"A eso no hay que darle tanta importancia. Igual, la gente sabe que hay barrios a los que es mejor no ir porque están calientes. Es más el miedo de la gente", me respondió don Nelson, un líder social del barrio San Martín de Porres, comuna 6 de Medellín, cuando le pregunté por el significado del puntico rojo pintado en el poste de energía en la esquina de su casa.
El hecho fue registrado como una noticia más ligada a la nueva ola de violencia que azota a la ciudad. El 17 de agosto, un periódico de tiraje nacional tituló: "Con puntos rojos, mafias delimitan territorios". El artículo hacía referencia a unos puntos rojos pintados en los postes que, de inmediato, los pobladores relacionaron con las fronteras invisibles que los violentos han impuesto en su lógica de guerra.
Decidí corroborarlo con don Nelson, pues alguien me había dicho: si quiere entender qué pasa por aquí, hable con él. La sugerencia fue bastante acertada. En sus 30 años como residente de esa zona de la ciudad, ha visto guerras quizás más fuertes de las de ahora. En el pasado, muchos de los niños que le sacaron las canas que hoy tiene terminaron convertidos en temidos gatilleros y en los mandacallar de estos feudos barriales. Ha visto caer a muchos y, dice con tristeza, está viendo cómo el ciclo se repite con los huérfanos de violencias pasadas bajo el auspicio de dos misteriosos señores surgidos de las entrañas del hampa.
La fuerza de las circunstancias le ha enseñado bien que cuando la violencia se dispara hay que saber con quién se habla y con quién no; qué hacer y qué no; por dónde moverse y por dónde no. Nadie sabe quién pintó los postes y, a decir verdad, nadie se aventura a dar una explicación sensata, ni siquiera don Nelson. Sólo saben que en la mañana de un día cualquiera de agosto se despertaron y vieron la curiosa novedad.
"Simplemente aparecieron", afirmó don Nelson, quien prefiere no darle la trascendencia que, según sus palabras, le estamos dando periodistas, criminólogos, violentólogos y demás. "Vea hombre, los pelados saben por donde moverse, ellos saben cuales son los territorios enemigos; entonces: ¿se van a poner con esas carajadas de pintar en los postes unos puntos pa' saber cuáles son sus dominios? Yo, la verdad, creo que se está haciendo mucha bulla con eso", replicó.
"Además, —continuó— eso siempre lo hace EPM para delimitar las redes de gas. Es más el miedo de la gente". Quizás tenga razón. El grado de intranquilidad con el que estamos viviendo en Medellín hace que hasta el detalle más trivial suscité toda clase de conjeturas e inquietudes.
Pero desde que nombres como La Quiebra, La Silla, La Galera, Castilla Santa Inés, Aures, Kennedy, 12 de Octubre y otros más comenzaron a ser epicentros de una violencia que parecía superada, un sentimiento de temor empezó a apoderarse de la ciudad. Atrás quedaron los tiempos en que se pregonaba a los cuatro vientos que Medellín transitaba por el camino que del miedo conduce a la esperanza. En algunos territorios, el fantasma de la paranoia regresó para reclamar lo que consideraba suyo. El discurso oficialista increpó a medios de comunicación, organizaciones no gubernamentales y hasta comunidades enteras para que "no se siguiera generando la sensación de que todo estaba perdido".
Lo que desconoce el Administrador de la ciudad es que, en algunos sectores, el miedo se ha convertido en una manera de sobrevivir a una situación que ya no resiste nuevos análisis y diagnósticos.
Las fronteras barriales para hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos y hasta discapacitados; los onerosos tributos decretados con la fuerza de las armas y los disparos de fusil zumbando de barrio a barrio en medio de la noche dejaron de ser una anécdota para contar y se convirtieron en la forma del miedo nuestro de cada día.
Eso lo sabe muy bien doña Ruby, una mujer como tantas que reside hace más de 20 años en el barrio Castilla-La Esperanza, en la comuna 5. Cuando el conflicto armado se recrudeció, dicho sector se convirtió en uno de los más afectados de todo el noroccidente. En junio de este año, cuatro jóvenes del barrio fueron asesinados cuando caminaban por calles prohibidas para ellos y otros dos más quedaron heridos. Uno de ellos no podrá volver a caminar.
