Número 50, octubre 2013

Crónica de amor y odio
Erremora. Ilustración: Tobías

Ilustración: Tobías

 

1

Una noche de los años noventa, mi novia, unos amigos y yo llegamos a las puertas de Toque de queda, en la calle San Juan. Era la discoteca gay que causaba furor en la ciudad. En una ciudad que no ofrecía –ni ofrece– mucha diversión en las noches, aquella pequeña disco había llegado como un ángel redentor. Esa era la moda, colarse en aquel local alegre y “progre”. Guardadas las proporciones, Toque de queda era una especie de Studio 54. Como cada noche de viernes cuando llegábamos hasta la bouncer enorme y mal encarada que hacía el filtro, respondimos con un sí a la pregunta: “¿Ustedes son gais?”. La mujer nos miró como siempre lo hacía y a regañadientes nos dejó entrar. A veces entrábamos porque nuestros amigos gais la convencían con sonrisitas y palabras dulces. En fin, logramos entrar. Música a todo dar. Madonna era la reina en todas las pantallas. Ya estábamos borrachos y los golpes de bajo nos revolvían las entrañas. Hombres corpulentos se besaban recostados en los muros. En la pista central no cabía un alma, y luces vertiginosas de color rojo atravesaban el humo que envolvía a la multitud. Allí dentro todo era felicidad.

Tomados de la mano, mi novia y yo nos abrimos paso y nos sentamos en un muro bajo desde donde se dominaba la pista. Nos abrazamos mientras hacíamos equilibrio sobre el muro y nos dimos un beso largo y delicioso, hasta que una sacudida violenta nos hizo regresar a este mundo. Sin comprender qué pasaba, levanté la cabeza y me encontré con los ojos enfurecidos de la enorme bouncer, que gritaba a un palmo de mi nariz. La música reventaba en los cuerpos sudorosos, las luces rojas volaban, yo estaba en shock y escuchaba muy lejanas las palabras de odio que aquella mujer gigantesca descargaba sobre mi cadáver: “Aquííí nooo se puedennn besarrr. ¡Se largan ya!”.

2

Uber caminaba igual que su madre, a pasitos cortos y apresurados que le imprimían una velocidad algo divertida. Parecía una geisha. Uber era uno más de nuestra gallada y le queríamos bastante. Su nombre nos parecía extraño y sus inflexiones femeninas lo hacían diferente. Nunca llegamos a hablar de eso entre el resto de nosotros. Uber no sabía jugar fútbol, por lo tanto siempre lo poníamos como defensa. No me gustaba enfrentarlo porque era demasiado fuerte y hacerle una gambeta era casi imposible. Arremetía como un camión, la pelota pasaba, pero uno siempre terminaba mordiendo aquel polvo negro de la cancha donde jugábamos. Reía y de sus carcajadas brotaba mucha felicidad. Quizá fue el único que no se agarró a puñetazos con otro amigo. Era un niño noble y alegre, hijo de un policía retirado. Su padre era un tipo amable y llevaba un bigote negro y poblado.

Crecimos un poco y el rock duro llegó a nuestras vidas. Desde muy niños habíamos formado en la cuadra una especie de clan demasiado revoltoso para el gusto de los padres. Aquel vínculo silencioso y fuerte llevó a que la música y su modo de vida, que algunos pocos acogimos como una religión, fuera inconscientemente aceptada por otros que, a decir verdad, no sentían conmoción al escuchar el punteo de una guitarra eléctrica. Uber estaba entre estos últimos. Andaba con nosotros y voleaba la melena en la oscuridad de aquellas casas a las que íbamos a emborracharnos con vino Tres patadas y a escuchar los discos de Black Sabbath. También corría junto a nosotros, riendo a carcajadas, cada vez que llegaba la policía a desalojarnos de los “sollis” y a repartir bolillo por todos lados.

Una tarde corrió la voz: Uber tiene novia. Una rockera del barrio Pedregal. Era una mujer sonriente, pequeñita y morena. Caminaban de la mano por la calle, entraban a la casa y luego subían la escalera que llevaba a la terraza en la que los padres de Uber le habían construido su propio cuarto. Todos envidiábamos aquel cuarto. Por aquellos días hablábamos a sus espaldas y nos preguntábamos cómo, cuándo y dónde había conquistado a esa nena. En fin, estábamos felices por él.

Crecimos todos. Algunos murieron masacrados en alguna taberna. Eran los días de Pablo y no volvimos a las esquinas a escuchar casetes de Led Zeppelin en la enorme grabadora plateada de Luis. Los sobrevivientes nos largamos del norte. La vida continuó. Casi nunca nos veíamos. Uber desapareció por completo de nuestras vidas. Una tarde volví a la cuadra de mi infancia. Quería visitar al padre de uno de mis amigos en su lecho de enfermo. Hablamos de los viejos tiempos y nos reímos de cuando él nos regañaba por nuestras andadas. Vi por la ventana a la madre de Uber, fumando en su balcón, y de inmediato pregunté por él. Desde su cama, el padre de mi amigo me miró: “Uber se fue a vivir con un viejo. Se enamoró. Es un berraquito el Uber”, dijo con esa voz dulce y sabia de quien está a punto de morir.

 

3

Una mañana en el barrio. Vacaciones escolares de julio de 1973. Campeonato de fútbol callejero bajo un sol despiadado. La avenida estaba atiborrada a lado y lado de muchachitos que esperábamos la hora del cotejo. Calmábamos los nervios viendo los partidos de otros equipos y gritando para animar el juego. Los buses bajaban veloces, y cuando aparecía uno en la curva del antiguo parque infantil había que tomar el balón y saltar a los costados. El bus pasaba, el balón caía nuevamente sobre el pavimento y continuaba el juego. A veces las llantas reventaban una pelota. Nadie murió aplastado porque le habíamos cogido el ritmo a aquella vida y escuchábamos el rugido del motor unos segundos antes de que los armatostes tomaran la curva. Los padres se morían de terror cuando decidíamos trasladar los juegos de la cancha polvorienta, detrás del barrio, a la avenida principal.

