Cartas a Julieta
MEDELLÍN, MARZO 25 DE 1950
Señorita, Julieta González O.
Noble amiga: la espera de tus cartas ha sido inútil; ellas, que son un consuelo, no llegan precisamente cuando más las necesito. Ahora te escribo, con fuerzas que solamente puede dar el amor; no sé hacia ti, cuál de mis sentimientos puede definirse; a veces creo que todos menos dos: el olvido y el odio, que son sentimientos negativos. Realmente estimada Julieta, estoy viviendo una inmensa agonía, un sufrimiento inconsolable. Se trata de que en ese mi pueblo, había un ser humilde y sencillo, pero noble y grande, que había convivido largo tiempo en casa de mi mamá y luego en la mía. Yo era para esa alma buena, un contemplado, toda la vida sintió admiración y preferencia por mí. Cuando vine a esta, más la quería y no dejaba de escribirle, ella llenaba mucha parte de mis vivencias y de mis recuerdos. Siempre cuando viajaba a esa, a pesar de mis vacaciones, sentíamos recíprocamente una inmensa alegría; en ella tenía yo la justificación de mis vacaciones. Anciana, sometida por el peso de los años, yo la admiraba como nunca, ella a su vez no dejaba de manifestarme el deseo de que yo fuera un hombre grande. Muy en cuenta tendría yo ese deseo y realmente pienso coronarlo. Lo que más me entristece es que ese ser haya desparecido sin ver totalmente el triunfo de mis ideales; en parte ella estaba satisfecha cuando le enviaba mis escritos y se emocionaba con mis cartas, que eran cartas de hijo; claro, todo lo de los hijos, para las madres, es superior, ya me veía dentro de su escaso mundo, con la conquista de la gloria; realmente no es así, pero será en honor a sus cenizas; no es una promesa, es un juramento.
Judith me llamó por teléfono el viernes a las diez de la mañana, para decirme su enfermedad y el deseo que ella manifestaba por ver la última vez a Paquito, como cariñosamente me llamaba, yo, naturalmente ofuscado arreglé mis problemas con la Universidad, conseguí* unos libros y estaba dispuesto a madrugarme el sábado, pero cuando llegué a la casa por la noche, comprendí en las lágrimas de mi mamá, que todo era irremediable, con esa noticia de la muerte de aquel ser que lo era todo para mí, llegó a mi espíritu un tanto desesperado, la angustia y casi la muerte; no creía que la evocación de los recuerdos de un ser querido, trajeran tanta tristeza. He pasado* inconsolable, entregado a la pena, procurando aislar esos recuerdos que me llenan de tristeza; ahora sí estoy entregado a las lecturas graves, algo que me compense mientras dure, la vanidad de esta vida, que se justifica por otra en la eternidad. Cuando desaparecen estos seres buenos y nobles, entonces sí veo la necesidad de que exista un premio eterno. Yo debo ir pronto a rezar a la tumba de ese ser, que fue para mí una madre.
Feliz ella que rompió con el dolor, para unirse con la felicidad en el paraíso.
Te recuerdo mucho:
Gonzalo Arango A.