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Número 05 - Septiembre de 2009   

Otros centros
"El mundo es un pañuelo",
o los centros de otros universos
Gabriela Polit Dueñas, desde Austin TX
 

El Alphabet City se llama así porque cuando el sur de Manhattan se extendió hacia el este y no había números para nombrar las avenidas, siguieron las letras. Desde la avenida A hasta el FDR, el barrio se llama el Alphabet City o el Lower East Side. Tradicionalmente un barrio de inmigrantes, a principios del siglo pasado fueron judíos y desde los 50 puertorriqueños. Ellos llenaron las calles de bodegas y botánicas donde vendían desde plátanos y gandules hasta la estatuita del santo preferido. Ellos bautizaron la Avenida C de Loisaida, porque así pronunciaban Lower East Side.

Llegué ahí en 1992. El edificio del Chino Chu quedaba en la Calle 11 entre la Avenida B y la Loisaida, donde alquilaba un departamento diminuto con una muchacha venezolana. Unos squatters (invasores) vivían en el edificio contiguo. Muchos eran adictos a la heroína, que por esos años gozaba de mucha popularidad entre los grupos marginales de la ciudad. Al frente un vecino vendía los huevos frescos de sus gallinas que hacían madrugar a todo el vecindario. En la planta baja, el hijo de Chu —su pequeño emperador— tenía un bar donde hería temas de jazz de jueves a domingo. Tompkins Square, el parque de la vuelta, era el hogar de muchos. Algunos pasaban sobrios en el día, otros a la noche; todos dormían en sus bancos y durante el día lo transitaban. En el Life café en la esquina de la B y la Calle 10, algunos vecinos nos juntábamos los domingos a comer huevos revueltos mientras las máquinas que nos lavaban la ropa en la otra cuadra, terminaban sus ciclos interminables. Ahí junto estaba el bar de travestis, que daba prolífica clientela al café cuando bailarines y clientes despertaban de los efectos de la noche.

El parque era de todos, era nuestro centro. Homeless, travestis, squatters, estudiantes, heroinómanos (junkies), obreros, hacíamos el barrio y nutríamos con historias aquel tradicional espacio de la ciudad. Tompkins Square tenía raigambre propia, desde que se lo traza hacia mediados del siglo 18, fue un lugar de encuentros urbanos, protestas, resistencias, violencias callejeras, todas con profundo sentido político. Su aura era tan fuerte que en 1936, Robert Moses, el ingeniero que diseñó las grandes vías que atraviesan Manhattan, por temor de lo que representaba el parque, lo remodeló y diseñó caminos cercados con verjas de hierro forjado, para prevenir las aglomeraciones durante las protestas. De poco sirvió. En los 60 hubo muchas demostraciones en contra de Viet-Nam y diez años después los homeless se apoderaron de él. Hacia finales de los 80 las autoridades decidieron "limpiarlo" de homeless y drogas y sacaron a todos sus ocupantes con mucha violencia.

Pero el parque no dejó de ser el centro de ese universo. El barrio siguió siendo durante gran parte de los 90, residencia para estudiantes, obreros, migrantes ucranianos, polacos, latinos, gringos, junkies, todos convivíamos en la armonía que permite la pobreza. Era un lugar seguro para quienes queríamos vivir en Manhattan y no podíamos pagar nada que estuviera al norte de la Calle 14. En esos años conocí a Ángela. Una muchacha paisa, cuyos amigos, un grupo de cineastas colombianos, argentinos, españoles, vivían en el edificio. Después supe que vivía también Kevin Johansen, ahora famoso cantante argentino-americano. Y Margarita Ande, una obrera peruana a quien la conocen su único hijo y algunos vecinos.

Con Ángela tuvimos en común un amigo muy querido que nos dejó con su muerte, el legado de su amistad. Legado que no es fácil cuidar y al que cuesta hacerle justicia a la distancia. La última vez que vi a Ángela fue en Bogotá, lejos de New York y de los amigos en común. En un arrebato de nostalgia, Ángela me regaló un pañuelo blanco con una inscripción circular que dice, "el mundo es un pañuelo".

En julio del 2009 hice una visita fugaz a Medellín. Mejor dicho, al centro de Medellín. Salí a pasear por el Parque del Periodista, entré en El Guanábano y conversé con alguna gente. Las noches en el parque resultaron ser mis momentos preferidos.

 

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Después me contaron su historia y la de su monumento. Pero no fueron los niños de bronce los que llamaron mi atención, sino los de carne y hueso. La energía, sus conversaciones, la diversidad de personajes y de historias. Me fascinó la vibra del lugar donde todos conviven sin disputar el narcisismo de las pequeñas diferencias. Algo del parque me recordó a mis noches de verano en Tompkins Square. Pensé en Ángela. Le pregunto a Juan si la conoce y me dice que claro, que es la hermana de la Pájara, su asistente, con quién yo había compartido esas noches en El Guanábano. Pájara, digo, yo soy amiga de tu hermana, y hace un par de años, cuando la visité en Bogotá me dio un regalo que conservo con mucho cariño, es un pañuelo blanco con la inscripción pintada en forma circular que dice, "el mundo es un pañuelo". La Pájara se ríe y me dice, ese pañuelo lo hice yo.

Ninguna historia haría más justicia a la inscripción del pañuelo, a quien la pintó, a quien lo dio como regalo y a quien lo recibió, que esta que nos hizo danzar a todas en círculo entre New York, Bogotá y Medellín. Era como si la vida se estuviera riendo con nosotros. Riendo bien, como se hace con las amigas. Porque a veces la vida da sorpresas agradables.

En los años 90, Manhattan creció mucho con el auge de la bolsa que atrajo a profesionales jóvenes ávidos por jugar con dinero ajeno y llenar el bolsillo propio. Ese juego es el que nos tiene ahora en crisis, porque en el mundo nada anda suelto. Los jóvenes compraron la isla, su norte y sur, su este y oeste, los precios de los departamentos subieron enormemente. Los espacios públicos empezaron a desaparecer, a los homeless no se los toleraba en la calle, ni en las estaciones de metro, ni en los parques. Los obreros fueron expulsados de los apartamentos donde habían vivido décadas, porque no podían pagar los nuevos alquileres. Los estudiantes, población en tránsito, se mudaron a otros barrios que los acogió con gusto. Loisaida pasó de ser un barrio de inmigrantes a ser uno de maniquíes. En la esquina del edificio del Chino Chu, la pizzería de mala muerte se convirtió en un Bistró, y la tienda de ropa usada en boutique de diseño. Tompkins Square dejó de tener aura y de albergar a gente distinta. Ahora todos son iguales: rubios, comen comida orgánica y pasean a sus niños en cochecitos de marca mientras se toman fotos y hablan en su Blackberry. Un periodista del New York Times declaró al parque un lugar perdido, un espacio simple y poco inspirador. En Tompkins Square le quitaron derechos a quienes lo hacían. Loisaida perdió su centro, o el centro que conocimos quienes vivimos ahí en otra época.

Por fortuna, hay otros parques en otras ciudades, otra gente que da vitalidad a los centros en otras esquinas del pañuelo donde habitamos. Saludos a mis amigos del Parque del Periodista. UC

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