Para llegar a la casa de doña Ruby es mejor hacerlo acompañado de alguien reconocido en la zona, máxime si se trata de forasteros como yo. En este caso, mi guía fue Raúl, un dirigente barrial del Kennnedy, quien gracias a su condición tiene ciertas gabelas para movilizarse por el territorio vigilado.
Durante las 24 horas del día y de manera casi imperceptible, los muchachos hacen ronda en cada una de las entradas del barrio y su misión es estar atentos a que los enemigos no lleguen a apoderarse de ese pequeño fortín. Así como las entradas a La Esperanza están restringidas, las salidas también tienen advertencias para sus pobladores. Hechos como visitar a un familiar, así viva a un par de cuadras más abajo o más arriba, puede convertirse en una sentencia de muerte.
"En mi caso, por ejemplo, yo no puedo visitar a mi hermana que vive por La Maracaná. Para verme con ella tiene que ser que nos encontremos donde mi mamá que vive en Kennedy. Nosotros no somos del conflicto, pero estamos pagando por él. Por nosotros decir que vivimos aquí, ya estamos condenados. Aquí no importa si es joven, mujer, adulto; a todos nos señalan de ser del combo y tenemos zonas que son prohibidas para nosotros", explica doña Ruby, quien para rematar suelta una frase bastante esclarecedora:
"¿Sobre los puntos rojos? La gente dice que son las fronteras y los dominios de los combos. ¿Qué si generan miedo? Aquí vivimos con miedo hace rato". Y no exagera en sus palabras. Por cuenta de esta situación muchos jóvenes han abandonado sus estudios pues no pueden desplazarse hasta centros educativos ubicados en otros sitios de la comuna. En tiempos donde el empleo escasea, hay quienes han tenido que renunciar a sus trabajos ¿Cómo se puede marcar la tarjeta cuando para llegar al sitio hay que atravesar un barrio por el que está prohibido pasar?
Lo triste es que historias como esta se repiten una tras otra con mayor o menor intensidad por estas laderas noroccidentales, donde el centro de Medellín se ve diminuto y pareciera que para llegar a él se necesitan horas de viaje, donde los balcones sirven como tendederos de ropa y las terrazas fungen como trincheras de guerra. Aquí, donde las confrontaciones armadas son constantes, se habla de nuevas prácticas y estrategias al mejor estilo de los ejércitos irregulares, que elevan aún más la paranoia de la gente, pues nunca saben con que cosa nueva saldrán sus verdugos.
"Es que esto ya no es como antes, que uno veía los pelados en las esquinas con un revólver o una pistola. ¿Usted los ve por ahí? ¿Cierto que no? Usted ve la cosa normal pero, si ven a alguien raro, salen como de la nada y le preguntan, y pobrecito donde no tenga una buena explicación", me dijo mi acompañante.
Cómo recuperar entonces ese clima de tranquilidad que se respiró hasta hace poco era la pregunta que me quedaba por hacer. La primera respuesta la encontré de boca de un joven integrante de una de las 24 bandas que hacen presencia en la comuna 6: "Cucho, de la única manera que se arregla esta vuelta es que negocien con los dos señores. La policía los puede capturar, pero detrás de ellos vienen otros. Recuerde cuando se dio la tregua para los Juegos (Suramericanos), no hubo enfrentamientos. ¿Por qué? Porque la orden venía de arriba". Para mi sorpresa, no son pocos los que creen que esta es, quizás, la única salida a esta violencia exacerbada.
El propio Raúl tiene su argumento para justificar la búsqueda de la paz por vía del pacto con los violentos: "Si el Alcalde que tenemos, que ha estudiado esta problemática y la conoce a fondo, no ha podido solucionar este problema, dígame entonces quién".
Una reflexión apenas lógica y un clamor más que sensato, pues lo que pide la gente es que se silencien los fusiles, que desaparezca el miedo; el mismo que hoy ha llegado a extremos tan preocupantes que hasta una simple mancha en un poste genera una ola de pánico colectivo.
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