Nuestra tercera fiesta literaria viene desprovista de música y cantinas. La alegría es un recuerdo nublado, una neblina en las carreteras de las montañas que el tiempo se ha encargado de apartar. El aguardiente es un mal necesario, un remedio, un vicio nacional, un símbolo, una necesidad para calentar nuestro pobre motor, un elixir, un vomitivo, una renta departamental. La marihuana es una nube omnipresente en un apartamento en Bogotá, otra neblina más, y es también la receta infalible para que un enfermo de sida logre tomarse un caldo de pollo en el patio de una casa en Laureles. El bazuco es un invitado ocasional, el último de los vicios de un irresponsable irredento. Un hijueputa. Un loco: Darío, el hermano de Fernando Vallejo que se está muriendo en El desbarrancadero.
En vista de que la novela es una procesión de moribundos, con la parca y los médicos transando sus tiempos y con los avisos fúnebres de El Colombiano como la lectura más apetecida, es justo y necesario que la juerga mayor sea un entierro. El papá de los hermanos Vallejo también se está muriendo y aparece el recuerdo de uno de sus amigos, otro aguardientero consumado que murió oliendo la botella porque el médico le prohibió despedirse del anís. Vallejo le aconseja con su sapiencia de Galeno y cantinero: "Mirá Leonel, no le hagás caso a los médicos que vos ya no tenés remedio. Mañana voy a venir con una tira para medir el azúcar, una botella de aguardiente y una ampolleta de insulina, y vas a ver si podés tomar o no. ¿Qué el aguardiente te sube el azúcar? Yo te inyecto insulina y te la bajo. ¿Qué la insulina te la baja? Te doy más aguardiente y te la subo."
Al final nadie pudo convencer al viejo y la muerte igual llegó cumplida. El entierro fue un desquite para todos: "Recuerdo que una repentina felicidad nos invadió porque nos pusimos a recordar el entierro espléndido que le hicieron a Leonel sus hijos, durante el cual se bebieron, entre ellos y los deudos, y entre rezo y rezo del cura y canción y canción de los serenateros, ciento cuarenta botellas de aguardiente que se dicen rápido, una gruesa. Una gruesa se bebieron los cabrones en botellas de aguardiente a la salud del difunto, o mejor dicho en su recuerdo. ¡Y pensar el pobre Leonel al final no podía probar el inefable!". Prometí que no habría música y ya aparecieron los serenateros. Pero prometo que será la primera y última tanda.
Pero dejemos a los viejos tranquilos en la tumba y vámonos para las fiestas de los vivos, siempre adornadas con el humo de la marihuana que Darío "fumaba con una naturalidad de beata", con algunas bellezas que hubieran aparecido en el camino y con el aguardiente que pasa de "boca en boca, de muchacho en muchacho" mientras va encendiendo el alma. Esas escenas podían ser en el Terraza Pasteur, en la séptima en Bogotá, un "conseguidero de soldados y malvivientes" que servía como plaza de mercado para el apartamento de Darío. Orgías con muchachos, dice Vallejo cuando no logra ser invitado.
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O podían ser en el Admiral Jet, a dos cuadras del Central Park en NY, donde Darío hacía de conserje en un edificio de negros dedicados dizque a dejar la heroína. Vallejo, o sea Fernando, sirve de ayudante del conserje. De nuevo recuerdos entre nubes de marihuana: "Luego en papel de envoltura de cigarrillos Pielroja, fue enrollando el cigarro de marihuana, que selló con saliva y que empezó a fumar con aspiraciones profundas. Y mientras el humo arcano le iba enturbiando el alma se puso a recordar un muchacho negro buenísimo que nos habíamos conseguido en el Central Park de Nueva York, una noche de verano.
––Ay Darío, ya estás como los viejitos viviendo para recordar.
––Nos lo llevamos a nuestro apartamento del Admiral Jet, donde yo era 'super', lo pusimos entre los dos en medio de la cama…"
Creo que es momento de presentar a Darío, de ver su figura de caminante, su silueta antes de que esté moribundo en una hamaca entre un mango y un ciruelo: "Sin marihuana ni aguardiente era dócil, adorable, como una ramita de palma un domingo de ramos. Sólo que sin marihuana y aguardiente no era él, era otro: su ángel de la guarda, efímero, volátil, pasajero. Andaba por las selvas del Amazonas o los campos de la Sabana hinchado de humo, todo ventiado, y con una botellita de aguardiente atrás, una media, en el bolsillo trasero, en tanto en una mochila llevaba más, de reserva, por si la de atrás se le evaporaba".
Este libro de excesos individuales más que de fiestas ruidosas, de odio a las aglomeraciones, de insultos contra la maldita ciudad que palpita en el valle tiene por su puesto sus mejores celebraciones cuando un carro se aleja por las carreteras de las montañas cercanas. El Studebaker, "la cama ambulante", subiendo Santa Elena o el Alto de Minas, "los faros delanteros horadan la niebla y le abren dos huecos de luz al fantasma en la panza, pero por las ventanillas laterales nada se ve: sabemos que a lado y lado de la carretera está el abismo esperándonos". El Alto de Minas es declaro el mejor lugar del planeta para tomarse un aguardiente. El carro está lleno de muchachos y uno de los hermanos suelta la frase precisa: "¡Fuera ropa! O a qué creen que subimos hasta aquí, bellezas, ¿a divisar el paisaje?... Desnudos pero envueltos en la niebla, alucinados, ¿qué hacíamos en la cumbre de esa carreterita desierta por la que de noche no se aventuraba un alma? Hombre, existir que es lo que hacemos todos los días, ir arrastrando lo mejor que podemos este negocio." Sólo queda el descenso hasta Medellín y, un poco más abajo, hasta los infiernos.
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