"Estado libre asociado" es una conjunción de términos difícil de tragar. Viajé a Puerto Rico desde Washington y no me tocó pasar por inmigración. Fui a perseguir a una boricua, con quien había pasado sólo un día (sin su noche) y luego habíamos cultivado un idilio platónico a punta de llamadas y mensajes: tarifa doméstica.
Por otro lado, queda en el Caribe, se comen patacones y yuca por montones, se frita el cerdo, está más cerca de Medellín que de Nueva York y se habla español… bueno, a medias.
Cuando me bajé del avión en San Juan me esperaba la chica en una Nissan enorme. Cogimos una autopista de cuatro carriles con señales de velocidad máxima en millas, y nos fuimos al suburbio de casas iguales donde vivía. ¿Estaba en otro país?
Ni siquiera los puertorriqueños tienen una buena respuesta. Todo depende. La isla es otro país porque no pueden votar por el presidente de Estados Unidos. Pero es el mismo porque no tienen que pedir visa para viajar a Europa. Es libre cuando protestan por los abusos del FBI y el IRS (la DIAN gringa), son asociados cuando los gringos les quieren recortar los chavos (dólares) federales que subsidian educación y salud.
Del tratado de París a los drive thru
No pude evitar pensar en Cuba cuando llegué a Puerto Rico. A pesar de ser una isla más pequeña, Puerto Rico también era un puerto importante de los españoles durante la colonia. Su producto principal —hasta que exenciones de impuestos definidas en E.U. atrajeron a corporaciones gigantes, como las farmacéuticas— era el azúcar. Y su gente, una mezcla de negros y españoles, con pocos rastros de las culturas indígenas rápidamente exterminadas, se parecen mucho.
De hecho, fue en Nueva York, de la simbiosis natural entre exiliados cubanos y inmigrantes puertorriqueños, que nació la salsa en los 60.
En 1898, cuando E.U. ganó la guerra contra España, los destinos de las dos islas parecían atados. En el Tratado de París, España cedió el control de las dos islas caribeñas, Guam y Filipinas a Estados Unidos por 20 millones de dólares. Pero mientras Cuba se convirtió en república tres años después, Puerto Rico continuó siendo una colonia gringa hasta que en 1917 el Congreso le otorgó a todos los boricuas el estatus de ciudadanos estadounidenses, principalmente para poder reclutarlos para pelear en la primera guerra mundial. Además de un pasaporte y acceso a la beneficencia, los puertorriqueños pueden elegir un representante residente, una especie de congresista en la Cámara de Representante con voz pero sin voto en Washington.
Más de cien años después uno va a Cuba y ve a la gente haciendo filas afuera de las heladerías, los restaurantes y los bancos bajo el calor intenso. Lo mismo pasa en Puerto Rico, pero los boricuas hacen fila dentro de sus carros con aire acondicionado en los drive thru de las heladerías, los restaurantes y los bancos. Mientras en Puerto Rico hay más carros de habitantes, en Cuba los camiones de estacas se usan para cargar gente.
Boricuen princess
Vuelvo a lo más interesante de esta historia: la chica. Cuando nos conocimos en Washington, a donde ella vino a una conferencia, pasamos un día recorriendo la ciudad, nos tomamos fotos debajo de los pies de Abraham Lincoln, caminamos frente al obelisco y nos dimos besos en la Universidad de Georgetown. Se fue al otro día pero 50 mensajes de texto y 20 llamadas después yo estaba en San Juan.
Aunque en vez de usar la ere usaba la ele, aunque en vez de decir "ya te devuelvo la llamada", decía "te llamo pa atrás" (I'll call you back), aunque decía mucho "whatevel" ("whatever" que traduce a "lo que sea"), aunque en vez de parchar "jangueaba" (de jang out), pensé que una buena dosis de sexo en una isla caribeña valía la pena.
No hubo tal. Pero lo útil de la anécdota va más hacia el tipo de persona que era, además de una fuente inagotable de spanglish y mala ortografía. Con 25 años vivía en un apartamento anexo a la casa de sus papás en un barrio de clase media alta. Al lado vivían sus abuelos. A tres cuadras vivían sus primos.
Hace no mucho había dejado de trabajar en un restaurante, donde se podía hacer mil dólares en un fin de semana con las propinas. Se sostenía sola desde que salió del colegio y tenía un préstamo con el gobierno para pagar la universidad donde hacía una maestría en Políticas Públicas. Le gustaba el reguetón y no sabía bailar salsa, porque eso "sólo lo ponen cuando estamos en las fiestas familiares." En su casa no había más de 10 libros, y se sorprendió ingratamente cuando llegué con un libro de cuentos de Bukowski de regalo.
Nuestra relación se fue a la mierda definitivamente como al tercer día, cuando para mí fue evidente que no iba a haber sexo. Pasamos muchas horas en el carro, andando por autopistas iguales en trancones interminables. Intenté romper uno de nuestros muy comunes silencios y le pregunté por qué en Puerto Rico medían velocidad en millas, pero en cambio las marcas de la distancia al lado de la carretera estaban en kilómetros. "No sé, whatevel".
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