José Manuel Marroquín decía que la literatura servía de poco si no era para hacernos soñar con lo que no tenemos, y, valido de esa convicción, hizo de un caballo parlante el protagonista de El Moro. Por supuesto, se trata de un apetito de extravío que trasciende los vapores de la Zona Tórrida: en la fría Europa, alguien como Julio Verne hubiera sido el último en negar dicha máxima, habida cuenta que escribió decenas de novelas que ocurren en todas las épocas y en lugares en los que, ni por asomo, puso un pie. Su frenesí lo llevó incluso a imaginar que una isla de la Tierra del Fuego podía ser hábitat natural de los hipopótamos.
Imaginación sin brida es lo que hay en el cuento A las cinco de la tarde (2006) del crítico George Steiner, cuyos ensayos sobre literatura y cultura han robado cualquier posibilidad de fama a sus ficciones. El relato de marras, insospechadamente, tiene como tema y escenario a Medellín, con independencia de que el ensayista franco-estadounidense conozca nuestra capital departamental tanto como pudo hacerlo, un siglo atrás, su paisano Verne. La trama es esta: un puñado de poetas mexicanos, acólitos de Octavio Paz, visita a Medellín ("M." en aquellas páginas) con la idea de leer poemas en medio de la guerra del narcotráfico, interesados en probar la tesis de que un verso puede detener una bala. No hay tal, por supuesto (entre otras cosas porque el prodigio, que se sepa, apenas ha sido posible en El milagro secreto de Jorge Luis Borges): un patriarca del hampa los obliga a componer una elegía en memoria de uno de sus lugartenientes caídos, y les paga con las únicas monedas que pueden escupir los revólveres de su séquito.
Quizá fuera lícito decir dos o tres cosas acerca de la factura, propiamente dicha, del cuento: objetar, por ejemplo, que su desarrollo es lento, que los personajes secundarios son planos como en las sátiras antiguas y que el final, con la cuenta de cobro pagada con proyectiles, no es del todo verosímil. Pero que otros critiquen al crítico: en este opúsculo apenas interesa echar un ojo a la Medellín inventada por el autor de Pasión intacta. A fin de cuentas, no hay otra forma de ser turista en la propia tierra: todo lo que digan los paisas radicados en Queens, de visita en una Feria de Flores, no son más que aspavientos narcisistas de falsos desmemoriados.
La Medellín de Steiner no podría parecerse más a los retazos de Colombia incluidos en Romancing the Stone, aquella película dirigida por Robert Zemeckis, profusamente indianajonesesca, en que Michael Douglas y Danny de Vito se pelean por una esmeralda. La semejanza radica en la pátina de incuria popular y quincallería tercermundista con que se pintan nuestros escenarios o, mejor, los que pretenden representarlos: mientras que en la película los autobuses son carromatos ruinosos atiborrados de viejas y gallinas, en el cuento se llega de Bogotá a M. por caminos de tierra y los policías se asfixian en comandancias que parecen baños turcos de condominio motelero (como si fuera poco, las basuras se amontonan en todas las calles, las vitrinas de las tiendas están rotas y el servicio de hotel incluye moscas y agua turbia). También está al día el delirio geográfico y cultural: en el filme de Zemeckis desfila una llama andina no muy lejos de Sabanalarga (Atlántico), en tanto que, en el relato de Steiner, los matones antioqueños llevan nombres de corrido mexicano —Juancho el Tigrillo o Jesús Soto—, hay federales como los que patrullan más acá o más allá de Tijuana, y las estaciones de la primavera y el verano aderezan nuestras jornadas.
Las espantadizas señoras y los severos clérigos —acaso suscriptores de El Colombiano— que pusieron el grito en el cielo cuando Barbet Schroeder llevó al cine La Virgen de los Sicarios del ácido Vallejo, tendrían motivos para atizar una nueva hoguera. Porque, más allá de los lamparones de mugre inventariados en el párrafo precedente, M. se acomoda en el ojo del huracán y por completo desprovista de sus más famosas galas. Por ejemplo, se le endilga la ruda perífrasis de "Capital del asesinato en las Américas" (aunque ahora podría alegarse, con toda justicia, que se trata de una etiqueta con datación a. C.: antes de Caracas). Aun así, algunos creerán más descorazonador el otro rasgo que se le atribuye a la villa mestiza: que en ella nunca se ha celebrado un festival de poesía, toda vez que la ciudadanía entera —ciegos de plazoleta, muchachos vagabundos, señoras que acaban de emerger del supermercado, mafiosos altruistas— parece no tener idea de lo que es un recital, hasta que los profetas mexicanos condescienden a iluminar sus vidas secas. De hecho, un sargento de policía toma los nombres de Blake y Rimbaud por los de temibles activistas de Sendero Luminoso (¡para volver a los trastornos del mapa!).
Sólo un par de atributos pálidos de M. provocan una innegable sensación de familiaridad. El primero corresponde al informe de que los cines agotan sus entradas cada vez que se proyecta una "epopeya criminal", estampa que anticipa nuestros frenéticos días de tetas, paraísos, capos y carteles en la pantalla chica. El otro apunte, de un costumbrismo socarrón, pone en boca de quien debería ser ecuánime funcionario público la muletilla "Dios mío": esa misma que, propagada por todo el planeta gracias a nuestros piadosos deportistas, ha terminado por hacerse más representativa que el lema de "Libertad y Orden" del escudo patrio.
No puede negarse que la imaginación literaria de Steiner mucho tiene de previsión turística. El quid del asunto radica en que el turismo no hace previsibles las realidades concretas: su lógica lo lleva a promover blandos déjà vu que ya cargan el veneno ilusorio de su constatación. Sin que importen los limpios goles de Totti, Roma siempre será una ciudad de sucios gladiadores, del mismo modo que nuestros refinamientos metropolitanos no lograrán cambiar la chillona y triunfante imagen de nuestro abatimiento tropical.
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