Número 50, octubre 2013

Un paseo en el río con Raúl
Mauricio López. Fotografía: Juan Fernando Ospina

El 31 de diciembre del año 2000 a Raúl León Pérez Ospina se le rompió el corazón. Sin haber comido ni bebido en todo el día, el viejo encontró en su amargura la fuerza necesaria para levantarse, y empezó a caminar con los ojos cargados de lágrimas y casi muerto de nostalgia.

Su pasado lleno de tormentos y pequeños triunfos, que en la distancia parecían las alucinaciones de un drogadicto, lo impulsó a seguir su recorrido a lo largo de la Autopista Norte. Había comenzado el día en el municipio de Caldas, y no sabía adónde lo iban a llevar sus pasos. Por el camino pensó varias veces en matarse, pero se acordó de Dios y se le ocurrió que tal vez había llegado el momento de orar por sus pecados para encontrar esa redención tan anhelada.

Tenía 39 años y llevaba siete viviendo en la calle. Se había graduado de Comunicación Social –Periodismo en la Universidad de Antioquia, y había estudiado en Francia para ser chef internacional. Su vida parecía encaminada al triunfo, pero un “demonio” lo perseguía a todas partes: el bazuco. “Nunca pude dejarlo, nunca quise dejarlo. Conocí las drogas en la universidad y me enamoré de esa calma que me producía ingerirlas. Probé de todo, pero el bazuco era lo mío”, dice Raúl, hoy con 52 años, enfermo de sida y habitante del paseo del río.

Raúl perdió el hogar el mismo día que perdió a sus padres, León Pérez Machado, fundador del Bar Colón, y Adilfa Ospina Miranda. “Ellos eran los únicos que me toleraban, y por eso cuando murieron mis hermanos me echaron de la casa para siempre”, cuenta ya sin tristeza Raúl, pues sabe que su tumba será la calle, aunque la herencia de sus progenitores esté por decidirse en los juzgados. “Yo tengo derecho a parte de lo que dejaron mis viejos, pero mis hermanos están tratando de hacerme ver como loco ante la justicia para quitarme todo”.

Como habitante de la calle ha sido testigo y protagonista de muchos crímenes, como víctima y como victimario. Durante el primer año de su desdicha como “indigente” un hombre lo recogió en una camioneta, supuestamente para darle de comer y regalarle ropa. Llegó a una casa en el barrio López de Mesa, recibió lo prometido y cuando iba a salir se encontró con que la puerta estaba cerrada con llave.

“El hombre me dijo ‘desnúdese que lo voy a bañar y me lo voy a comer’. Yo era muy débil como para enfrentarme con él, así que accedí. Desde entonces he tenido muchas experiencias con hombres. En la calle nadie tiene sexo o género. Todos somos lo mismo: hermafroditas”, explica con una risa burlona Raúl, que no sabe si fue un hombre o una mujer quien le contagió el VIH. Solo sabe que un día lo golpearon y cayó desmayado; lo recogió la policía y lo llevó al Hospital San Vicente, donde le dieron la noticia. “Desde ese día he intentado suicidarme cinco veces y no he tenido suerte. Ahora no me importa seguir viviendo de esta manera. Ya estoy muy viejo y veo muy cerca mi final. Para qué apurarme”.

Raúl es flaco, alto, casi calvo, y apenas le quedan siete dientes. Después de una golpiza de la policía hace más de tres años, le quedó una larga cicatriz en la espalda que no le permite caminar largas distancias. “La última vez que caminé largo fue ese 31 de diciembre de 2000. Llegué hasta Bello sin darme cuenta. Iba llorando y hablando con Dios. Le pedí que me sacara de esta vida, que me ayudara, pero creo que no escuchó mis súplicas”, dice Raúl, conocido como ‘El Viejo Leo’ en el paseo del río.

Raúl es uno de los casi tres mil 500 habitantes de calle de Medellín, según cifras de Bienestar Social, aunque la fundación Maki Wailluna habla de ocho mil. En el paseo del río, entre los puentes de El Mico y San Juan, viven cerca de 900, bajo las órdenes de varios caciques sanguinarios. “Por acá la gente buena no puede pasar. A ninguna hora. Todos los que vivimos en el río somos o hemos sido malos. Todos tenemos un ‘bulto’ en la espalda”, asegura Raúl, quien ha tenido que blandir el puñal en más de una ocasión para defender su vida.

 

  

Fotografía: Juan Fernando Ospina

 

“Para las mujeres de la calle es peor. Acá la que se porta mal o se cree muy fiera amanece violada. Ese es el escarmiento. A los hombres los apuñalan”, cuenta el ex periodista antes de hacer una pausa para respirar. Luego se queda pensando, y tras varios segundos reanuda su charla: “yo tuve un amor”, me suelta inesperadamente. “Se llamaba Nancy y la conocí en un bus de Villa Hermosa. Me subí al bus y la vi. Ella se quedó mirándome y luego volteó la cabeza. Cuando se bajó me volvió a mirar. Yo no le paré bolas a eso pero después la volví a ver en la misma ruta. Y así pasaron como seis meses. Siempre nos quedábamos mirando pero ninguno le decía nada al otro. Hasta que me di cuenta de que vivía a pocas cuadras de mi casa, y entonces busqué la manera de conocerla a través de amigos en común. Nos hicimos novios y estuvimos a punto de casarnos, pero ella no se presentó en el altar”.

Los iba a casar el arzobispo Aníbal Muñoz Duque un 8 de diciembre a las diez de la mañana. Cuenta el viejo Leo que ese día prefirió no prender velitas, pero sí se pegó una borrachera. Todavía la recuerda, y muchas veces se ha cruzado con ella en el Centro, pero ella no lo reconoce y él prefiere no presentársele. “¿Qué le voy a decir, que soy un gamín que se acuesta con otros gamines y que tiene sida? Nooo, prefiero dejar las cosas así”.

Pero Raúl no es el único con historia en el paseo del río. “En la calle viven personas que saben hasta tres y cuatro idiomas. Personas que alcanzaron a ser capitanes de la policía. Hasta don Nelson Arroyave, quien llegó a ser el mejor cirujano de Medellín. La calle hay que respetarla por muchos motivos. Uno de ellos es que sus habitantes somos un espejo en el que nadie quiere mirarse. Nos dicen desechables, pero cualquiera en este mundo puede ser desechable”, dice Raúl, quien se rebusca la comida haciendo mandados en la Minorista.

De día recorre la ciudad o se queda en la Minorista, y de noche vuelve al río, a ese mundo escalofriante de drogadictos, locos, putas y ladrones: “este es el infierno, pero nosotros no somos más que demonios, por eso no nos tememos los unos de los otros. Si hay que matar para vivir se mata, si hay que pichar se picha, si hay que rogar se ruega. Como dice la canción, ‘la calle es una selva de cemento’”. A Raúl no le importa el macroproyecto que prepara la Alcaldía para el río, pues si los echan encontrarán otro lugar para acomodarse bajo la luna y el sol, como han hecho siempre. “En un mundo lleno de problemas y falto de oportunidades, los únicos que no nos extinguiremos somos nosotros y las cucarachas”.UC

 
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