Número 50, octubre 2013

IV - Desembarcos
III - La ciudad sin gatos
Andrés Burgos. Ilustración: Silvana Giraldo

 
 

Hace casi veinte años llegué a La Habana por primera vez. Llevaba tres o cuatro días en Cuba, pero había ido directamente del aeropuerto a la escuela de cine donde viviría gracias a una beca: una burbuja maternal que iba a amortiguar el aterrizaje con comodidades evidentes. Mi paseo solitario por la capital sería el primer contacto verdadero con la isla.

No era un domingo, pero era domingo. Lo primero que me llamó la atención fue el estancamiento de la ciudad en un día de ocio permanente. El aire soporífero, la ausencia de vehículos en las avenidas y el sol de julio en una canícula de prolongación insólita me daban la sensación de haber salido a la calle a la hora de la siesta general después del almuerzo. Pero no existía, casi en ningún comedor, el tal almuerzo. O por lo menos no había sido lo suficientemente opíparo para inducir al sueño.

Estábamos en el pico del "Período especial", que fue el nombre oficial con el que se nombró a los años siguientes a la caída de la Unión Soviética y la respectiva finalización de ayudas para el gobierno cubano. La escasez, para llamar las cosas por su nombre. Hubo recortes en la comida, los productos de aseo, el combustible y todos los rubros que no cubría la producción nacional, dedicada casi por completo al tabaco y a la caña de azúcar.

Los cubanos, dependientes de la libreta de racionamiento controlada por el Estado, vieron cómo sus alacenas adquirieron el mismo aspecto de la ciudad: un aire de fotografía vieja en sepia, con rincones desgastados y plataformas vacías que apenas se sostenían en pie gracias al apoyo de un esplendor pasado.

Bastaba con pasearse por las aceras raídas de Centro Habana, La Víbora o El Vedado, o asomarse a una de las ventanas permanentemente abiertas de las fachadas descoloridas, para ver cómo la gente se refugiaba a la sombra de la precariedad. Ahorraban las calorías que consumiría sin piedad una salida a la calle con un termómetro estancado en los cuarenta grados centígrados.

Y aun así sonreían. Y aun así se las arreglaban para cruzarse en espacios públicos, que en últimas eran todos, con la necesidad ineludible de comentar a volumen elevado chismes, nimiedades y lugares comunes en tono musical. Eran los condimentos cotidianos que no encontraban en ninguna bodega de distribución. La obstinación del carácter caribeño los libraría de cualquier parecido con las imágenes que hoy en día se escapan de Corea del Norte. Era una postal desolada, pero una postal con ruido y despelote. En coma, pero viva. Nada les iba a impedir pavonearse como un pez dorado de aguas tibias en una pecera, a pesar de que no tuvieran a dónde ir.
O bueno, sí tenían a dónde ir, pero era una opción extrema.

En el verano de 1994, mientras adelantaba los primeros tanteos en lo que sería mi hogar durante dos años, tuvo lugar la última crisis de los balseros. El gobierno, ya fuera por estrategia o por un ataque de hastío, había eliminado los controles de salida de sus ciudadanos por vía marítima. Que aquellos que quisieran irse, lo hicieran. El cómo era un problema de cada quien. Miles de cubanos se hicieron a la mar sobre cualquier adminículo que prometiera una flotación prolongada. La gente improvisó embarcaciones con armarios, colchones cercados por llantas, carros devenidos lanchas y un amplio rango de vehículos aspirantes a convertirse en una flota que habría sido cómica de no haber resultado tan triste después de un segundo pensamiento.

Hordas huían del desabastecimiento, que ya alcanzaba niveles míticos, y de un cambio monetario con una disparidad histórica por la que un dólar llegó a costar 126 pesos cubanos. Se decía que en La Habana ya no quedaban gatos porque se habían convertido, a la luz de las circunstancias, en un suculento manjar. Los mitos alimenticios decían que en las pizzas que uno podía comprar subrepticiamente en la calle el queso era reemplazado por condones derretidos. Semanas después, cuando las carencias se relajaron y dejaron respirar un poco, cuando la moneda nacional empezó a encaminarse hacia los 26 pesos por dólar en que se estabilizaría unos años, incluso escuché que un amigo había visto cocer la melena de una trapeadora a fuego lento, sumergida en salsa de tomate, para confeccionar falsa carne de hamburguesa que se vendería bajo cuerda y llevaría a más de uno al hospital.

