sus patas en los cables de la luz. Aunque los dolores mermaron, están latentes, sembrados en tres puntos: arriba de las rodillas, en los gemelos y en las plantas de los pies. Van a ser seis horas desde que salí de Loyola. Pasé por el Centro, cruce el río, descansé en Carlos E., caminé por el Estadio, San Juan, Laureles, y ahora subo por Belén Los Alpes.

De repente, con la meta a la vista y sin esperar ninguna otra novedad, me topo con cuatro vacas y seis terneros que atraviesan la 30. Debo parar para que pase la recua. Don Arturo, palillo en boca, me dice que las lleva “para el corral”, según entiendo después de pedirle tres veces que me repita. Los fonemas que salen de su boca son de difícil comprensión y mejor me despido. Además, las vacas ya van llegando a la otra cuadra. Unos metros más adelante puedo leer sobre un fondo rojo: “Universidad de Medellín”. Detrás están los cerros de Altavista, al occidente de la ciudad. Algunos estudiantes salen y entran al bar Postgrado Holandés para tomarse las primeras cervezas del viernes.

Sentado en una panadería de esquina me tomo una Pony Malta mientras miro el monte húmedo y verdoso que escolta a la Universidad. Basta pararse en la mitad de la 30 para ver la ciudad hasta el fondo, incluidas las montañas del oriente, que siguen soleadas bajo un cielo despejado. Aquí parece otro valle, con charcos en la calle y nubarrones grises. En total anduve once kilómetros, una caminada que jamás volveré a hacer en la vida. Por ahora no me pienso mover de esta silla: me dedicaré a pensar en la egipcia ya que las vacas me la trajeron a la memoria. Mientras tanto, que se inventen la teletransportación o que aparezca Lázaro. Ya no importa llegar tarde. UC

 

Fotografías David E. Guzmán

 
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