Esa mañana los ánimos estaban muy arriba, y entre todos peleábamos un lugar con vista privilegiada a la cancha en la calle. Con mis amigos de la cuadra esperábamos a que terminara uno de los partidos. “Faltan cinco minutos”, dijo alguien. Repentinamente, un niño se abrió paso entre nosotros. Llevaba pantalones y no pertenecía a ninguno de los equipos del campeonato. Tenía el pelo negro pero ya olvidé su nombre. Desde que llegó al barrio me llamó la atención el hecho de que sus labios fueran muy rosados y siempre los tuviera húmedos. Sus ademanes eran extremadamente delicados, y a pesar de que ya no era un bebé se chupaba el pulgar por largas horas, así estuviera en plena calle. Después del empellón que nos dio le dije marica. Se me quedó mirando y salió corriendo. Lo vi desaparecer en la esquina. El muchacho vivía justo al lado de mi casa y su abuela se la llevaba bien con mi madre. Hablaban largas horas sentadas en los quicios de sus puertas. No habíamos comenzado a jugar cuando el niño apareció de la mano de su madre, que vociferaba y preguntaba a grito herido: “¡¿Quién fue el hijueputa?! ¡¿Quién fue el hijueputa?!”. Sus gritos hicieron que el silencio cayera sobre todos nosotros junto con el sol que arreciaba. La mano delicada de su hijo me señaló mientras yo estiraba los músculos al lado de una de las porterías de piedra. La mujer era voluptuosa y sus enormes tetas siempre estaban a punto de saltar de la blusa escotada. Era una mujer ruda, todos le teníamos pavor. Sus labios gruesos y el pelo corto oxigenado le daban un aire de sensualidad grotesca. Las delgadas líneas trazadas hacia arriba con lápiz negro en lugar de cejas hacían que la viéramos como una bestia enfurecida. La mujer soltó a su hijo y se abalanzó sobre mí. Sus brazos fuertes podían aplastar mi cuerpo flacuchento. Hice un dribbling, me escabullí por un costado y corrí aterrorizado. Bajé la cuesta a toda velocidad. La señora vociferaba a mis espaldas, seguida por un tropel de niños que se habían olvidado del balón. El escándalo sacó a los vecinos del sopor de la mañana. Se asomaban por los balcones y el espectáculo les parecía divertido. Entré a mi casa, cerré de un portazo y corrí directo al patio. Agazapado bajo el sol, escuchaba como bombas los golpes que hacían retumbar la puerta de madera. La mujer enloquecida llamaba a mi madre y le describía a gritos cómo iba a ser mi muerte.

4

Por aquellos días el aburrimiento se había convertido en nuestro peor enemigo. Nos angustiaba, era una de esas cosas que no nos podíamos permitir. No concebíamos una tarde o una noche de aburrimiento después de una jornada extenuante y estéril en el colegio. Recién comenzaban los ochenta y apenas debutábamos en el bachillerato. A pesar de los esfuerzos, a veces el tedio se apoderaba de las noches y no había más remedio que compartirlo en silencio parados en una esquina. Ni la música aliviaba nuestras almas cuando esa niebla densa entraba en nuestras cabezas. A veces la vida nos aplastaba sin remedio mientras las sombras entraban a los barrios del norte.

Una de esas noches, decididos a no dejarnos doblegar por el hastío, nos sentamos en las bancas de cemento del jardín que había afuera de la casa de unas amigas. Vivían en una de las casas de adobe gris ubicadas en la avenida principal del barrio. Todos estábamos enamorados silenciosamente de Maritza, la mayor de las cuatro hermanas, una trigueña de ojos negros y labios suaves. El sol se acababa de ocultar detrás de las montañas y el aire estaba fresco. Un viento suave apenas si movía las hojas de las palmeras que crecían detrás de las bancas. Las hermanas salieron y se sentaron con nosotros, como hacían cada vez que llegábamos a su puerta. Allí sentados hablábamos sin parar, las horas corrían y a veces el ruido de los buses destartalados apagaba nuestras voces. Fumábamos un cigarrillo que pasaba de boca en boca.

De un momento a otro escuchamos una algarabía a nuestras espaldas. Al otro lado de la calle, una horda de niños revoltosos perseguía a un adolescente rubio de pelo largo que caminaba bamboleando de manera exagerada las caderas y los brazos. El muchacho tenía las nalgas prominentes y levantadas. Vestía una especie de camiseta de lycra de manga sisa. Las rayas verticales, rojas y blancas, acentuaban su flacura. Los perseguidores también eran desgarbados. Cargaban piedras en las manos. Uno de ellos blandía un chamizo negro. Crucé la calle con mis amigos. Caminábamos de prisa soltando carcajadas. Nos ubicamos unos metros detrás de los niños. El adolescente tenía nuestra edad y no lo habíamos visto nunca por allí. De repente, detuvo la marcha, recogió de la acera una piedra enorme, dio una media vuelta vertiginosa y vimos la sonrisa que se dibujó en su cara de niña dulce. La angustia de sus ojos me hizo avergonzar. Los niños también se detuvieron, igual nosotros. El muchacho hizo ademán de lanzarnos la piedra, pero en lugar de ello detuvo su brazo en el aire, soltó la roca y salió corriendo en sus suecos de madera. Los niños emprendieron de nuevo la persecución, y vimos cómo desaparecían todos al entrar a la calle oscura que rodeaba el cuartel de policía.UC

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