Debe existir un antónimo que le calce preciso a orgullo. No sé si será humildad o modestia, pero el que sea, deberíamos empezar a usarlo con mayor frecuencia los medellinenses.
Si nadie, como bien se sabe, puede estar feliz todo el tiempo, ni triste tampoco, ni miedoso a todas horas, ni corajudo, ni nostálgico, ni dichoso, ¿por qué en Medellín nos obstinamos en estar orgullosos de nuestra ciudad a mañana y noche, los 365 días del año, buscando y rebuscando motivos para enorgullecernos? Como si fuera un pecado mortal, un delito de lesa antioqueñidad, dudar del paraíso por un momento y sacar los trapitos al sol, a ese benévolo sol que nos envanece, símbolo de la eterna primavera, que sólo deja de brillar cuando llueve y llueve y llueve y se vienen abajo las laderas, precisamente por estar mal preparadas para el invierno.
Las razones para sentirnos orgullosos de Medellín son bastantes, quién lo niega (¿o quién se atreve?); pero las que nos deberían hacer sentir vergüenza también abundan: El aire tan sucio, ser la mata de todo tipo de mafias, la alcahuetería de nuestra sociedad con lo ilegal (grande o chiquito), tantas taras chovinistas, el inmenso desempleo (disfrazado de sub), la falta de oportunidades para la mayoría, la escasez de parques, la lentitud de la justicia, los malos hábitos al conducir (somos campeones en manejar carro borrachos), y hay más.
Que alguno de nosotros se aventure, por ejemplo, a declarar que no le gusta el humor del venerado Montecristo, y le caigamos encima, hasta en gavilla unos, para hacerle tragar su herejía, es algo que ni de fundas nos debería hacer sentir orgullo. O que en el estadio, a la hora del fútbol, pocos canten el himno nacional pero muchos se desgañiten con el antioqueño, berreando orgullo, también debiera ponernos a pensar sobre la publicitada altivez paisa.
Sentirse orgulloso permanentemente, como por obligación, es una forma onanista de quedarse ciego para no ver los defectos. Así como es miopía conformista hacer un esfuerzo (esfuerzo grande tratándose de paisas) por reconocer lo feo y quedarse simplemente en ello. Es el colmo: hincharse de orgullo por identificar los vacíos. Puras ínfulas y nada de soluciones gruesas. Fácil es el que el orgullo se incline por las apariencias.
Talvez si le rebajamos a la enorgullecedera enfermiza, si dejamos de estar tan locos por nuestra ciudad, si nos enamoramos de ella poniendo algo de objetividad, ya que nuestra relación amorosa es para largo, podamos sentirnos orgullosos de ser capaces de mirarnos por dentro, incluyendo tripas y menudencias, y aceptar, sin los dramatismos del orgullo obligado, como corresponde a una gran ciudad en crecimiento, que nos falta mucho por arreglar, y que sentirnos mal algunas veces por no poder hacerlo y declararlo a los vientos, sirve bastante. Yo me sentiría muy orgulloso si mi ciudad también se avergonzara.
Sergio Valencia R.
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Parece increíble pero Rosario Tijeras ha regresado. Y con lo peligrosa que está Medellín. Después de 11 años de su sonada aparición, con su melosería de besos y balazos en el libro de Jorge Franco, después de 5 años de ver a Flora Martínez convertida en una cascona menos mosca muerta y más provocativa que la misma Rosario. Cuando ya hemos comido portadas, perfiles, análisis, tesis, críticas y canción de Juanes, deciden que es hora de contarnos la vida perdida de la pistolera. Cómo era de niña, qué desayunaba, cuán difícil fue su infancia que la empujó a sus tiroteos.
Y con Rosario Tijeras vuelve el cuento del estigma a Medellín, los antivalores y el resto de la cháchara. Sobra decir que esa queja con un aire del boletín de la parroquia y la circular de la oficina de turismo es incluso peor que sufrir otra Rosario Tijeras. El editorial de El Colombiano clama porque cese la vulgaridad, llora por la injusticia con los esfuerzos hechos en la Bella Villa, pregunta con indignación por las gentes de buena voluntad. Y se duele por el mundo materialista y superficial. En todo caso, para la gente de mala voluntad, publica en su página de entretenimiento una entrevista con la Rosario que aflora. En el titular la insinuante señorita dice que la eterna sicaria es un personaje mítico.
La Rosario Tijeras de hoy no sólo es un fetiche ya demasiado largo, un rayón insoportable en ese disco viejo de las telenovelas; es además la culpable de que Medellín exhiba otra vez el más tonto y más repetido de sus complejos. Ruego por qué alguien le dé el tiro de gracia.
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