Una vez, en el centro, casi me encontré un libro: en la calle Boyacá, entre Junín y Palacé, estaba desparramado el 85% de uno. En cambio, sí perdí un volumen completo de mi biblioteca en algún lugar de la Junín peatonal, no lejos de la celebérrima cafetería Versalles: cuando menos pensé, ya no tenía en la mano un ejemplar pirata de El maestro de escuela de Fernando González que llevaba para prestarle a una cuñada. Lo descargué por ahí, con esa inconfesada deliberación que los psicoanalistas llaman "acto fallido".
Encontrarse cosas en la calle es maravilloso. No hace mucho, mi hija descubrió un mugroso muñeco de la colección My Little Pony entre las hojas dentadas de una palmera. Gozosa, procedió al levantamiento del equino, lo lavó, le hizo cama y lo cobijó con una toallita; consideraciones que, ni por casualidad, han merecido los tres ponis flamantes que le compré en el Éxito hace más de cuatro años. Pero la entiendo: coja usted un billete en la mano, obsérvelo, arrójelo al suelo y contémplelo de nuevo, y comprobará que su gracia aumenta. Ahora imagínese un libro: uno va caminando por el corazón ruidoso de la ciudad con la mirada clavada en el suelo, y de repente, entre vasos desechables o volantes promocionales de las "oficinas" en que atienden las chicas más lindas de Medellín, distingue —es sólo un ejemplo— una carátula: Opiniones de un payaso. Heinrich Böll. De hecho, aun si uno se encuentra El maestro de escuela, el sobrecogimiento ha de ser dulce y mayúsculo.
El hecho a que me refiero ocurrió el viernes 13 de diciembre de 1996. Como resultado de una labor esforzada o de una bajeza que ya olvidé, tenía un superávit de sesenta o setenta mil pesos en el bolsillo. Los peores días de diciembre se acercaban para un paupérrimo estudiante universitario como era yo por aquellos días, y, con el atrevimiento propio de todo Rodion Raskolnikov, decidí gastármelos antes de que las rutinas navideñas me obligaran a invertirlos en aguinaldos u otros agasajos a terceros. Eso sí, me cuidé de malbaratar mis bi- lletes en goces pasajeros, y, con plena conciencia de mi ñoñería, decidí comprar una obra maestra de la ciencia que yo estudiaba: Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss, antropólogo francés.
Hacía una semana que había visto el volumen en cuestión en la Librería Nueva, y todo ese tiempo había delirado con la cifra que recordaba haber descifrado en un sticker fijado en la contratapa: $ 52.200. El monto era poco menos que astronómico para alguien que, como yo, apenas ganaba el importe de los pasajes gracias a un oficio de escaso rango que había conseguido en la universidad. Para lo demás, era mi madre quien debía socorrerme con su pensión de viudez y los milagros que hacía a diario. De modo que comprar un libro de semejante tenor era, en cierto sentido, un crimen, y como conviene en tales casos poco reflexioné sobre el asunto: el día acordado, como un autómata, aborté mi viaje a la universidad en la Estación Parque Berrío y enfilé con resolución —acaso con los ojos cerrados— hacia la librería.
Allá, sin embargo, sí estuve los quince minutos de rigor deshojando la margarita de la irresolución. Tristes trópicos. Claude Lévi-Strauss. Paidós Básica. Sí. $52.200. No. Odio los viajes y los exploradores. Y he aquí que me dispongo a relatar mis expediciones. Sí. Traducción de Noelia Bastard. Revisión técnica de Eliseo Verón. No. André Bretón, muy incómodo en esa galera, deambulaba por todas direcciones por los pocos espacios vacíos del puente; vestido de felpa, parecía un oso azul. Sí. Segunda edición española, 1992. No. ¿No era culpa mía y de mi profesión suponer que hay hombres que no son hombres? Sí. No. Sí. No. Al final, todo escrúpulo se evaporó cuando, en algo así como un reconocimiento a mi precocidad, el dependiente accedió a darme —por primera vez en nuestra larga historia común— el descuento del 10% que se otorga a los profesores universitarios, los suscriptores de El Colombiano y los compradores compulsivos que no almuerzan debidamente con tal de ver crecer su biblioteca. Se adivinará fácilmente cuál era mi caso.
Cuando el precio de Tristes trópicos bajó a $ 46.980 —$ 47.000 por aquello de la impopularidad de nuestra calderilla— sentí que mi conciencia se acomodaba en un remanso tranquilo en que no se avistaba, ni por asomo, el lomo doblado de mi madre. Amontoné los billetes sobre el mostrador de la caja, uno por uno, tratando de ignorar las sonrisas conmovidas de una vendedora que, a todas luces, se sentía vendiendo a un adolescente su primer condón. Con gestos estudiados —los que, supuse, eran propios de quienes compran tratados etnológicos cada semana— salí de la librería y marché sobre el adoquinado de Junín hacia el cruce en que La Playa se convierte en la Avenida 1.o de mayo.
Con la idea de alcanzar la estación del metro en caída rectilínea abandoné Junín al llegar a la altura de Boyacá, y cuando me había adentrado unos veinte metros por esa calleja estrecha y atestada de vendedores de chucherías —estuches para el control remoto, tizas para matar cucarachas y ediciones non sanctas de Noticia de un secuestro— ocurrió algo prodigioso… y prodigioso no sólo por lo que era en sí mismo sino porque se repetía cuatro veces: había un billete en el suelo, y más allá otro, y acullá otro, y otro más en el confín de la acera.
Diez, veinte, treinta, cuarenta mil pesos en cuatro billetes que un viento remolón agitaba entre los zapatos de decenas de transeúntes, tan ajenos al hecho como si pisaran las calles de otra ciudad. Me agaché cuatro veces sin afanarme —a causa del pavor, por supuesto, y no por la sangre fría que nunca me ha irrigado— y recogí ese botín que era invisible para los demás. Catorce años después me parece verme, desde fuera, doblado y cosechando la dicha como una de las espigadoras de los prósperos cuadros de Millet. Sólo cuando atrapé el último billete alcancé a oír una vocecita dolida a mis espaldas: "La liga, cucho" ¿Cucho? ¡Yo tenía 22 años y un tardío grano de acné sobre el mentón!
Siglos después del hallazgo —o así me pareció— logré colarme en un vagón del metro y confundirme entre el tumulto, atragantado por la impresión extravagante de haber perpetrado una fechoría. Pero el sucederse de las estaciones fue apretando las bridas de mi corazón desbocado, y cuando bajé en la Estación Universidad apenas me quedaba la mínima insatisfacción de no haber sido bendecido con un milagro redondo: mi incompleta buena suerte apenas me había devuelto el 85% de lo que había pagado por Tristes trópicos, de modo que no me sería dado decir —así fuera en sentido figurado— que me había encontrado un libro en el centro. Por fortuna, a los cuatro meses iba a librarme para siempre de ese recelo inútil: cuando, por haber olvidado El maestro de escuela en la mesa de alguna pizzería o sobre el testuz de un teléfono público, iba a saber que la cuenta se descuadraba del todo, insalvablemente.
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