Número 57, julio 2014

La tentación del ocio
Joaquín Mattos Omar. Ilustración: Mónica Betancourt
 

Mónica Betancourt

 

Empezó pidiendo, como lo hace todo el mundo, “cinco minuticos más”. Por entonces era un chico de catorce años y estudiaba bachillerato. Su jornada colegial empezaba a las 7:30 a.m. y su madre lo despertaba a las seis. Para él esa voz, dulce pero firme, que cortaba de un tajo su sueño con la exacta guillotina del llamado al deber, equivalía a la tonante voz de Dios expulsándolo del paraíso. Y como todos los adanes del mundo pedía: “Cinco minuticos más”.

—Cinco minutos, Alfonso, ni uno más —oía que le advertía su madre, y la sentía alejarse del dormitorio.

Y, en efecto, cinco minutos después, con un esfuerzo digno de Hércules, se levantaba.

Diez años más tarde era la voz de su esposa, igualmente maternal, la que se empeñaba en sacarlo del jardín de las delicias de sus sueños en nombre de otro deber, el sacrosanto deber de los adultos: el trabajo. Y él volvía a implorar sus cinco minuticos adicionales de felicidad, aunque alguna vez sintió el impulso de decir, al modo de Carlitos Brown: “Hoy no me voy a levantar hasta que tenga un sueño que me guste”.

Pasados otros largos años, la cálida humanidad de aquellas dos voces femeninas, ya por completo desterradas de su vida, fue remplazada por la fría, metálica y feroz voz de la alarma del despertador. Olvidando que esta máquina era insensible a los ruegos, él le pedía, sin embargo, su consabido mendrugo de tiempo extra; pero no ya cinco minuticos sino diez.

Empezó a llegar tarde al trabajo. Y entonces surgió una nueva amenaza en el horizonte: la horrible cara de bruja malvada de la jefe de personal, sus frecuentes reclamos, sus implacables memorandos.

 

Así siguieron las cosas. Una mañana, mientras soñaba que vivía en un maravilloso país en el que no existían horarios ni agendas, chilló la alarma del despertador. Apenas abrió los ojos vio que eran las 6:30 a.m. y dijo mecánicamente: “Diez minuticos más”. El aparato volvió a formular su estridente llamado. Con esfuerzo volvió a abrir los ojos: eran las 6:43 a.m. Se arrebujó entre las sábanas y masculló: “Qué diablos, otros diez minutos más”. Y sucumbió de nuevo al sueño, aunque el despertador, tozudo, implacable, seguía insistiendo en sacarlo de la cama.

Eran las 7:05 a.m. y para ese entonces, muy adentro de sí mismo, ya se había madurado por completo una decisión terminante: “No me jodas más la paciencia, voy a tomarme todo el día”. Y, estirando el brazo, apagó la alarma.

Sintió un alivio profundo, una felicidad creciente. Hacia el mediodía ya estaba en plena vigilia, pero seguía en la cama, la que sentía más muelle que nunca. Sabía ya que no iría más al trabajo, que sus mañanas no estarían sometidas nunca más a la tiranía del reloj. Pero, detrás de esta certeza fueron presentándose en fila sus sombríos corolarios: ¿Cómo pagaría el arriendo del apartamento?; ¿cómo pagaría los servicios de agua y energía?; ¿cómo pagaría esto y lo otro?

Se dio vuelta en la cama mientras recitaba entre dientes ese hermoso poema que tanto le gustaba: “No leer, no sufrir, no escribir, no pagar cuentas…”. Después se dijo, resuelto: “En fin, mañana será otro día y algo sucederá. Tal vez alguien venga y se haga cargo de mí”.

Y hundió la cabeza en la suavidad de la almohada, lenta, remolona, profundamente.UC

 
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