Número 57, julio 2014

La idiocia del amor más puro
Roberto Palacio. Ilustración: Camila López

 

En la Edad Media el amor inconcluso enfermó a mucha gente. El mayor invento de los tiempos fue la pasión romántica; aquella en la que el único cariño debía dirigirse a un sujeto imposible, distante, porque solo tal vínculo sin futuro tenía al afecto como su verdadera causa. Convertir el amor en acto amatorio era traicionarlo. Los caballeros se enamoraban de mujeres casadas, como se muestra magistralmente en la historia del Rey Arturo y su amigo Lanzarote del Lago. Este último le promete amor eterno a Lady Guinevere, esposa de su rey, y ella le corresponde. Es entonces cuando se rompe el dominio de Arturo sobre la naturaleza y la tierra se enferma: la historia mítica advierte contra el hecho de consumar los afectos. Los héroes buscaron, entonces, un símbolo abstracto de la sexualidad femenina, un cáliz en donde bañar su espada reseca de sangre.

Lo común era que muchas consciencias enloquecieran por no poder culminar en el Ars Amandi. Eran frecuentes las ridículas pruebas de amor: arrancarse las uñas y enviárselas a la amada con una nota donde constara que uno sufría. El caballero alemán Ulrich von Lichtenstein, un rico noble de Estiria, murió a causa de tomar, lleno de pasión erótica, cada litro del agua con la que se bañaba su pretendida. En el amor suele haber idiocia; en el más puro, idiocia pura.

Pero cualquier estupidez amatoria palidece frente a las de los miembros de la Iglesia. Como no podían siquiera fingir que desviaban sus afectos hacia un objeto mundano, descargaban toda la furia instintiva contra sí mismos. Basta imaginarse una vida luchando contra el apetito, contra la acción interna e insistente de hormonas e impulsos que se cuecen inevitablemente. Debían darse latigazos, saltar en ríos helados, mortificarse para que el dolor supliera los deseos de la carne, porque la carne lo que no soporta es no sentir nada: es preferible el dolor a la anestesia. Los ejemplos abundan y me encantan. En medio de su barbaridad denotan algo de humor y un cierto gusto por la vida…, y son el tipo de cosas que hacen los adolescentes, casi todos apasionados místicos de alguna causa.

Margarita Ebner, una monja bávara del siglo XIV, solía dormir en la cama con un modelo a escala del Niño Jesús. Una noche le oyó decir que le permitiera mamar de su seno, a lo cual la monja accedió extasiada; no es propio negarle algo a un muñeco de madera que habla. A cambio, le pidió que la besara y la dejara deleitarse con la sagrada circuncisión, algo que todos hemos soñado que nos pidan. A las monjas de varios conventos, de hecho, les obsequiaban un anillo que era supuestamente elaborado con la piel del sagrado prepucio.

Agnes Blannbekin, monja alemana del siglo XVIII, dijo haber tenido una experiencia mística sobrecogedora cuando se lo metió a la boca y luego de tragarlo le fue revelado que Jesús tenía prepucio en el cielo: ¡visión bendita!, tal vez también había revertido su judaísmo. Claro que la Iglesia, como recia institución de sapientia, no iba a soportar esas ridiculeces y por eso en 1427 fundó la Hermandad del Sagrado Prepucio, dedicada a buscar la “sancta pichulita” sin más especulaciones locas de por medio. Pero las historias abundan y son tan variadas como las formas de la abstinencia sexual: incontenibles, vergonzosas.

Matilde de Magdeburgo, una monja mística del siglo XIII, era poseída por las tres personas divinas, las cuales la llenaban de un ardor tal que daba a entender con mímica y sin tablero —como se pide un vaso de agua cuando se ha tragado una mosca: perdía el habla durante las posesiones— que las tenazas ardientes de Jesús le tocaban los órganos internos, era poseída por todos lados… recuérdese que eran tres. Luego, picarona, le reprochaba al Padre: “Oh, Señor, mimas demasiado mi encenagado calabozo”.

Nada se parece a los amores de Santa María Magdalena de Pazzi, quien saltaba de la cama en medio de la noche y arrastraba con fuerza sobrenatural a una hermana cualquiera por los corredores del convento hasta el jardín y allí gritaba: “¡Amor, amor, amor! ¡Ah, no más amor, ya basta!”, antes de despedazarle la pijama. Su pasión era tal que hacía hervir agua entre las manos cuando amaba así, con ese amor verdadero, como un manantial de azufre. Se cuenta que en 1592 saltó más o menos unos nueve metros para abrazarse a un crucifijo que apretujó entre sus senos y que las otras monjas tuvieron que arrebatarle a la fuerza para poder besarlo ellas también…, con muy distintas intenciones.

Es más saludable fornicar.

Hoy, inmersos en una sociedad pintada de sexo de los pies a la cabeza, dirá el lector que nada de esto sucede. Se sorprenderá al saber que la idea de postergar el placer y procurar que el amor sea puro y legal sigue tan viva como hace quinientos años. Los reglamentos de algunas universidades americanas, recuerda el historiador Paul Johnson siguiendo un erotismo de código de policía de las feministas, exigen que cada acto del juego amatorio sea consensuado. Entiéndase lo que significa cada acto: quitar una camisa de treinta y seis botones, de las que parecen un chaleco de torero, implicaría preguntar treinta y seis veces si se quiere hacer el amor:
“Botón A-1 (ubicado en el cuello):
—¿Quieres hacer el amor?—¡Sí! [Respuesta afirmativa. Seguir con el procedimiento].
Botón A-2 (correspondiente al anverso de la segunda vértebra):
—¿Quieres hacer el amor? —¡Qué Sí!”
Etcétera.

Pero la Iglesia no había hecho tan mal su trabajo: sabía que si prohibía debía dar alguna golosina. Las feministas nos deben justamente eso: un bebé de madera que hable, un prepucio sacro que nos podamos meter en la boca mientras desabotonamos un sostén o al menos… al menos el absurdo de que tres personas son una y una son tres, un engendro al que nos podamos volver devotos cuando la libido nos haga saltar más o menos unos nueve metros.UC

 

Camila López

 
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