Llegó a decirse que el descontento había llegado a su límite y que en un solar en el corazón de La Habana había despertado el germen de una protesta que amenazaba con convertirse en asonada. La primavera cubana se gestaba en un verano intenso, donde se dependía tanto del vaso de agua que pudieran regalarte que quien no medía bien sus pasos y su rumbo corría el riesgo de terminar como una lagartija seca en medio de la nada. Se rumoró que la obediencia iba a resquebrajarse y que Fidel en persona, con una aparición repentina en esa calle de Centro Habana, terminó convirtiendo las voces de descontento en loas a su gestión y en salvoconducto de paciencia, porque todo iba a cambiar, era cuestión de resistir.

¿Era verdad todo esto? Había quienes juraban por su santa madre que sí, pero lo hacían en voz baja, sin mencionar nombres propios, como se acostumbraba entonces para cuidarse de los oídos vigilantes. En todo caso no había cómo comprobar la veracidad de las versiones, porque en Cuba hay cosas sobre las que nunca habrá certeza. Lo único que puedo asegurar es lo que vi. Presencié la huida de cientos de balseros mientras caminaba muchas cuadras, hirvientes como una plancha de comidas callejeras en Medellín, en busca de una "Diplo", como se les llamaba a los minimercados supuestamente para diplomáticos, que eran de los pocos lugares donde se podía comprar algo fuera de las tiendas de los hoteles, y donde el aire acondicionado proporcionaba un oasis pasajero en una ciudad que en ese momento no tenía nada más para ofrecer que una fotogenia inigualable.

 


Ilustración: Silvana Giraldo

Si bien el malecón no era el puerto de partida ideal, desde allí pude ver cientos de balsas improvisadas entregarse a la deriva. Probablemente habían levado anclas desde Cojímar. En la distancia se parecían a las cometas que en los festivales de agosto en Colombia pierden su color cuando se alejan para emparentarse con mosquitos distantes recortados contra el telón azul. Era un espectáculo curioso, y una vez que se caía en la cuenta de que allí iba gente jugándose su porvenir, no dejaba más opción que encogerse de tripas y pecho para desearles la mejor de las suertes. Ellos se iban y yo llegaba.

Se dice que por esos días 36 mil cubanos se arrojaron al mar, pero esta no pasa de ser una cifra tentativa, un cálculo que especula una media entre quienes salieron y quienes llegaron. Cifras cruzadas de dos gobiernos con intereses enfrentados. Lo único cierto es que nunca volví a ver las aguas del malecón tan frecuentadas por embarcaciones.

Cuando regresé a mi burbuja ese primer día, a pesar de los desesperanzadores brochazos iniciales de exploración, había paladeado la presencia de algo muy grande, de una de esas ciudades seguras de su historia, que sin importar la decadencia siempre tendrán aires para presumir, para dejarnos boquiabiertos a quienes nacimos y crecimos en plazas advenedizas. La Habana era una hembra alfa dopada que, aunque melancólica, al mínimo descuido de sus carceleros podía levantarse y reclamar con naturalidad los títulos que había dejado en espera. Detrás de esos edificios ruinosos, de la pintura arañada por el salitre y la brisa, esperaba su nuevo llamado a la corte como una soberana consciente de la belleza que le corresponde por linaje. La ciudad que maravilló a Cabrera Infante, su enamorado eterno, quien le cantó de todas las formas posibles en La Habana para un infante difunto, cuyas palabras yo entendía a pesar de haber conocido a la momia que llegada la noche se iba a cubrir de penumbras, tal como lo haría una prostituta encomendada al maquillaje y al claroscuro:

"Pero la fosforescencia de La Habana no era una luz ajena que venía del sol o reflejada como la luna: era una luz propia que surgía de la ciudad, creada por ella, para bañarse y purificarse de la oscuridad que quedaba al otro lado del muro".

Hace un par de meses regresé. Gracias a la gasolina venezolana pululan en la calle motos y carros con el ronroneo delator de los motores viejos. La gente tiene celulares con planes de consumo absurdos y limitados que les permiten llevar sus gritos espontáneos más allá de la calle de enfrente. También, como producto de la política del "cuentapropismo", abundan los negocios que ofrecen pizza cubana, tan parecida al pan, con queso de verdad y sin riesgos de ingredientes profilácticos diseñados para otras comidas, de modo que no hay mucho peligro de morir de sed o hambre en la calle. Es más, vi un par de gatos caminando a su aire sin amenazas evidentes de predadores. Sin embargo, la sensación de domingo perenne permanece.

Detrás de los afeites superficiales continúa anunciándose el monstruo agazapado. El kraken de vanidad y de arrogancia merecidas permanece a la espera de su revancha. ¿Lo alcanzaré a ver algún día? Ni idea. En Cuba hay cosas que nunca se saben con certeza. UC

 

 

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